lunes, febrero 02, 2009

La (in)solidaridad catalana (y 3)

Primera parte
Segunda parte
Tercera parte


En un entorno de mayor fuerza, las posiciones de los proteccionistas se fueron haciendo más intransigentes. Tras un intento en la Junta de Aranceles para restablecer los derechos diferenciales, fallido, abandonaron dicha Junta. En 1880 escenificaron un nuevo abandono, esta vez la Comisión de Información Arancelaria, que tenía que estudiar la situación de la industria lanera y cuyas conclusiones no les gustaron. Otra vez el espíritu, llamémosle escasamente negociador. Y como las desgracias nunca vienen solas, sobre este nuevo error estratégico proteccionista se cernió de nuevo la desgracia, pues el gobierno Cánovas, en el poder, le dejó el sitio al gobierno Sagasta, de corte decididamente liberal. El 7 de julio de 1881 Sagasta, ante las graves diferencias existentes en torno a la reforma del arancel, decide dejar la cuestión en suspenso.

El objetivo de los librecambistas era que se aplicase la famosa base quinta de la reforma de 1869, la que establecía el progresivo desarme arancelario de las mercancías españolas. Ante esta idea, los proteccionistas opusieron una estrategia obstruccionista en la que pretendían colocar en la legislación una provisión que claramente estableciese que ninguna reforma del arancel sería posible sin una amplia consulta a las fuerzas económicas y sociales y la aprobación de las Cortes; sistema que introducía una notable rigidez en la organización económica. Más allá, las organizaciones de productores catalanas respondieron con una movilización sin precedentes cuando se anunció la intención de negociar un acuerdo comercial con Inglaterra. Sólo el 26 de junio de 1881 se celebraron en Barcelona cinco mitines multitudinarios sobre el asunto. Algunas semanas después, en octubre, el gobierno liberal dejaba bien claro en las Cortes que pensaba llevar a cabo las ideas y estrategias que había defendido cuando estaba en la oposición.

Finalmente, el gobierno, a través de Camacho, su ministro de Hacienda, presentó un proyecto de reforma económica dentro del cual se incluían, como medidas de comercio, el establecimiento de un régimen de cabotaje entre los puertos de la península y los de Cuba, Puerto Rico y Filipinas; y una progresiva reducción de aranceles en consonancia con la base quinta, si bien no se aclaraba el momento. La temperatura de la polémica subió de grado cuando el Consejo de Estado rechazó dicha reforma, por 14 votos contra 13. El empate primero fue deshecho por el presidente de la institución, que se llamaba Víctor Balaguer. El apellido lo dice todo, ¿eh? Pues sí: era catalán.

Los librecambistas, a través de Camacho, reaccionaron como en el pasado, es decir haciendo uso de la potestad gubernamental de cerrar acuerdos de comercio. Fruto de ello fue la firma el 6 de febrero de 1882 de un tratado comercial con Francia que fue recibido por la prensa especializada económica con el anuncio de que destruiría la industria catalana y preguntándose si había sido firmado como «venganza de no sabemos qué agravios».

El tratado con Francia fue, desde algunos puntos de vista, un intento de fomentar aquello que España tenía y que era competitivo por ahí fuera, es decir el vino. Aquellos proteccionistas decimonónicos sostenían unas ideas que eran, como he dicho al inicio de estos comentarios, muy intuitivas. Pero que el proteccionismo sea intuitivo no quiere decir que sea acertado. El problema que tiene, y que los proteccionistas no sabían ver, es que el proteccionismo deteriora la competitividad, hace a las industrias menos eficientes e imposibilita que puedan ganar mercados. No por casualidad, en aquella economía española que llevaba décadas luchando por un desarme arancelario que no terminaba de llegar (en realidad, no llegaría hasta 1986, con nuestra entrada en la Comunidad Económica Europea), los únicos productos verdaderamente competitivos eran aquéllos que lo eran por sus características esenciales, es decir los agrícolas, y muy notablemente el vino.

El acuerdo con Francia de 1882 marcó unas notables ventajas para el vino español en el mercado francés, a cambio de lo cual España otorgaba a Francia el estatuto de nación favorecida y establecía unos aranceles muy similares, y en casos inferiores, a los establecidos en la primera fase de la base quinta.

En abril de 1882, cuando comenzó la discusión del acuerdo en las Cortes, Barcelona tuvo que ponerse bajo autoridad militar, tan bestias fueron los conflictos que allí se produjeron. El debate fue fosco y agrio. Un diputado apeló al ministro de Fomento, José Luis Albareda, invitándole a que «se de una vuelta por nuestras provincias y, sobre todo, por Cataluña, a la que se conoce en Castilla lo mismo que los franceses conocen a España, por las descripciones de Alejandro Dumas, y de la que hay formada, hasta por serios ministros de Fomento, la idea de que sus fábricas son como las que estamos acostumbrados a ver aquí en Madrid, establecidas en un tercer piso de una casa de vecindad, con tres o cuatro obreros». El problema es que junto a estos argumentos, plenos de racionalidad y que están en el fondo del sentimiento catalán de que Cataluña es diferente, los diputados de aquella tierra sacaron también a pasear su tradicional tono apocalíptico, que es lo más antipolítico que hay. El diputado Teodoro Baró, sin ir más lejos, anunció que a causa del acuerdo (de un acuerdo comercial) España iba a hermanarse con «las naciones primitivas, cuyo único medio de vida consiste en el pastoreo». Ejem...

El tratado fue aprobado por 237 votos contra 59. Y el 6 de julio de 1882, el rey firmaba la ley por la que se restablecía la base quinta. Este paso librecambista se combinó con otra nueva liberalización, en 1883, ya aprobada bajo el ministro Justo Pelayo dado que Juan Francisco Camacho había tenido que dimitir.

En 1884, sin embargo, los liberales abandonan el poder, que vuelve a manos de Cánovas del Castillo. Cánovas, personalmente, tenía convicciones proteccionistas muy profundas. Sin embargo, el carácter fuertemente clasista de esta doctrina económica hacía que incluso dentro de su partido conservador hubiese librecambistas; a lo que se unió el hecho palmario de que a finales del siglo XIX se estaba produciendo el momento de mayor hegemonía político-económica de Inglaterra en Europa, y que desde Londres se quería defender a capa y espada el acuerdo comercial vigente. Por ello, en febrero de 1884 ese mismo gobierno conservador de núcleo proteccionista presentó en las Cortes el proyecto de acuerdo para ratificar el acuerdo comercial con Inglaterra.

Los industriales catalanes inundaron Madrid de telegramas, en su habitual tono milenarista, es decir prediciendo, como de costumbre, la llegada de las Siete Plagas de Egipto sobre Cataluña si el tratado se aprobaba. En parte por esta presión, en parte por otros motivos, el acuerdo con Inglaterra se empantanó, y empantanado seguía cuando Alfonso XII murió.

Como es bien sabido, Cánovas juzgó, a la muerte del rey, que para afrontar la nueva etapa en condiciones de total estabilidad política lo mejor era resignar el poder y dar paso a un nuevo periodo sagastino. Don Práxedes Mateo volvió a confiar en Juan Francisco Camacho para el ministerio de Hacienda, y éste, una vez llegado ahí, activó automáticamente su software librecambista. Su primera decisión fue solicitar, en 1886, que todos los tratados comerciales vigentes, y que venían en 1887, quedasen prorrogados hasta 1892. No obstante, los proteccionistas hicieron valer su influencia y consiguieron bloquear en parte las intenciones de Camacho (quien, por cierto, poco después tuvo que dimitir de nuevo), pues pararon la aplicación de la segunda fase de la famosa base quinta, que estaba prevista para 1887.

A los proteccionistas les vino Dios a ver con la escisión del partido conservador. Romero Robledo, conspicuo canovista, se separó de él para fundar el partido liberal reformista, el cual, a pesar de su nombre, hizo inmediata profesión de proteccionismo. Esto movió a Cánovas a afianzar aún más sus afanes proteccionistas. Como consecuencia de este movimiento, el 3 de diciembre de 1887 se presentó en el Congreso una proposición de ley para derogar la base quinta. La firmaban Antonio Cánovas, Francisco Silvela, el conde de Toreno, Raimundo Fernández Villaverde, Francisco Cos Cayón, el vizconde de Campo Grande y Francisco Rodríguez Sampedro; el gotha conservador, pues.

En marzo de 1889, por cierto, Fomento del Trabajo Nacional y Fomento de la Producción Española, dos de las grandes entidades industriales catalanes, se fusionan en Fomento del Trabajo Nacional, institución aún hoy existente e integrada en la CEOE.

Regresado Cánovas al poder, la iniciativa amagada en su proyecto de ley tomó cuerpo. La Ley de Presupuestos de 1890 establece, en su artículo 38, la habilitación genérica al gobierno para que modifique los aranceles de aduanas «en lo que convenga a los intereses nacionales». Cabe decir que esa medida dio un poco la ídem del relativo cinismo del proteccionismo catalán el cual, como siempre le ocurre a los grupos de interés, tenía tendencia a ver la paja en el ojo ajeno y desconocer la viga en el propio. Durante todo el siglo, los proteccionistas habían reaccionado como la Gata Flora cada vez que alguien había intentado abrogarse en el gobierno competencias para mover los aranceles por su cuenta. Habían dicho los proteccionistas, por activa y por pasiva, que los aranceles sólo los podían mover las Cortes. Sin embargo, contra este artículo 38, que sostenía precisamente lo que ellos siempre habían atacado, no dijeron ni pío.

Ya plenamente enrolado en el proteccionismo, el gobierno, no sin mediar la oportuna formación de una comisión de estudio de ésas que, como las de investigación, estudian e investigan lo que en cada momento place, decretó que lo que la economía española necesitaba era la derogación de toda la legislación arancelaria y la denuncia de los tratados comerciales, amén de defender el derecho preferencial de bandera, es decir que el único cabotaje o comercio libre que se pudiera realizar entre la península y sus colonias fuese bajo bandera española. Un decreto con fecha de la Nochebuena de 1890 derogaba la base quinta y elevaba automáticamente los aranceles a la carne, el arroz, el trigo y las harinas, amén de crear una comisión para la elaboración de un nuevo arancel y organizar la denuncia de todos los acuerdos comerciales existentes.

Hay gente, por cierto, que se extraña un poco de que cuando, quince años después, España necesitó y no obtuvo de un solo país europeo el más mínimo apoyo en su enfrentamiento con Estados Unidos a cuenta de Cuba, la razón de ello fue que nadie quería pelearse con Estados Unidos. Razón cierta. Como también es cierto que porcentajes no menores de la postura de algunas cancillerías se explican, más bien, por el contenido de la norma que acabamos de recordar. Ello a pesar de que, como no podía ser de otra forma, apenas dos años después de esta reforma, España se vio obligada a firmar nuevos acuerdos comerciales con diversas naciones (no sin que ello provocase las airadas protestas proteccionistas de costumbre).

Allá por 1903, hasta los proteccionistas admitían que había que reformar el arancel de 1891, pues éste ya no respondía a la realidad de la industria española. Dicho de otra forma: había nuevos sectores, nuevas actividades, que se habían desarrollado y que era necesario proteger, según su punto de vista. Punto de vista curioso pues, si esas nuevas producciones habían surgido y crecido sin protección arancelaria, ¿no era acaso eso una negación en la práctica de la teórica proteccionista?

La comisión que diseñó el nuevo arancel estaba formada por Pablo de Alzola como presidente, y Francisco Sert i Badia, Juan Sitges, José Prado y Constantino Rodríguez. El trabajo diseñado respondía con bastante fidelidad a las peticiones proteccionistas. Sin embargo, su puesta en marcha no fue posible por el intenso periodo de inestabilidad institucional en que entró España en esos años. Sin embargo, en 1906 se hizo necesario actuar, pues estaban a punto de vencer los acuerdos comerciales y había que negociar otros. Fomento del Trabajo realizó una campaña intensa frente a los diputados. Como consecuencia de estas presiones, el 15 de diciembre de 1906 se leyó en las Cortes por Amós Salvador, ministro de Hacienda, el proyecto para la aprobación del arancel diseñado por la comisión. El real decreto definitivo es de 23 de marzo de 1906, y es una rara avis en la historia jurídica de aquella época, pues sobrevivió nada menos que hasta 1922.

En el primer cuarto del siglo XX, pues, la política arancelaria fue decididamente proteccionista, generando con ello el mito. Mito que fue agria y repetidamente blandido en las Cortes de la República por aquellos diputados de las derechas que se oponían al Estatuto de Cataluña. En efecto, la lectura de las actas de aquellas sesiones en las que un político tan poco procatalanista como Azaña tuvo que desplegar todos sus recursos en defensa de la autonomía está trufada de intervenciones que machacan, machacan y machacan con la idea de que el proteccionismo catalán fue un interés particular que doblegó al resto de España en su interés.

Como siempre en las grandes ideas del debate histórico, el asunto tiene su parte de certitud, y su parte de estupidez. La estupidez proviene de la pregunta sobre exactamente qué crecimiento cercenó el proteccionismo en un país cuya propensión a la industria era nula y sus esfuerzos para acercarse al fenómeno, prácticamente inexistentes. Desde tiempos de Felipe II hasta los que ya hemos relatado en parte del marqués de Salamanca, el concepto castellano de millonario es el rentista; un hombre cuyo mayor contacto con la actividad económica es ser terrateniente y que fía su futuro económico a la especulación, sobre todo con los títulos de deuda. El librecambismo español era una doctrina económica que formaba parte de un modo de pensamiento liberal. Pero carecía de elementos interesados, de agentes económicos beneficiados que lo pudieran proteger.

Por el otro lado, es absolutamente cierto que el proteccionismo era un elemento de política económica generado y animado por un interés meramente particular, que existía en áreas del País Vasco, de Castilla y de Andalucía, pero era fundamentalmente catalán y que además los catalanes apenas se preocuparon de hacer verdaderamente español. Los proteccionistas catalanes pronosticaron hecatombes librecambistas que nunca llegaron y, por el camino, pusieron su granito de arena en la construcción de lo tres grandes problemas sempiternos de España como economía, a saber: somos caros, somos poco productivos y, consecuentemente, no somos capaces de generar los capitales propios que necesitamos para financiarnos. Es falso adjudicar estos males al proteccionismo, pero no lo es tanto aseverar que este mal de la economía española moderna comenzó con él. Quien no compite, se duerme. Se acostumbra a contemplarse a sí mismo y vivir como si el mundo terminase ahí, a escasos veinte centímetros de su nariz.

Y, desde luego, si algo ha dejado la polémica proteccionista, si un efecto duradero ha generado, ha sido el conflicto Madrid-Barcelona, o Centro-Periferia si se prefiere. Un nacionalista catalán tiene todo el derecho a pensar que todo lo que siente proviene de sus aspiraciones políticas. Un, digamos, nacionalista de Madrid también puede pensar que todo lo que piensa lo piensa por cosas que han ocurrido, digamos, en los últimos diez o veinte años. Ambos, en mi opinión, se equivocan. Ambas actitudes, probablemente sin saberlo (porque la Historia, hoy, en España, la conocen cuatro freaks mal contados), ya eran las de sus tatarabuelos, y aún más allá.

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