martes, agosto 17, 2010

Folletín de verano (19)

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Dos días después, Azpíriz regresó de sus vacaciones. Luján llegó a trabajar y se lo encontró allí, sentado en su mesa, como si llevase en el mismo lugar décadas.


-Todo lo bueno se acaba, ¿eh? Fue su forma de saludarle.


Azpíriz se encogió de hombros.


-Me consuelo pensando que ser policía es la mitad buena del crimen.


Luján asintió mientras hacía un rictus de la boca. Este tipo nunca se deprime, pensó.


-¿Te dio tiempo a mirarme lo del expediente médico de Cendoya?


Azpíriz lo miró, muy serio.


-Sí, lo hice. ¿Quieres que te informe?


-No, qué va negó Luján afectadamente-. Te lo he preguntado por deporte.


Azpíriz puso cara de póquer, y repasó sus notas.


-Aquí está. Sí. Coronel médico Hernández, blablabla, dos reconocimientos médicos, blablabla…


-¿Quieres hacer el favor de abreviar?


Azpíriz levantó la vista. Luján se dijo: estaba intentando provocar esta reacción, y lo ha conseguido.


-Sindactilia contestó Azpíriz, hablando despacio.


Luján lo miró con algo de rabia.


-¿Se supone que debo saber lo que es la sindéresis?


-Sindactilia Azpíriz no se inmutó con el error de Luján-. Malformación congénita que provoca la unión de dos o más dedos.


-¿Cendoya tenía… eso?


-En efecto. En dos pares de dedos, uno en cada pie.


-¿Eso… es normal?


-No contestó Azpíriz, con el mismo tono con el que discutiría una avería del teléfono-. Pero tampoco anormal. Según el coronel, claro.


-Ya. ¿Es impeditivo?


-Ésa es la cuestión. No lo es. Pero ya sabe cómo son los reconocimientos militares. Ven algo raro y, hala, pa atrás. Eso le pasó a Cendoya. Lo rechazaron. Por sindactílico. Le llamaban el Choto; pero tenía los dedos unidos, como los patos.


En la mente de Luján se cruzó un chiste cruel. Cendoya era un pato, y murió en un lago. Lo borró, intentando concentrarse.


-Pero luego fue a Rusia…


-Porque alegó. Y ganó. El coronel Hernández me reconoció que una persona con sindactilia es tan válida para la lucha como cualquier otro valiente. Cualquier otro valiente, sí. Ésa fue su frase textual.


Luján pensó una vez más.


-Esta gilipollez no nos sirve para nada.


-Eso mismo pensé yo corroboró Azpíriz.


Luján se sentó sobre la mesa, cerca de su compañero, y bajó el tono de voz.


-Está bien. Oye, y esas gestiones con tus parientes, digamos, pasados de vuelta… ¿ha habido algo?


Azpíriz apretó los labios y negó con la cabeza.


-No, por lo menos de momento.


Luján asintió.


-Estaré fuera anunció-. Tengo que ir al Pardo.


Los ojos de Azpíriz brillaron. Luján sonrió.


-Frío, frío declamó, mientras negaba con la cabeza, dándose la vuelta y enfilando la salida a grandes zancadas.











Volver a ver a Herminio Pozas le costó algunas vueltas. Fiado de la memoria, se limitó a dirigirse al pueblo de El Pardo y al pequeño local donde estaba la taberna en aquel ya lejano día de 1948 en que se había entrevistado con el veterano divisionario. No pudo evitar un escalofrío al caminar hacia allí, atravesando la entrada del palacio de El Pardo, del cual había sido inesperado huésped muy pocos días atrás. Sin embargo, al llegar a la cantina se había encontrado una puerta cerrada a cal y canto, con todo el aspecto de proteger un local cerrado bastante tiempo atrás. Tuvo que preguntar para averiguar que Herminio Pozas había comprado unos terrenos pasado el pueblo, hacia el Cristo, y montó un merendero.


Tres cuartos de hora después, tras un paseo muy corto y una espera que tampoco fue larga, Herminio Pozas, bastante más grueso que ocho años atrás, casi definitivamente calvo y muy trabajado por las largas jornadas en pie, se acercaba a Carlos Luján y le estrechaba la mano.


-Mi mujer dice que quiere verme.


-Es así. ¿Me recuerda?


-Vagamente.


Salieron al merendero. En aquella época del año las sillas estaban apiladas boca abajo sobre las mesas, y el conjunto así creado estaba atado por unas cadenas cerradas con candado. Aún así, Pozas se las arregló para encontrar dos sillas sueltas. Allí mismo, al raso, las colocaron, y se sentaron a hablar en la mañana gris.


-He repasado sus declaraciones del 48, así que no le aburriré haciéndole repetirlas.


Herminio Pozas miraba al suelo. Irguió la vista con un gesto de desagrado en la boca.


-Fue por lo de Anselmo, ¿no?


-Exacto. Anselmo López, sí. Su compañero apareció muerto con las manos cortadas.


Pozas asintió.


-Me alegra comprobar que la policía nunca da un caso por perdido.


Luján no juzgó necesario hacer comentario alguno. Pozas no era quién para siquiera sospechar las razones por las que el caso López había sido reabierto.


-Hemos avanzado, pero aún estamos un poco lejos de solucionar el caso.


-Si yo puedo ayudar…


Luján repasó sus notas. Con el rabillo del ojo, espió a su interlocutor. Esperaba las preguntas como quien espera algo aburrido.


-Hace ocho años, cuando nos vimos, usted me dijo que el lema In Bello Amicitia no le decía nada.


Pozas apretó los labios.


-Y no me lo dice ahora.


-Pero nosotros hemos sabido que era el lema que usaba una pequeña hermandad de soldados de su misma compañía. Algo así Luján señaló con la barbilla al tenue manchón azul que se veía en la mano derecha de Pozas- como esa ametralladora que usted se tatuó ahí.


Pozas dio un pequeño respingo y se miró la mano, como si Luján le estuviese advirtiendo de la presencia en ella de un tatuaje que él desconociese. Lo miró durante unos segundos, y luego miró de nuevo a Luján, con un gesto inexpresivo.


-Usted lo ha dicho, señor policía.


-Inspector.


-Inspector, vale. Usted lo ha dicho. Éramos una división española dentro del Jer1 y luego, entre nosotros mismos, estaban los militares y los falangistas. Y dentro de los falangistas, ya, qué quiere usted. Los andaluces, los castellanos, los extremeños. Los de un frente y los de aquel otro. Todos nos agrupábamos en pequeñas células. Como yo digo, éramos todos hermanos, pero luego los hermanos pequeños íbamos todos juntos, los medianos con los medianos, esas cosas.


Aceptó un cigarrillo que le ofrecía Luján. No dejó de hablar mientras lo encendía.


-Esos grupitos se ponían nombres, se hacían tatuajes, se inventaban lemas. Y no encontrará usted un solo divisionario que los recuerde todos.


-El caso intervino Luján, mezclando en el aliento de sus palabras el humo del cigarrillo y el vaho de la mañana helada- es que yo pienso que, tal vez, usted tenga algún motivo para recordar muy bien ese lema. Por eso me extrañó su declaración.


Herminio Pozas, lejos de parecer asombrado por las palabras de Luján, no ocultó su fastidio. Se irguió un poco, sentado en la mesa, estiró las piernas y apoyó las manos sobre las rodillas, en actitud de espera.


-¿Cuáles son esas razones, si puede saberse?


Luján consultó sus notas. No lo necesitaba, pero era para dar sensación de seguridad.


-El cabecilla del grupito del anillo era Julio Cendoya.


Se quedó callado, esperando una reacción. Luján manejaba tres hipótesis: asombro y algo de miedo, signo de que Pozas se sabía cogido, así pues habría mentido en el 48; sorpresa afectada y sobreactuada, signo de que estaría tratando de engañarle simulando no saber lo que ya sabía; palidez, mutismo y emoción, signo de que, por alguna razón, Pozas no había mentido sobre su desconocimiento del lema y que, además, el nombre de Julio Cendoya le traía a la mente la figura de un camarada caído.


Pozas, sin embargo, falló. No tuvo ninguna de esas tres reacciones. Lejos de mostrar angustia, fingimiento o pena, su rostro se endureció y adquirió los perfiles netos de la ira.


-El… grupito, como usted lo llama Pozas habló lentamente, y su voz retemblaba- dio su vida por la de centenares de alemanes por cuya suerte nadie habría dado ni un céntimo, y salvó la mía propia. Le rogaría, señor Luján, que se refiriese a Don Julio Cendoya en otros términos.


Luján tragó saliva. Decidió ganar tiempo. Eso sí, también trató de endurecer su rostro. Tratar de convencer a su interlocutor de que él era aún más duro.


-Hábleme de la acción del Ilmen.


-¿La acción del Ilmen?


-La muerte de Cendoya. O de Don Julio, como usted prefiera.


Pozas le dedicó al inspector una mirada perlada de desprecio que, sin embargo, apenas duró un segundo. Luego chupó de su cigarrillo, suspiró, apoyó los codos en los muslos, juntó las manos, y convocó al duende de los recuerdos.


-Yo crecí en la tierra extremeña. Mucha caza. Aprendí a disparar antes que a hacerme pajas. Cuando era joven, era capaz de capar a una perdiz macho en pleno vuelo. Así que en las acciones de la compañía en Rusia solía hacer de francotirador. Abajo en medio, decíamos. La retaguardia se colocaba en los altos que dominasen el área de avanzada y, desde allí, daba fuego de cobertura. Más adelante, en alguna zanja u hoyo de obús, me colocaba yo y otros con buena puntería, para disparar más fino, más a la cabeza. Más a matar. Y el resto avanzaba.


-En el Ilmen falló el fuego de cobertura.


-En nuestro objetivo sólo había un nido de ametralladoras continuó Pozas, asintiendo con la cabeza-. No era un gran objetivo, pero nos estaba jodiendo. Nuestra sección tenía que avanzar mientras otra nos daba cobertura cien metros más atrás. Pero no estaban. Fue cosa de un ataque inesperado en el flanco de nuestra posición, o algo así. Todo lo que sé es que nos dejaron solos. Que yo y otro soldado fuimos el único fuego de cobertura.


-El soldado Abrantes.


Los ojos de Pozas brillaron.


-¿Para qué me pide que se lo cuente, si lo sabe todo?


Para que así sepas que si te equivocas, te voy a pillar, susurró una voz dentro de la cabeza de Luján. Pero sus labios no se despegaron.


-Abrantes y yo nos quedamos atrás, haciendo lo que podíamos. Pero Cendoya y el resto de la sección se fueron a por los rusos. Joder, si alguien te dispara con un fusil tiene que acertarte. Pero con ametralladora, le basta con encontrarte. Hay que tener unos cojones muy grandes para tirarte en plancha contra una colina que escupe cuarenta balas por segundo, todas para ti.


-Los vieron morir.


Pozas negó con la cabeza.


-Como no podían llegar, se refugiaron en una zona de matorrales, con algunas rocas, que había a la izquierda, en el sentido del avance. Abrantes y yo tratábamos de estimar los que quedaban vivos por los disparos de fusil que se escuchaban. Al rato dejaron de escucharse disparos. Los rusos empezaron a lanzarnos ráfagas a nosotros, de cuando en cuando. Pensamos que moriríamos allí. No podíamos avanzar, ni retroceder. Estábamos en un agujero en medio de la nieve y sabíamos que había diez rusos con cuatro ametralladoras que no tenían otra cosa que hacer en la vida que esperar a que asomásemos la cabeza para matarnos.


-Y, ¿qué pasó?


-Que les volaron el culo Pozas sonrió mientras volvía a chupar del cigarrillo-. El sacrificio de Cendoya y los demás no fue en vano. Tuvieron a las putas ametralladoras ocupadas el tiempo suficiente como para que unos doscientos metros más allá la línea rusa se rompiese. La bolsa donde había cuatrocientos alemanes atrapados se rompió y, para cuando los lerdos de nuestro nido se dieron cuenta, los atacaban por detrás.


Luján dejó respirar a su interlocutor. No parecía, en modo alguno, ser de esos veteranos que disfrutan contando sus sangrientas batallas.


-Usted certificó la muerte de Cendoya y testificó sus méritos.


-Es lo menos que podía hacer por él respondió, eléctrico, el antaño cabo Pozas-. Nos salvó la vida. Otro en su lugar habría vuelto grupas y corrido hacia atrás con todas sus fuerzas. En esas circunstancias, no creo que la bolsa se hubiese roto y, sin fuego de cobertura, habríamos tenido que huir en medio de la lotería de las balas. Señor inspector, la muerte bajó ese día al lago Ilmen, y llevaba, estoy seguro, un papel con mi nombre. Cendoya la engañó y se fue con ella.


Luján tomaba notas. No quería interrumpirle.


-Cuando el nido cayó, corrimos como cerdos huyendo del matadero hacia los matorrales. Supongo que teníamos la estúpida esperanza de encontrar a alguno vivo. Encontramos las rocas y, detrás de ellas, a las cuatro personas de la sección que habían conseguido llegar a refugiarse allí. Entre ellos, Cendoya. Con balas por todo el cuerpo. Masacrado. Yo le dije a Abrantes: todos estos tiros no los pudo recibir cuando lo mataron. Este cabrón siguió luchando repleto de plomo.


Entonces, Pozas calló. La mañana era silenciosa, como las mañanas invernales de Madrid, casi sin pájaros. Luján lo miró, con la vista en el suelo, apoyado en sus recuerdos.


-Debo preguntarle, en todo caso…


-In Bello Amicitia, lo sé la ira había huido de la voz de Pozas-. Le debo la vida a Cendoya. Por eso me ocupé de enterrarlo en un lugar fácil de distinguir, en la pequeña colina que nunca llegó a tomar. Hoy, claro, está enterrado en cualquier parte, sin cruz, sin identificación, sin nada. También redacté un informe alabatorio y removí Roma con Santiago para convencer a mis mandos de que merecía una medalla. Hice todo eso por él porque me salvó la vida. Pero, inspector, créame. Doce horas antes del infierno del Ilmen, Julio Cendoya sólo era para mí uno más. Uno más de trescientos. Investigue usted a la compañía. Estoy seguro que descubrirá hermandades y grupos que quienes no formaban parte de ellas no recordarán.


-Dositeo Galán sí lo recordaba.


Pozas se encogió de hombros.


-Y no me extraña. Ya que sabe tanto, le supongo informado de las ideas de Cendoya.


-Más o menos.


-Era feliz formando parte del ejército alemán. Más español que nadie, decía; pero la Verdad está donde está. Se sabía capítulos enteros del Meincán2. Para él, la guerra civil no había terminado o, más bien, sólo había sido el primer ensayo de la guerra total.


-Un auténtico falangista.


-Un auténtico fascista, sí. De los que ya no hay. Como Galán. No pertenecía a su grupo porque a Cendoya se le arrimaba gente muy violenta; pero los respetaba, y ellos a él.


-¿Abrantes no se le arrimó?


-¿Abrantes? ¿Por qué?


-Ha dicho que a Cendoya se le arrimaba gente muy violenta.


Herminio Pozas entornó los ojos.


-Sí. Pero Abrantes era otra cosa. De esos tipos que nunca se casan con nadie, no sé si me entiende.


-Creo que sí. Lo que se dice un cabrón de pies a cabeza.


En los ojos de Pozas se leyó, neto, el deseo de afearle a Luján el comentario despectivo de un camarada. Pero lo reprimió. Luján se quedó con las ganas de averiguar por qué.


Cerró la libreta, suspiró y se levantó. Pozas lo acompañó en el gesto.


-Una última cosa. ¿Le suena de algo RIP 203?


Pozas pensó unos segundos, tras los cuales se encogió de hombros.


-Nada, salvo que parece un epitafio.


Luján se encogió de hombros.


-Es todo. Estaremos en contacto, si no le importa.


-En absoluto. Y, si tiene niños, en la comunión…


-Oh, sí. Contaré con usted, pierda cuidado. Pero para eso queda bastante aún.


Se estrecharon la mano.


-Sólo una última cosa.


-Usted dirá.


-Galán. Dositeo Galán. Quizá quiera saberlo. Murió hace algunos meses.


La mano de Pozas cedió el apretón, y su rostro se relajó.


-Siempre se van los mejores sentenció, sin pasión.





1 Heer. Der Heer es el ejército de tierra alemán.



2 Mein Kampf, Mi lucha, el libro de Adolf Hitler.

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