lunes, agosto 02, 2010

Folletín de verano (5)





A mediados de junio, la ola de calor habitual de aquellas fechas se presentó en Madrid. Los madrileños esperaban al autobús a metros de la parada, protegidos por el toldo más cercano. Hacía calor y en la tarde los segundos, derretidos, parecían pararse. En la amplia comisaría de la Brigada los ventanales, a media altura de la pared, eran abiertos a principios de mes y ya nadie los cerraba hasta que estuviese bien avanzado septiembre. Durante esos meses, el ambiente dentro de la sala era diferente. Los ruidos de la calle, algunos pisos más abajo, daban al trabajo cierto espíritu ligero, prevacacional. Las personas vestían de otra manera e incluso hablaban de otra manera. Salir en la tarde, tras el turno, aún de día, era algo celebrado por la mayoría. Al llegar la última hora de la tarde, Madrid olía a campo. Aquella ciudad estaba preñada de hierbas, árboles y matorrales que vivían en los parques, en las terrazas, en los patios y solares. El campo que un día muy lejano fue la ribera del Manzanares estaba oculto tras el hormigón y al ir a caer la noche se demostraba oliendo. A veces, además, la sentencia de las horas rizaba el viento y en el viento llegaban al asfalto los olores intensos, casi acres, del campo que acaba de beber. Entonces los árboles de las aceras se combaban y el viento traía la tormenta y la lluvia. Luego, Castilla olía por debajo del asfalto, como queriendo hacerse ver. Los niños golpeaban pelotas podridas en la calle, gritándole a la oscuridad en cada uno de los mil goles que hay que marcar para llegar a ser adulto. Una ciudad pacata, pueblerina y, a pesar de ello, cada vez menos silenciosa.

Hacía ya dos meses que el cadáver de Anselmo López había aparecido en un vertedero del suroeste. Unas pocas semanas que su cuerpo, tras esperar inútilmente el reclamo de alguien, había sido enterrado en un columbario barato. Dos meses desde que Carlos Luján entregase al comisario Ramos primero, y al inspector Rebollo después, los resultados de sus pesquisas.

Hacía dos meses que la vida de Carlos Luján era colaborar en labores de vigilancia y revisión de registros.

No se había atrevido a hablar con Rebollo del asunto. Cada vez que se lo planteaba, ocurría una de dos cosas. O bien él mismo y sin ayuda se acordaba de la mirada de Rebollo cuando le dijo: ya le diré; así como de los relatos de los compañeros sobre la mala leche del inspector. O bien compartía su inquietud con Laura y era ella la que le convencía de no hacer nada.

- Cariño, cariño –le decía siempre‑, ¿qué era lo que me repetías antes de casarnos? Trabajar, trabajar y trabajar. Hay una disciplina y un método.

Disciplina y método, sí. Pero, ¿qué hacer cuando se enfrentan con la evidencia? Para Carlos Luján, eran pocas las evidencias existentes en el caso Anselmo López, pero sí era claro el hecho de que había muchos hilos de donde tirar. Y un por qué para hacerlo. En realidad, lo realmente extraño de todo aquello era cómo la investigación se había frenado en seco cuando aparecieron tantas evidencias de que el muerto era un falangista llamado Anselmo López. ¿Qué extraño factor podría explicar que no se quisiera saber quién había matado a un camarada?

Lo más probable es que nunca hubiera pasado de ahí. Carlos Luján sabía que su función era obedecer y así habría hecho de no haber sido espoleado. Sin embargo, eso ocurrió a mediados de junio, cuando el caso llevaba abierto –o como fuese que estuviera‑ dos meses y él ya se había acostumbrado a olvidarse de la primera fila de una investigación y a realizar las labores rutinarias propias de los subinspectores del Infierno.

A mediados de junio de 1948, Carlos Luján recibió una llamada.

Era del doctor Daudén, del Hospital de Cirugía. En abril, Luján había llegado a él a través de la ficha de mutilado de López. Él era quien le había documentado las dolencias del posible asesinado.

-He esperado creo que lo suficiente –le informó el médico‑ pero creo que ya es momento de decirlo. Tanto en abril como en mayo y ahora en junio, López tenía que haber pasado consulta. Y no ha venido.

Quedaron para verse. Ambos trabajaban bastante cerca. Luján se acercó al hospital. El doctor lo esperaba en la puerta. Buscaron una cafetería aledaña y compartieron sendas sodas.

El doctor Daudén era un hombre enjuto y ya mayor. De unos sesenta o sesenta y tantos años. La edad lo había disminuido y en su largo cuello se apreciaban sobrantes de piel de años mejores. Fumaba, a veces compulsivamente, cigarrillos que fabricaba con una picadura negra que llevaba en una bolsa de papel.

-Ahora sé –le dijo a Luján, una vez que estuvieron sentados‑ que él es el muerto. Nunca había dejado así de acudir a la consulta.

-¿Sabe usted donde vivía?

El médico negó, carraspeando tras una chupada especialmente profunda.

-No. He tratado de solucionarle eso, pero ha sido imposible. No es normal, para qué negarlo. Pero lo cierto es que en el hospital no hay un solo papel en el que este hombre declarase su domicilio.

-Me cuesta creerlo. Es imposible una filiación sin domicilio.

-Es… o era listo. Fíjese.

El doctor sacó del bolsillo de su americana una ficha de inscripción. Anselmo López. Mutilado de guerra. División Azul. Informaciones médicas con designación precisa de sus padecimientos. Una dirección: Alcalá, número 9.

-Usted me dijo que no había dirección –dijo Luján, sintiendo que sus sentidos se ponían alerta y ya con deseos de salir corriendo hacia el lugar.

-No se ilusione, subinspector –respondió el médico, con un deje sarcástico en la voz‑. Es un truco. Alcalá 9. ¿Quiere ir allí? No va a encontrar otra cosa que no sea un Ministerio.

Luján descendió por el tobogán de la desilusión. Comprendió. Una dirección más, ¿quién se iba a preocupar de comprobarla?

Pero no estaba dispuesto a desanimarse.

-En su opinión, ¿por qué querría López ocultar su verdadero domicilio?

El doctor Daudén torció el rostro.

-No lo sé. Aunque lo sospecho. Su vida, probablemente, no era gran cosa.

Luján comprendió.

-Pero eso es absurdo. Vamos, si hoy hay desempleados que tienen oportunidades, ésos son los de la División Azul, los alféreces, ya sabe usted. Si, además, era… es mutilado…

-Hable en pasado, Luján –la garganta del médico retembló‑. Anselmo está muerto. Usted y yo lo sabemos. Usted, yo, Anselmo y el cabrón que lo matase.

-Como quiera. Pero si era mutilado, ¿por qué entonces tenía tan mala vida?

-Quién sabe –Daudén se alzó de hombros‑. Hay gente que lleva dentro la mala vida. Además, hay algo en la guerra, algo que no podemos comprender quienes no la hemos vivido. Supongo que es el miedo, las privaciones. Pensar que te vas a morir esa misma tarde y sobrevivir a la tarde y a la noche y a todas las demás. Hay gente que, cuando pasan esos tiempos, daría cualquier cosa por olvidarlos. Hay gente que daría cualquier cosa por volver a vivirlos.

Luján pensó en sí mismo. Un tipo que va armado por Madrid sintiendo a veces incluso pánico de tener que usar esa arma.

-Me cuesta creer eso.

-Piénselo dos veces, subinspector. Dos veces. ¿Cuál es el destino del mutilado de guerra? Pues, pensemos: la concesión de un quiosco. Pero la vida en un quiosco es más complicada que en el frente.

-Eso es exagerado.

-Eso es cierto, Luján. Cierto. Hay que caerle bien a la clientela. Hay gente que es tan malhuele que sería capaz de caminar cuatro manzanas para comprar el periódico en otro quiosco. Así que, con el tiempo, has de aprender. Los gustos de cada uno, aquello que les mueve a comprar tal o cual periódico, revista o novelita. La vida es así de complicada, hasta para un quiosquero. A cambio, ¿qué es el frente? O disparas, o te disparan. Obedecer. Es mucho más sencillo.

Escuchando al doctor, el subinspector Luján veía imágenes. Un hombre a cuyas espaldas corrieron cien hombres para tomar una colina a sangre y fuego, hoy, tratando de convencer a una mujer de mediana edad de que comprase una revista. Todo un contraste.

-Creo que entiendo.

-Hay gente que nunca vuelve de la guerra –siguió explicando el médico, que encendía un cigarrillo con el rescoldo del último‑. Ejem, los fumo de dos en dos. Yo creo que Anselmo era un poco de ésos, no sé si me entiende.

Luján asentía.

-Otros tienen nostalgia, otros pesadillas. La mayoría han encerrado lo vivido en una jaula de silencio y, cuando les sacas el tema, reaccionan como una alimaña cuya madriguera amenazases.

En ese punto, el doctor Daudén se paró. Miró la brasa de su cigarrillo, y luego miró a Luján. El subinspector pensó: me está midiendo. Todavía le costaba a Luján acordarse de que era policía, de que iba por la vida enseñando una acreditación ante la que la mayoría de las personas sentían miedo y prevención. Pero fue consciente de que el doctor Daudén estaba preguntándose si hablar o no.

-Doctor –dijo, finalmente, el policía‑. Se lo diré claramente. Estamos en una cafetería, compartiendo una soda y, usted, sus cigarrillos. Usted no está en una sala de interrogatorios. Y si no lo ha estado ya, no lo va a estar.

Los ojos del médico parecían derretirse.

-Señor subinspector, es que…

Dedos temblorosos que apenas sujetan la ruina de una colilla.

-… no estoy seguro de haber cumplido con mis… con mis obligaciones.

Y luego dijo, tan bajo, tan para sí, que Luján casi tuvo que leerle los labios.

-Como español.

Luján le puso una mano en el hombro. Apretó levemente para conseguir que levantase el rostro.

-Hable, doctor. Entre usted y yo, y nadie más.

El médico respiró profundamente, y asintió.

-Señor subinspector: Hay veteranos que sólo saben hablar de la guerra, y otros que jamás hablan de ella. Veteranos que llevan sus heridas con orgullo y veteranos que las detestan. Hay veteranos para los que los campos de Rusia fueron su vida y los que sienten que se dejaron allí la suya. Pero nunca he tenido otro paciente como Anselmo. Otro paciente que tuviese tanto miedo como él.

-¿Miedo? Miedo, ¿de qué?

-Ojalá lo supiera. Le cogí cariño a ese hombre, es, er, era tan… no sé, frágil. Había algo en él que hacía pensar en la persona que ha vivido un destino que no le correspondía. Aunque eso creo que les ha pasado muchos en la…, bueno, que les ha pasado a muchos.

El médico siguió hablando mirando al suelo, como si lo que dijese se lo estuviese refiriendo a sí mismo.

-Anselmo López era cojo. Mutilado de guerra. Pero también era mutilado por otras muchas cosas. La guerra le había impedido completamente para eso que podríamos llamar, no sé, la cotidianeidad.

»En sus raros momentos de sinceridad, solía decirme siempre lo mismo: todo puede volver. Discutimos mucho sobre eso. Estaba claro que ambos teníamos dos formas distintas de ver las cosas. Yo, puede creerme que no le estoy engañando, señor subinspector, yo le decía: Ea, Anselmo, las naciones también resbalan a veces. Nosotros resbalamos, ahora nos hemos enderezado y… ¡a seguir patinando, joder! Él decía que no. Decía: todas las cosas que nos hicieron resbalar siguen ahí.»

-¿Quiere decir que creía en la posibilidad de que los rojos…, ya sabe?

El médico miró al techo, buscando la respuesta.

-Creer es una palabra muy fuerte, señor subinspector. Anselmo López no parecía creer en nada. Pero hay cosas que se notan. Él hablaba de cuando hicimos la guerra y, al hablar de la División Azul, de cuando fuimos a la otra guerra.

-No veo en qué…

-Señor subinspector –interrumpió el médico‑, no me lo ponga más difícil.

-No trato de ponérselo difícil. Es sólo que…

Repentinamente, el médico tomó la mano de Luján, que detuvo en seco sus palabras.

-Señor Luján, Anselmo López era tan falangista como para irse voluntario a la División Azul. Pero hablaba de hacer y de ir a la guerra.

En la cabeza del policía, se hizo la luz.

-No de ganarla –continuaba el médico, mientras él comprendía.

-Quiere usted decir…

-La última vez que me visitó –el médico, más que hablar, salmodiaba mecánicamente, como entregado a un destino‑, el pasado mes de marzo, estaba especialmente nervioso. Tanto, que tuve que hacer algunas combinaciones para poder recetarle algún tranquilizante compatible con su medicación. En esas ocasiones, un médico pregunta cosas. Para valorar la situación, solamente. Pero tienes que llegar lejos. Le pregunté qué había pasado en su vida para empeorar su estado de esa manera. Le presioné un poco, con buenas palabras. Ya sabe, lo del resbalón, lo de seguir patinando. Más cosas que le dije, no sé… Y, de repente, él va y me dice: «Doctor, no me diga más tonterías. Todo esto es una farsa.» Yo protesté. Le dije: Anselmo, vas por un tobogán peligroso, no debes dejarte llevar por esos pensamientos o tú… ‑El doctor comenzó a hablar con voz quebrada por un principio de sollozo, Luján no supo si provocado por la tristeza o por el miedo‑ Pero él me interrumpió y me dijo: «Lo hecho, hecho está. Si no lo hubiera hecho yo, lo habrían hecho otros». Estaba sobre la camilla, yo lo acababa de sedar para intervenir en la pierna. Se lo llevaba el sueño. Musitó: «Aunque me eches a toda la puta Falange encima»… y el resto ya no lo comprendí. Le juro por Dios que no lo entendí.

Carlos Luján respiró profundamente. Aunque me eches a toda la puta Falange encima. No dejaba de ser la duermevela de alguien medio sedado. Podía ser el recuerdo de cualquier discusión con un camarada. Podía ser una frase sin sentido, un simple sueño. Pero, en combinación con todas las demás confesiones del doctor, adquiría otro sentido. Se movió en su silla, hasta quedar de perfil frente al médico. Necesitaba pensar. Apoyó los codos sobre sus muslos y miró al suelo.

-Anselmo López ingresó en Falange en 1940. Pongamos que antes no fuera… tan falangista.

Se volvió hacia el doctor. Pero el doctor había cambiado. A partir de ahí, su sinceridad se secó como un riachuelo en medio del mes de agosto. Respondió a las insinuaciones de Luján con monosílabos y frases huecas. Luján tampoco lo presionó. Para él estaba claro que el médico no sabía nada. Todo lo que sabía, en realidad, lo sospechaba. Y había ido extraordinariamente lejos a la hora de confesarse con un policía a quien, en realidad, no conocía. Pero, si supiera algo más, ¿por qué no referirlo? Había llegado al punto difícil de su exposición: había confesado que, durante años, había tratado a un mutilado de cuya adscripción política no estaba en absoluto seguro, sin denunciarlo. Una vez expuesto a las consecuencias de aquello, todo lo demás daba igual. Si no decía nada más, es porque no sabía nada más. Cuando se despidieron, anochecía.

Eso sí, antes de la marcharse, tuvo el policía que jurar cien, mil veces, que no confiaría aquella conversación a nadie.

Camino de la comisaría, caminando por un Madrid templado y con olor a flores abiertas, Luján repasaba la conversación con el doctor Daudén. Por muy injusto que fuese juzgar de posible rojo a Anselmo López, a un hombre cuyos únicos datos objetivos eran su presencia en la División Azul, sus condecoraciones y mutilación, por muy injusto que fuese, se repetía, no deja de ser racional. Imaginemos, se proponía Luján a sí mismo siguiendo la línea argumental que había iniciado con el doctor, que no era tan falangista. Termina la guerra, la pierde, llegan los tiempos duros. Se apunta a la Falange para lavar su pasado. Tiene tanto miedo de que lo descubran que incluso se presenta voluntario para ir a Rusia. Sobrevive a dos guerras, y lo matan en Madrid, a la vuelta.

Sin darse cuenta, Carlos Luján caminaba cada vez más deprisa por la calle. Sopesando hipótesis. Valorando posibilidades.

Un crimen común. Robo. Al fin y al cabo, el muerto no llevaba nada encima. Pero, probablemente, no llevase nada cuando fue abordado porque, según todos los indicios, era pobre de solemnidad. Un pobre hombre, sin oficio ni beneficio. Además, ¿para qué ocultar de esa manera la identidad del finado? Por lo demás, ¿para qué ocultar entonces el anillo? ¿Cuántos ladrones cortan las manos de sus víctimas?

Una venganza. Contra un antiguo rojo camuflado, un falso falangista descubierto por falangistas auténticos. Las sospechas del doctor eran ciertas, alguien lo descubrió y decidió matar a López para limpiar España de rojos. Pero, en ese caso, ¿por qué quien lo mató no lo denunció, simplemente? ¿Por qué exponerse a ser descubierto y encarcelado por asesinato, aunque fuese de un rojo?

Un ajuste. Contra un antiguo rojo convertido. Sus camaradas acaban con él. Por falangista. En ese caso, López habría sufrido una conversión cierta, pero del pasado llegarían sus antiguos compañeros marxistas para matarlo. Esa teoría tenía la ventaja de ser consistente con el miedo que sentía. Pero, en ese caso, ¿por qué ocultar la identidad del muerto? ¿Acaso esconden los maquis el hecho de haber matado a un guardia civil? ¿No buscarían propaganda con ello? ¿De qué sirve matar un traidor si se lo esconde hasta el punto de impedir que se sepa que era un traidor?

Rojos matando a rojos. Caos, venganza. O necesidad. Un rojo que se hace falangista es, a sus ojos, un traidor. Pero, ¿cuándo, exactamente, comete la traición?

Se paró en seco, tan bruscamente que una mujer que caminaba tras él casi se choca.

-¡Oiga, señor! ¡Casi nos damos!

Él se volvió hacia la mujer. Mediana edad. Todavía bonita. La miró sin ver.

-Hay otra posibilidad.

-¿Cómo dice?

-Otra posibilidad. Hay otra posibilidad.

-Yo no sé de qué me habla, usted…

-Hay más. Más como él. López tenía miedo. Quizá quería terminar con todo eso. Hablar. Confesar. Delatar. Tampoco tenía nada que perder. Una vida de mierda, un futuro de mierda.

-Señor… ¿de qué me habla?

-¡Rojos! Rojos infiltrados. Ellos lo mataron.

La mujer escuchó la palabra rojos como quien recibe dos puñetazos. Abrió la boca, llenó los pulmones y, sin exhalar, musitó un tibio perdone usted y salió de allí todo lo deprisa que su falda, estrechada un poco más arriba de los tobillos, se lo permitió. Luján se quedó solo en medio de la calle, rumiando sus teorías.

Caminó hacia la comisaría. Llegando al portal, su vista se perdió por un momento en la acera de enfrente. De El Lunarcito, el bar donde solían parar los policías antes, durante y después de la jornada, salían unas carcajadas. Distinguió la espalda del inspector Rebollo.

Cruzó la calzada a grandes zancadas.

Rebollo bebía en compañía de otros policías de pie en la barra. Llevaba su americana sobre los hombros. Casi siempre iba así. En invierno, el abrigo o la gabardina. En verano, la americana. Siempre algo sobre los hombros, como el recuerdo o la nostalgia de una capa. Bebía y fumaba mientras, a su alrededor, otros policías hablaban y reían. Estaba Iglesias y también otros compañeros de la Brigada. Uno de ellos, un condenado al Infierno como Luján, llamado Azpíriz, lo vio venir. Lo saludó levantando su vaso de vino. Luján apenas lo vio. Se quedó de pie, frente a la espalda de Rebollo. Si éste se imaginaba que alguien estaba detrás de él, no hizo el menor ademán.

-Inspector, tenemos que hablar –dijo Luján, aprovechando el primer bajón de la animada conversación.

Rebollo se volvió. Lo escrutó con ojos aguanosos. Todas las conversaciones habían cesado. Con el rabillo del ojo, Luján espió el gesto asustado de su compañero del Infierno.

-Mañana –respondió Rebollo, y empezó a darse la vuelta hacia la barra.

Luján lo agarró de un brazo.

-Inspector, creo que Anselmo López era un rojo. Lo mataron otros rojos. Lo cual quiere decir que hay rojos sueltos por ahí, en Madrid. Escondidos, probablemente, detrás de sus medallas de la División Azul.

Alguien quiso reír. Pero la risa murió antes de nacer, probablemente, juzgó Luján, porque Rebollo no hizo ademán alguno de burlarse de sus palabras. La mandíbula de Azpíriz caía sin fuerza.

Rebollo se sacudió suavemente la mano de Luján.

-Creo que el comisario te dijo algo sobre rascarte los huevos, y sobre informarme.

-Señor, lo sé. Pero hoy me ha llamado el doctor Daudén. Es el médico que…

-Sé bien quién es el doctor Daudén, Luján.

Se volvió hacia la barra. Tomó su vaso de vino.

-Mañana –volvió a decir.

Carlos Luján sintió que algo lo dominaba.

-Con todos los respetos, señor. ¿Cómo puede recordar al doctor Daudén? Hace dos meses que no ha movido este caso, así que usted…

-No juegues con lo que no conoces, Luján –contestó Rebollo, sin volverse‑. Eres tú quien no ha hecho nada en los últimos dos meses.

-Si usted ha hecho algo, podría haberme informado.

Escuchó los suspiros. Se dijo: y una mierda. Disciplina, método, y lo que hiciera falta. Aquel muerto era suyo. Aquel caso era suyo.

Rebollo se volvió y lo miró con desprecio. Luego hizo un gesto con su barbilla, hacia su izquierda.

-Azpíriz, tome nota. Mañana hereda usted las notas del subinspector Luján sobre el caso Anselmo López. Él queda relevado del caso.

-Con todos los respetos, señor, eso será si yo…

-Me van a perdonar ustedes –dijo Rebollo, dirigiéndose a sus parroquianos‑. Veo que no voy a tener más remedio que tener unas palabras con el señor Luján.

Luján notó una fuerte presa en la solapa de su americana. La mano se cerró en la tela y agarró también parte de su piel. Le hizo daño. Pero se dejó llevar, en volandas, unos metros más allá, a la calle.

-Escucha, nene –le susurró Rebollo, a pesar de que estaban solos‑. Veinte minutos. Eso es, cuarta más, cuarta menos, lo que me puede costar a mí trasladarte al último rincón de España para que te pases tu puta vida emitiendo cédulas de identidad. ¿Es eso lo que quieres?

-Usted no ha hecho nada por el caso López.

-Eso a ti no te importa.

-Dígame por qué.

-No tengo por qué darte una puta explicación.

-Está bien. Ninguno nos debemos al otro. Así pues, yo soy libre de, antes de irme a tramitar cédulas, contarle lo que sé a quien me dé la gana.

Fue un farol. Tampoco tenía tanto. En realidad, no tenía nada. Todo eran hilos de los que tirar. Lo único medianamente sólido que tenía, había jurado no contarlo, y pensaba cumplir con ese compromiso. Pero Rebollo no lo sabía. Se quedó pensando, a diez centímetros de su cara, mientras Luján seguía de puntillas en plena calle. Pasó un par de minutos, tras los cuales el rostro de Rebollo cedió y le soltó. El propio inspector le alisó las solapas.

-Ese caso es una mierda –dijo, más paciente‑. Comprendo que te aceleres, recién llegado te llega esto, en fin. Pero ahí no hay nada. Averigüé. Más de lo que tú te crees, nene. Hace dos meses que sé muchas cosas de tu fiambre. Yo también soy un buen policía, ¿sabes?

-No lo pongo en duda.

-Sí lo pones en duda. Estás deseando contarme todo lo que has averiguado pero no has averiguado nada porque no hay una mierda.

-Si está tan seguro, es porque lo sabe.

-Lo sé, sí. Tu amigo López era sólo un mutilado de guerra borracho. Al menos eso dijeron los parroquianos habituales de La Chelo, que es un colmado de las barracas pasado el arroyo, por Vicálvaro. Por allí paraba. Me llevé a tres o cuatro a la comisaría. Dos minutos solos en una habitación y se cagan, se mean y cantan lo que haga falta. Ni una hostia hubo que soltar. Créeme, Luján: si fuese un rojo, un conspirador o cualquier cosa, esos tipos lo habrían delatado sin compasión. Pero no lo hicieron. Porque sólo era un borracho y un putero. Una basurilla con medalla.

Luján se echó hacia atrás. Rebollo sonreía.

-¿Cómo… cómo lo localizó?

-Tienes mucho que aprender –sacó un cigarrillo con boquilla y lo encendió; su cara ardió como un crepúsculo de verano durante dos segundos‑. Calcetines.

-¿Calcetines?

-Calcetines. Militares. Con el arma de infantería.

-¿López llevaba calcetines militares?

-Rotos, deshechos. Y ropa muy usada.

Rebollo fumó profundamente, como esperando a que Luján pensara.

-Una donación –acabó diciendo.

Rebollo asintió, sonriendo pero sin soltar el cigarrillo de entre los dientes.

-Calcetines militares negros. Con el arma de infantería. Como sabía que tú tenías otras teorías, preferí dejarte que te cocieras tu propia empanada con ellas. Azpíriz me ayudó. En fin, es un poco lerdo, pero meticuloso. Y terco. El muy cabrón no paró hasta que encontró un cuartel en Madrid que hubiese regalado en los últimos meses pares de calcetines usados, negros y con el arma de infantería. Luego buscó a las monjas que recibieron la donación. Y luego preguntó a los tipos que se pasaban por el convento a recibir ropa y a la sopa boba.

Luján observó el rostro triunfante de su jefe, en la penumbra de la calle tranquila. Ni pudo ni quiso evitar su admiración. Aquél era un detalle de buen policía. No fue capaz de despegar los labios.

-Luján, Anselmo López está muerto. Sabe Dios en qué clase de negocios se puede meter un tipo que no tiene nada que perder, que ha visto la muerte de cerca y que necesita pagar otro vaso de aguardiente como sea. Yo diría que es el tipo de negocios que realizan las personas capaces de las mayores crueldades. Mutilaciones, enterramientos en la basura, esas cosas.

-Está bien –concedió Luján, tragando saliva‑, no me importa reconocer que esa teoría es racional. La más racional, incluso. Pero hay dos cosas.

Rebollo juntó las manos delante de su vientre e irguió el cuerpo, en un gesto que quería decir: está bien, te escucho.

-Una: ¿y si es un héroe de guerra? ¿Y si yo no tengo razón? Un hombre que se fue a Rusia a defender nuestra Civilización, ¿no merece, con todos los respetos, señor, algo más que un par de pesquisas de un recién llegado en una taberna de mala muerte?

-Usted –el tono de voz del inspector cambió con el trato‑ también es un subinspector recién llegado.

-Inspector, sólo dígame: ¿realizó Azpíriz algún esfuerzo por averiguar el domicilio del muerto?

Rebollo se rascó la barbilla. En los siguientes años, Luján tendría tiempo y ocasiones más que suficientes para averiguar que era su gesto cuando se sentía incómodo.

-Desde luego que lo hizo. Sin resultado. Y lo mismo se puede decir de los interrogatorios que dirigí yo mismo en la comisaría.

-Comprendo, señor, pero, dígame. Los parroquianos de El Lunarcito, si nos exceptuamos sus compañeros de trabajo, ¿saben dónde vive usted?

-Yo soy policía –protestó el inspector.

-Cierto. Pero usted sabe que no es por eso. Es normal que alguien que bebe en el otro extremo de la barra y discute de fútbol no sepa dónde vive su contertulio. Pero si ésa era la zona de influencia de López, es lógico pensar que no recorría medio Madrid para beber en un jodido colmao.

Rebollo respondió con el silencio. Torturaba su barbilla.

-Anselmo López fue muerto, tal vez, no le quito la razón, por sus errores. Pero pudo caer por Dios y por España. Algo que, perdone que se lo diga, ni usted ni yo hicimos.

-Hable por usted, Luján.

-Con todos los respetos, señor, también por usted. La lista estuvo abierta hace siete años. Ni usted ni yo nos apuntamos. Anselmo López, sí. No sabemos por qué. Sólo sabemos el final de su historia. Pero lo que sabemos es que marchó a un frente que era tan nuestro como suyo, a defendernos. Ahora, nosotros seguimos la pista de dos putos calcetines, hacemos dos putas preguntas, y nos vamos a quedar tan tranquilos.

Silencio. Largo, paciente. Dos, tres coches pasaron. Rebollo pensaba, le miraba. Pensaba. Le miraba.

-¿Cuál es el segundo comentario? –terminó por preguntar.

Luján se sintió, por primera vez, cómodo en esa conversación.

-He dicho: ¿y si no tengo razón? Pero, ¿y si la tengo?

»Si hemos de creer los cálculos de los forenses, Anselmo López tenía entre 45 y 50 años en el momento de su muerte. O sea, que en la guerra estaba en edad militar. Que no era incapaz lo sabemos porque fue capaz de luchar en otra tres años después de haber terminado la primera. Sin embargo, se afilia a Falange en 1940. Antes nadie sabe nada de Anselmo López. Ni siquiera sabemos si se llamaba Anselmo López. Hay, pues, en su vida dos momentos de absoluta oscuridad: su vida, y su muerte.

»Anselmo López es un misterio casi de principio a fin. Todo ocurre por debajo de la superficie y sólo eclosiona, durante apenas seis o siete años, con ocasión de su afiliación al Partido y su decisión de alistarse en la División Azul. Por lo demás, hay piezas que no encajan en lo que, por así decir, cabría esperar. Franco se ocupa de los divisionarios. Los veteranos de la División, no digamos los heridos y condecorados como López, tienen preferencia para un montón de cosas. No tienen problemas para ser burócratas de los sindicatos, o para obtener concesiones, quioscos, estancos, trabajos en los ministerios. ¿Por qué alguien renunciaría a eso? En la documentación que se nos ha facilitado sobre el seguimiento de López no hay un solo dato de que jamás solicitase otra cosa distinta de aquélla sin la que, obviamente, no podía vivir: tratamiento médico. El doctor Daudén es todo lo que Franco le ha dado al divisionario Anselmo López; pero eso tuvo que ser por deseo de él.

»¿Quién renuncia a las prebendas, a las ayudas? Sólo quien tiene miedo de recibirlas. Ese miedo sólo puede provenir de un sitio: de su pasado. Su oscuro pasado, del que nada sabemos.

»Por otra parte, dentro de las poquísimas cosas que sabemos, sabemos una más: quienquiera que mató a Anselmo López, procuró para su muerte lo mismo que el propio López buscó para su vida: el secreto. Y es lógico pensar, señor, que un deseo tan coincidente tenga los mismos motivos. Asesino y asesinado querían desaparecer, pasar desapercibidos. Así pues, repase, señor inspector, las teorías, pero sólo encontrará una lo suficientemente sólida. Si usted fuese el asesino de López porque le hubiese reconocido después de los años y supiese que fue un rojo asesino, no ocultaría su identidad: la pregonaría a los cuatro vientos. Ni siquiera le mataría: lo señalaría con el dedo para que otros hiciesen ese trabajo.»

Luján calló, por respeto. Pero una leve inclinación de la cabeza del inspector le señaló que no iba a hablar.

-Quien ha matado a Anselmo López lo ha matado por su pasado, pero no quiere que ese pasado se conozca. No hay más que una explicación para eso: ambos comparten ese pasado.

Sólo tras terminar de hablar, Luján se dio cuenta de que le temblaban las rodillas.

Rebollo fue a decir algo, pero un recuerdo abrió antes la boca del subinspector.

-Ya sé que todo eso estaba ahí hace dos meses. Pero ha sido hoy cuando me he dado cuenta, inspector. Ha sido hoy cuando el doctor Daudén me ha dicho dos cosas. Una, que la actitud de López hacia su pasado guerrero en Rusia distaba mucho de ser orgullosa. Dos, que tenía miedo al pasado. Tenía miedo de que el pasado volviese.

Rebollo puso cara de fastidio y negó con la cabeza.

-Cualquier persona con dos dedos de frente tiene ese miedo –protestó, aunque con voz suave ‑. Usted quizá no lo entienda, Luján. Era un adolescente cuando terminó la guerra. Pero en estas mismas calles, mientras usted supongo que se ocultaba de los bombardeos, los propios marxistas se mataron unos a otros. En cualquier esquina podía cruzarse un paseante con un miliciano, y llevar en el bolsillo el carné equivocado podía costar incluso la vida. Nadie en sus cabales quiere esa vida, salvo los rojos sedientos de sangre. ¿No se le ha ocurrido pensar que ése era el miedo de López?

Luján apartó la vista, poniendo en orden sus ideas. El inspector Rebollo no era un toro fácil de torear.

-Señor, con todos los respetos, ¿no se da cuenta de que hay algo que no encaja?

Su jefe encendía otro cigarrillo.

-Usted dirá –masculló, con los labios apretados.

-Entiendo ese miedo. Pero, joder, ¡hemos ganado la guerra! El doctor Daudén hablaba de un miedo más tangible, más presente. Si ése fuese el miedo de López, no sé, haría algo, dentro de sus posibilidades de mutilado, para fortalecer España, fortalecer a Franco. Pero se da a la bebida, y sufre. Teme. Y, para colmo, lo matan.

Tragó saliva. Rebollo le miraba directamente a los ojos.

-Señor, sé lo que pasó en la guerra, aunque fuese tan joven. Pero ahora mismo es junio, 1948. No sé usted, pero yo no espero que ningún tanque ruso doble esa esquina.

-… y López actuaba como si lo temiera –continuó Rebollo, como un eco.

Ambos hombres asintieron mientras se miraban. Rebollo hizo algo que a Luján le pareció un gesto de derroche: tiró al suelo el cigarrillo, apenas empezado.

-Usted gana, Luján. Haremos lo siguiente. Yo hablaré con mis contactos. De momento tenemos que conformarnos con un nombre, tal vez falso; debe usted intentar alguna referencia gráfica, no sé, una foto, algo. Mientras tanto, buscaré a través de mis contactos al Anselmo López de antes de 1940.

-No sé cómo…

-Ni tiene por qué saberlo. Pero hay causas, juicios, denuncias.

-¿Y yo, señor?

-Usted y Azpíriz.

-Con permiso, señor, y perdone que le interrumpa. ¿Azpíriz?

-Azpíriz, sí. Bajo su coordinación y a sus órdenes.

Luján se calló, sintiendo un escalofrío en la espalda.

-Usted y Azpíriz se concentran en dos líneas: Una: camaradas del muerto. Averigüe en la documentación su pelotón, sus mandos más directos, sus compañeros. Vaya a ver a los supervivientes, llámelos por teléfono. Dos: su barrio. Quiero saber dónde vivía ese hijoputa. Quiero saber a qué horas meaba y a qué horas cagaba. Quiero saber lo que comía, a cuántas putas se tiraba.

Luján sintió que la garganta se le agostaba.

-Gracias, señor.

-No me dé las gracias, Luján. Va usted a sudar mierda. Pero al final, y porque usted lo ha querido, sabremos quién coño era Anselmo López, y por qué murió.

Rebollo chasqueó los dedos, como cerrando la conversación, y sin despedirse se dio la vuelta.

Caminaba despacio, erguido, despreocupado, camino del final de la calle, la oscuridad, la paz de la noche de verano.

Carlos Luján se quedó solo en la calle, de pie, no supo realmente cuánto tiempo. Cuando otros compañeros de la taberna salieron y se lo encontraron, le hicieron burlas. Aunque ya era de noche y el ambiente era fresco, él estaba empapado de sudor.

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