miércoles, julio 27, 2011

Franco y el poder (8: el órdago)

Todas las tomas de esta serie:


En la primavera de 1941, como anunciaba en el anterior post sobre este tema, el falangismo irredento cantó órdago. Pero bien es verdad que, viendo las cosas con perspectiva histórica, el órdago en sí ya llevaba la semilla del fracaso. Si algo demostró Hitler en la denominada Noche de los Cuchillos Largos es que la forma fascista de hacese con el poder es llevarse por delante al contrario, no hacerle un jaque e invitarle a dar el siguiente movimiento. El que deja margen de maniobra a su contrario es porque no tiene un control suficiente sobre la situación, y éste es el factor que Serrano y los suyos no parecieron entender.

Si Falange hubiese querido hacerse con España, debería haber dado un golpe de Estado palaciego que dejase a Franco con las manos atadas para actuar; años después, los militares monárquicos imaginarían algo parecido, aunque muy light. Lejos de ello los falangistas, probablemente llevados por el alto concepto que tenían de sí mismos y el bajo que tenían del resto de España, que consideraban se encontraría huérfana sin ellos, lo que hicieron fue darle a Franco más poder del que tenía.

De una forma que no creo que se pueda saber nunca hasta qué punto fue coordinada, la reacción del falangismo en 1941 no fue otra que dimitir. El 4 de febrero, por ejemplo, dimitía Dionisio Ridruejo, conspicuo representante del belicismo profascista dentro del partido; aunque su dimisión no fue aceptada. Un mes mas tarde, formalmente a causa de unas críticas de Serrano, dimitía Pedro Gamero, el visecretario general del partido; renuncia que tampoco le fue aceptada. La Falange más fascista quería la cabeza de Gamero, así pues esta dimisión es, probablemente, el producto de las presiones que sufrió.

Para entonces, los elementos más puramente fascistas de Falange ya tenían clara su tabla reivindicativa. Querían a Serrano en la presidencia del Gobierno y al frente del Ministerio de Asuntos Exteriores. Querían a Falange, probablemente a Salvador Merino, al frente de un superministerio de Planificación Económica Nacionalsindicalista; así como reclamaban el monopolio al frente de los ministerios de Gobernación (Interior) y Educación Nacional. Estas ideas son, en sí, una reivindicación en toda regla de un esquema de España de partido único fascista que dirige los destinos de la nación; aunque, conscientes de formar parte de otra revolución más genérica, los falangistas se avenían a dejarle a otros grupos políticos las migajas del poder, y reservaban para Franco un puesto de florón decorativo. Se podría decir que Serrano soñaba con que Franco fuese su Hindenburg.

Este programa político le fue comunicado a Serrano probablemente en enero. Pero, en marzo, aún no había hecho nada. Lo que le pasaba a Serrano, y no le pasaba al resto de falangistas que creían en él como el futuro Duce español, es que conocía a Franco y sabía que el general no era partidario ni de nombrar presidente del Gobierno, mucho menos en su persona; ni de alterar el delicadísimo equilibrio de fuerzas que era el gobierno de la nación. Aunque 1941 es aún un momento muy previo para hablar de la lucha de la España franquista por conseguir la comprensión internacional, tanto Franco como su entourage no eran ajenos a la realidad de que el país necesitaba niveles de aceptación internacional, y que ésta sólo vendría si convencían al mundo, o por lo menos a la parte del mundo que manda, de que el régimen español era el resultado de una dinámica de oposición a una revolución marxista. Si todo lo que tenía Franco para exhibir a su favor era el ejército, eso le convertiría, a los ojos de Washington y Londres, en un simple y puro dictador bananero (aunque, la verdad, ni a Londres ni a Washington les ha dolido jamás prendas de apoyar a dictadores bananeros). Él quería ser otra cosa: la cabeza de una España anormal creada por una situación anormal, asimismo creada por los comunistas. Ése era el discurso de sus embajadores pero, para sostenerlo, necesitaba que carlistas, monárquicos, clases económicas y otros grupúsculos permaneciesen dentro del régimen, tocando pelo en su cuota de poder. Este hecho es el que hace el fascismo de Franco tan opinable, porque el fascismo siempre presupone la hegemonía de un solo partido, de una sola ideología, de una sola cosmovisión.

Los planes falangistas habrían provocado, de llevarse a cabo, la oposición frontal cuando menos de la Iglesia y del Ejército; y Serrano sabía que, siendo su cuñado calculador como él, no renunciaría a dos apoyos tan sólidos por defender un proyecto ideológico, el fascismo, que además le llevaría a entrar en la guerra. Probablemente Serrano, por lo tanto, sabía desde minuto y medio después de conocer las intenciones de los falangistas, que eran unas intenciones irrealizables. Pero se guardó de decírselo, como se guardó, y mucho, de dimitir del puesto de Viriato de aquella rebelión, movido por su ambición de poder.

El legitimismo falangista esperó unos sesenta días por Serrano. Pasado este periodo, como no viera movimientos en El Pardo, decidió cantar el órdago.

José Antonio Maravall, en ese momento intelectual falangista de libro, publicó el 4 de marzo un artículo conmemorando la fundación de Falange. Su texto es un canto antitecnocrático que demanda el regreso del poder a las manos de los políticos; como puede verse, pues, eso de «dejar espacio a la política» ni es nuevo ni es un discurso propiamente de izquierdas. El 1 de mayo, el subsecretario de Prensa y Propaganda, Antonio Tovar, estrecho y fiel colaborador de Ridruejo, firmó una orden que eximía a la prensa falangista de la censura estatal. En los cinco días siguientes, dimitieron de sus respectivos cargos los hermanos Miguel y Pilar Primo de Rivera, mientras que Serrano pronunciaba un discurso público, en Mota del Cuervo, reclamando todo el poder para Falange. Miguel Primo, en su carta de dimisión, afirmaba amargamente que «la política de España dfiere notablemente del pensamiento de aquél que nos puso a todos los hombres de la Falange en ardoroso servicio». En mayo de 1941, no se podía imaginar peor acusación para un régimen como el de Franco como el de haber perdido las esencias joseantonianas. La carta de Pîlar era aún más amarga; de hecho, la hermana de José Antonio se destacó, por aquella época, por ir a las conmemoraciones de falangistas muertos durante la guerra a hacer discursos duros en los que preguntaba si había tenido sentido su martirio. Casi todas estas palabras, obviamente, las olvidó en sus memorias, escritas muchos años después.

En realidad, lo más importante es el discurso del 2 de mayo de Mota del Cuervo por parte de Serrano. El superministro quiso aparecer en aquel acto, que conmemoraba un mitin de José Antonio en la misma localidad, como el gran enemigo del retractilado del régimen que, dijo, algunos querían convertir en un «ciempiés eclecticista», tras lo cual llamó a los falangistas a «levantar su ira y su orgullo», en una llamada un tanto metafórica que no puede interpretarse como una alución rebelde; pero tampoco como un signo de acendrada disciplina.

Serrano quiso decirle a Franco en Mota del Cuervo: a estos tíos que andan cabreados los mando yo. Y Franco dijo: tomo nota.

Ignoramos en su práctica totalidad el tráfico de llamadas y audiencias privadas que tuvo el general entre el 3 y el 5 de mayo, sólo tres días pues, pero cabe adivinar que fueron bastantes y que en las mismas no faltaron monárquicos y carlistas coléricos, cardenales sibilinamente reivindicativos, militares cabreados y embajadores cautelosamente inquietos. Y digo que debieron ser muchas porque el movimiento de Franco no deja lugar a dudas. El día 5 nombra ministro de Gobernación, puesto que llevaba tiempo vacante pero que en la práctica controlaba Serrano; así pues, le quita un ministerio a su cuñado y, además, lo hace para nombrar al coronel Valentín Galarza, antifalangista declarado.
Siguen las dimisiones. En Málaga, dimite el gobernador civil, José Luis Arrese. José Antonio Girón, que preside la Hermandad de Ex-Combatientes, no dimite, pero pronuncia públicamente palabras muy amargas. A la llegada de Galarza a Gobernación, Antonio Tovar, teórico subordinado suyo, dimite, y lo hace tamnbién José Lorente Sanz, subsecretario del ministerio. El coronel Galarza sustituye a éste con Antonio Iturmendi, un carlista que tendrá un largo recorrido en los gobiernos franquistas; pero el nombramiento es importante por lo que demuestra de voluntad de des-falangizar el mando policial.

Lorente Sanz, por cierto, recibió la oferta de Franco de ser subsecretario de la Presidencia, cargo que rechazó. Ese rechazo permitió el acceso a dicho cargo de un militar cercano a Franco que, con los años, plantaría en el suelo las vigas maestras de la tecnocracia: Luis Carrero Blanco. Se puede decir, por lo tanto, que la rebelión falangista de 1941 provocó la eclosión de una nueva clase política, los franquistas propiamente dichos, que gobernarían el país durante las siguientes tres décadas.
Pero las cosas no iban a quedar ahí. Arriba, el periódico falangista por excelencia, publicó un artículo titulado: Puntos sobre las íes: el hombre y el currinche, artículo que todos los historiadores atribuyen a la pluma de Ridruejo. Por currinche deberíamos leer, hoy, soplagaitas, o similar. Todo el artículo estaba destinado a demostrar que Galarza era eso: un soplagaitas. El 10 de mayo, Galarza ordena a Pedro Gamero que una serie de gobernadores civiles, procedentes del nuevo falangismo, sean nombrados jefes provinciales del partido. Gamero se niega. Mientras tanto, Serrano está en campaña contra el ministro de Hacienda, Larraz, a quien considera el mayor enemigo de las iniciativas nacionalsindicalistas; Larraz, abrumado por las presiones, se va a ver a Franco ese día 10 y le dice que se abre.

Todo parece indicar que Serrano estaba esperando la entrada de España en la guerra como movimiento que sacaría a Falange del marasmo y dejaría de una vez por todas de igualarla con otras sensibilidades políticas del franquismo. Es posible que a principios de 1941 pensase que Franco estaba maduro para tomar la decisión, pero lo cierto es que Franco, si alguna vez llevó la decisión de entrar en la guerra más allá del campo de los deseos personales, en esos meses cambió de idea. Al Francisco Franco de mayo de 1941 son muchos, sobre todo en su propio estamento militar, los que le han convencido de que entrar en la guerra es la mejor forma de darle la vuelta a la tortilla de la guerra civil española, además a cambio de unas cesiones territoriales que claramente Hitler no podía conceder.

En tales circunstancias, cualquiera en la posición de Serrano habría pactado. Mejor cola de león que cabeza de ratón, se suele decir. Estaba en condiciones de pactar lo suyo, y todo lo que tenía que hacer era dejar en la estacada a los legitimistas (algo que algunos de ellos, como Arrese o Girón, acabarían por hacer). Pero, no. Era demasiado ambicioso para eso. El órdago estaba sobre la mesa, y, a pesar de que Franco hacía como que no lo había oído, él estaba decidido a dejarlo bien claro.
El ministro-presidente dimitió.

Movimiento erróneo. Muy, muy erróneo. El problema de los malos maniobreros es que actúan siempre como si el de enfrente estuviese atado de pies y manos. Un mal jugador de ajedrez es capaz de diseñar su juego si el contrincante no moviera sus piezas; un buen jugador de ajedrez estima cuáles van a ser los movimientos de su contrario, y adapta su juego a ello.

Serrano actuó en 1941 como si Franco fuese un papahostias que, acojonado en El Pardo tras su mesa de despacho, no hiciese movimiento alguno. Lo cual no se entiende, porque si alguien había visto al ferrolano subir, subir y subir desde aquel lejano día en que entró en el mar canario hasta mitad del muslo para subirse al Dragon Rapide, ése alguien era Serrano. Tenía que saber que su cuñado era algo más que una voz de pito y formación de academia militar.

Para cuando Serrano exhibió, ufano, su dimisión, se encontró con la desagradable sorpresa de que Franco había segado la hierba bajo sus pies. Había hablado, personalmente, con tres conspicuos legitimistas (Miguel Primo, Girón y Arrese) y les había ofrecido ser ministros, con lo que los tres andaban, para entonces, empalmados por las esquinas de Madrid. Así las cosas, Serrano sufrió lo que algunos denominan síndrome del general Custer: te lanzas, sable en mano, con tu caballo, a por los indios, y cuando estás a menos de cien metros de cien mil pieles rojas, miras atrás y descubres que estás solo; tus compañeros te han abandonado.

Serrano retiró su dimisión, pero estaba herido de muerte políticamente. Ahora Franco sabía que era débil. El 19 de mayo hubo cambio de gobierno, en el cual entraron Arrese, Primo de Rivera y Girón. Ni siquiera Serrano pudo quejarse. Fueron cesados Gamero y Larraz. Falange tenía más carteras que nunca. Sin embargo, ahora esas carteras estaban formadas por hombres que se habían hecho franquistas. Serrano estaba solo.

Bueno, le quedaba Salvador Merino. De momento.

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