miércoles, julio 20, 2011

La cuestión sinóptica

Imaginemos por un momento que, tras la celebración de un gran concierto de rock, diversos grupos de personas que no pudiesen contactar unos con otros se dedicasen a comentar entre los miembros de cada grupo las vicisitudes de dicho concierto. Todos ellos serían aficionados al rock, pero cada grupo, lógicamente, tendría sus preferencias. Unos serían más partidarios de un rock más duro y, consecuentemente, tenderían a comentar en sus correos las intervenciones de aquellos grupos duros; y otros gustarían más de las baladas rockeras, por lo que destacarían más éstas.

Pasado el tiempo, y conforme aquel concierto fuese haciéndose mítico, personas, cada vez más personas, interesadas en él, no habrían asistido directamente. Con el tiempo, incluso, muchos ni siquiera estarían vivos o serían muy niños cuando el concierto tuvo lugar. Estas personas (en un entorno sin música grabada, claro), todo lo que tendrían para rememorar el concierto serían los viejos correos electrónicos que sus padres, y los amigos de sus padres, escribieron un día contando lo que vieron en el concierto. Pronto, los partidarios del rock duro comenzarían a buscar y acopiar los correos, o trozos de correos, que hablasen del rock duro; y los de las baladas, los que tratasen sobre las baladas. Y un día, cuando ya fuesen muchos los interesados en aquel concierto mítico y ya no quedase gente viva que pudiese contarlo, alguien, o varias personas, acabaría por asumir la tarea de compilar y resumir los materiales que tuviese a mano, muchos de ellos relatos de relatos de relatos, y los convertiría en una historia coherente de cómo se desarrolló y en qué consistió aquel concierto.

Acabamos de describir, mutatis mutandis, el proceso de creación de los cuatro evangelios que nos cuentan la vida de Jesús, el Hijo de Dios y Mesías de la Humanidad. Y se parecen, probablemente, a la vida real de Jesucristo (si es que existió, claro), lo mismo que el relato final de aquel concierto se parecería al concierto real.

Conste que en el fondo da igual. La mayoría de quienes hemos dejado de creer lo hemos hecho, al menos en parte, a causa de la presión proselitista de la Iglesia para que creyésemos; y sería del género idiota responder a ello tratando ahora nosotros de convencer a quienes creen para que no lo hagan. Personalmente, la imagen del no creyente que parece pasarse el día entero preocupado por que otros crean me parece patética. Para los cristianos, lo realmente importante de la buena nueva, es decir de los evangelios, es que portan la verdad revelada; si sus autores, realmente, fueron apóstoles, personas cercanas a Cristo o mediopensionistas; y si los detalles de la vida de Jesús que cuentan son o no verídicos, son cosas que les importan poco, o deberían al menos. Éste es, al menos, el enfoque discutido en el Vaticano II, que renunció definitivamente a mantener la teoría, bastante endeble, de que los cuatro evangelios son la obra de cuatro hombres.

Los expertos en la materia saben, en realidad, pocas cosas de los evangelios en su origen. Saben, por ejemplo, que, en las primeras versiones que se conservan, los cuatro evangelios son reproducidos aparte, por lo que parece insinuarse que cada uno de ellos procede de creencias, o sub-creencias distintas. Esto se aprecia en diversos episodios evangélicos, como por ejemplo aquél en el que Jesús cura las fiebres de la suegra de Pedro, que aparece en dos de los evangelios sinópticos (Marcos y Mateo) como un milagro taumatúrgico (Jesús le toma la mano a la enferma y al instante cura), mientras que en Lucas aparece como un rito de exorcismo (Jesús le increpa a la fiebre que, acojonada, escapa del cuerpo de la enferma). Estas pequeñas variaciones pueden estar relacionadas con la demanda habitual en las iglesias para las que fueron escritos los evangelios.

También saben los expertos, y hasta los que no son, que la consideración canónica de los cuatro evangelios es relativamente tardía, del siglo IV; y que, hasta entonces, estos textos o prototextos hubieron de convivir con multitud de tradiciones orales, otros textos que hoy ya no tenemos, y aproximadamente una decena más que conocemos hoy, en todo o en parte, y que forman el mundillo de las escrituras apócrifas de los primeros tiempos.

Los evangelios, canónicos o apócrifos, responden claramente a una necesidad. Las primeras misas o reuniones de la ecclesia precisaban de este tipo de materiales pues algún testimonio nos ha llegado (así, el de Justino) de que el centro de dichas reuniones era la lectura de los recuerdos de los apóstoles y los escritos de los profetas. No parece existir, por lo tanto, un culto tan centrado en la figura de Jesús ni otros elementos hoy de gran importancia, como la Eucaristía. El caso es que, obviamente, la lectura de textos sobre la vida y enseñanzas de los primeros cristianos exigía la existencia de éstos.

Aunque pueda ser seductora la posición de colocar a los evangelios apócrifos a la misma altura que los canónicos, ello no respondería totalmente a la verdad. En primer lugar, algunos evangelios apócrifos no son propiamente evangelios en tanto que biografías del personaje Jesús, unidas a la formulación de algunas de sus máximas morales. Así, el llamado Evangelio de la Verdad es una especie de cábala gnóstica que apenas tiene elementos biográficos. Pero el gran argumento, sin lugar a dudas, es el hecho de que, ya antes de la llegada del año 200, los cuatro evangelios canónicos, en su expresión del momento, eran ya los textos mayoritariamente utilizados por los cristianos occidentales; mientras que en Oriente Medio se prefería, eso es cierto, el llamado Diatessaron de Taciano, que de todas formas era una especie de evangelio ecléctico de los otros cuatro.

El por qué de ese éxito es, a mi modo de ver, bastante fácil de explicar. Mientras que algunos de los evangelios apócrifos llegan tan lejos en la reproducción imaginativa de la vida de Jesús que se hace imposible creerlos (así, muchos textos que tratan su infancia, y que lo convierten en una especie de Harry Potter con mala leche), los evangelios canónicos no sólo reproducen escenas más o menos creíbles sino que, además, dibujan a un Jesucristo que es algo así como el paso a la excelencia del judaísmo. Al engarzar cristianismo y judaísmo, pero sin hacer depender a aquél de éste, estamos encontrando, siempre según mi opinión, la huella honda del paulismo. Pablo de Tarso es, efectivamente, el teórico que se da cuenta de que no se puede construir una religión universal (o sea, católica) a partir del rigorismo hebreo, y la supera, pero sin abandonar sus raíces para que la creencia no sea en exceso radical. El éxito de los evangelios radica en gran parte en ser el instrumento de esta estrategia, que ha durado 2.000 años.

En la formación del cristianismo, aquéllos que consideraban el judaísmo un elemento menor o incluso no relacionado, como es el caso de Marción, acabaron por fracasar; y las crónicas que hablaban de un Jesús descendiente de la estirpe de David, rey de los judíos y protagonista del mito mesiánico de los hebreos, es decir los evangelios, acabaron por triunfar. Entrado el siglo IV, Eusebio de Cesarea puede afirmar ya, sin mácula de error, que el proceso de consolidación de los evangelios de Marcos, Mateo, Lucas y Juan está terminado.

No obstante lo dicho, pervive la cuestión sobre la prevalencia, en el tiempo, entre los evangelios, pues éstos no son en modo alguno fruto del mismo tiempo. Como cualquier lector atento del Nuevo Testamento descubrirá, en realidad entre los evangelios hay dos grupos. Tres de las versiones de la vida de Jesús se parecen bastante entre sí mientras que una cuarta, el llamado evangelio de Juan, tiene un objetivo bien distinto y un estilo diferenciado, más discursivo y menos narrativo. Por esto, la exégesis ha tratado siempre los tres evangelios en conjunto, razón por la cual los llama sinópticos, y ha tratado aparte las semejanzas y diferencias del llamado evangelio de Juan. Si os quedan ganas después de leer este post, otro día nos podemos meter con la versión Johnny de la vida de Jesús.

Así pues, tenemos los evangelios de Marcos, Mateo y Lucas; los cuales, eso lo podemos tener por seguro, no son, tal y como los conocemos hoy, como fueron en su origen, los escribiesen las manos que los escribiesen (que ésa es otra). ¿Por qué estamos tan seguros? Pues por la simple razón de que, hoy por hoy, la investigación está bastante segura de que los evangelios fueron escritos unos 40 años después del día hipotético en que Jesucristo fue crucificado y resucitó de entre los muertos. Es decir, más o menos la distancia que media entre el día presente y la muerte (afortunadamente, no seguida de resurrección alguna) de Francisco Franco.

Si las personas que hoy tenéis veinte o treinta años no contaseis ni con libros ni con reportajes de la tele para conocer aquellos días; si todo lo que tuvieseis fuesen las rememoraciones de vuestros abuelos y padres, repetidas una vez y otra en la barra del bar cuando se hablase del tema, es bastante obvio que lo que existiría serían versiones muy diferentes de lo ocurrido que, sin embargo (éste es el argumento de hierro de la mayoría de los exégetas, puesto que son creyentes), no diferirían en lo fundamental. En todos los relatos, Franco se moriría en la madrugada del 20 de noviembre de 1975; en todos los relatos, habría unas exequias y una proclamación de Juan Carlos de Borbón como rey de España. Sin embargo, es probable que en unas versiones Franco muriese de un ataque al corazón, en otras de un cáncer, en otras de un susto. Con 40 años de por medio para rememorar y especular, es lo menos que podría ocurrir.

La vida de Jesucristo fue, durante cuarenta años en los cuales la práctica mayoría de sus contemporáneos fallecieron, cuestión de repetición oral. Incluso décadas después, todavía muchas reuniones de fieles concedían más importancia y veracidad a lo que los ya ancianos contemporáneos del Mesías contaban de sus tiempos que a lo que estaba escrito en los papiros, raramente en los códices porque entonces editar libros era carísimo. Allá por el año 70 de nuestra era, una o varias personas, en mi opinión probablemente obispos o dirigentes eclesiales en general, decidieron dar carpetazo a aquella variedad estragante y, además, responder a la creciente demanda de los fieles por saber cosas de la vida de Jesucristo. En efecto, aquellos gentiles, de bajo nivel cultural al tiempo que sólidas ambiciones creyentes, con seguridad atosigaban a sus padres eclesiales, conminándoles a contarles si Jesús vestía de rojo o de verde, si Jesús hablaba con acento galileo, o qué tal se le daba a Jesús la Playstation. Es ésta una demanda muy humana que hoy en día conocemos como fenómeno fan.

Para saber si hubo un texto, un único texto que lo empezó todo, la Antigüedad debería ser un periodo más conocido de lo que lo es. Lamentablemente, hoy no disponemos nada más que de una pequeñísima parte de los papiros que un día circularon por iglesias y comunidades del orbe conteniendo los primeros relatos de la vida de Cristo, y esto es algo que la arqueología podrá mitigar, pero no solucionar, porque las cosas son como son. Nuestra antigüedad es hoy, literalmente, polvo.

En los tiempos en los que Agustín, el obispo de Hipona, andaba dándose paseos por la orilla del mar, el evangelio más común y popular era el que llamamos de Mateo (y a mí, al menos, paréceme lógico. Es el más divertido de leer); lo cual hizo pensar al buen prelado que aquél era el texto original del que habían bebido Marcos y Lucas. Con los años, no obstante, la cosa ha ido cambiando.

Mateo, Marcos y Lucas comparten aproximadamente unos 300 versículos que son casi literalmente iguales. Eso es como la mitad de la descripción de Marcos y un tercio de la de Mateo y Lucas. Mateo y Marcos comparten 180 versículos más, y Lucas y Marcos, 100 versículos. Mateo y Lucas comparten 230 versículos que no se encuentran en Marcos y que, es un dato importante, casi en todos los casos describen dichos de Jesús o anécdotas de su vida. En Marcos hay 51 versículos que no se encuentran en ninguno de los otros dos evangelios; en Mateo, 330; y Lucas, finalmente, cerca de 500.

El evangelio, por lo tanto, que más puede encontrarse en los otros evangelios, es el de Marcos. Eso, unido a que es notablemente más corto que los otros dos, ha abonado desde hace mucho tiempo la tesis de que Marcos es el primer evangelio, que sirve como fuente a los otros dos. El argumento es lógico: cuando otros relatores escriben nuevas vidas de Jesús, lo normal es que amplíen los datos sobre la misma, no que los reduzcan, como de hecho ocurriría si Agustín de Hipona tuviese razón.

Existe otro factor que han destacado los exégetas: cuando Mateo y Lucas relatan las cosas que relata Marcos, lo hacen con la misma estructura y orden (indicio de que lo que hay es, prácticamente, una copia, o intertextualidad como se dice ahora, apenas aderezada con tradicionales nuevas o locales); sin embargo, cuando Mateo y Lucas cuentan ambos lo mismo, pero eso que cuentan no está en Marcos, no coinciden en la estructura; lo cual hace pensar que esos materiales, si están tomados de una fuente común, tienen que serlo de una fuente común menos elaborada que el evangelio de Marcos; menos novelada, diríamos hoy.

Cualquiera que se tome la molestia de leer una versión sinóptica de estos tres evangelios, por lo tanto, acabará encontrando tres tipos de versículos o materiales narrativos: los que aparecen en los tres evangelios, que parecen seguir casi a rajatabla lo escrito en Marcos; los que se encuentran en Mateo y Lucas que, como ya he dicho, se corresponden con dichos y anécdotas; y los que son propios de cada versión y no aparecen en las otras dos.

Este entramado de contenidos se explica razonablemente bien si aceptamos la hipótesis de que Marcos fue el primer texto, del que surgieron los otros dos en buena parte, aunque sus redactores incluyeron otros materiales, materiales que no pocas veces son divergentes. Por ejemplo, el evangelio de Marcos no dice nada de la infancia de Jesús que, sin embargo, sí es tratada en Mateo y Lucas, aunque de formas bastante diferentes (de todas formas, la existencia de apócrifos dedicados a la infancia del Cristo demuestra que era un tema muy demandado por los fieles, así pues fácil fruto de las elaboraciones diversas).

En ocasiones, la reproducción de los relatos es imperfecta, revelando que ha habido copia pero que, por alguna razón, se han cometido errores en la misma. Es lo que ocurre, por ejemplo, con el milagro de la curación del leproso. En Marcos, Jesús realiza este milagro y, tras hacerlo, advierte al ya ex leproso de que no lo vaya contando por ahí. Mateo, sin embargo, sitúa el milagro tras el sermón de la montaña y dice que Jesús lo realizó cuando estaba rodeado de gente; aún así, reproduce la advertencia al leproso, lo cual no tiene mucha lógica teniendo en cuenta que, de creer este evangelio, la curación se produjo delante de centenares, si no miles, de personas. Parece obvio que el texto más lógico sea el original.

A partir de la investigación, la cuestión sinóptica, esto es la relación entre los evangelios, ha sido explicada de formas diversas.

Una teoría, quizá la más exitosa, defiende que los evangelios son el fruto de la influencia de dos documentos: el propio evangelio de Marcos y el denominado documento Q, o documento fuente (la Q viene de Quelle, fuente en alemán), que sería una colección de dichos de Jesús que se ha perdido (al menos de momento). Así, el documento Q había influido en Mateo y Lucas, pero no en Marcos, el cual, asimismo, sería la base de los mismos Mateo y Lucas. Esta teoría presupone la existencia de dos documentos más, que contendrían las tradicionales propias de Mateo y Lucas que sólo son citadas en cada uno de los evangelios.

Esta teoría es notablemente atractiva, especialmente para quienes no tienen ni idea porque todo eso de un Documento Q perdido para siempre que sería el origen de todo ha hecho que un montón de mistabobos, paranormales y cuartomilénicos de vía estrecha hayan salivado por las esquinas imaginándose chorradas a lo Dan Brown. Lejos de ello, el documento Q sería un documento no narrativo, es decir carente de la ambición del evangelio de contar la vida de Cristo de la A a la Z, sino un simple florilegio de dichos del Salvador, quizá concebido para ser leído en las asambleas de creyentes. Uno de los consejos de Jesucristo que se supone formaba parte del famoso Q es ése tan famoso de «dejad que los muertos entierren a sus muertos». Y parece lógico considerar que, siendo los redactores evangélicos como eran apasionados creyentes de la primera iglesia, reprodujesen en los textos que hoy conocemos todo aquello del Q que considerasen relevante. Así pues, el documento, si existe y, además, es encontrado algún día, difícilmente desvelará que Jesucristo era, en realidad, un representante de ropa interior de Ganímedes en viaje de negocios por la Tierra. Lo lamento por las gentes proclives a las medias verdades o las mentiras procaces, pero así está el tema.

Los investigadores modernos que prescinden del Documento Q proponen una interpretación relativamente simple, por la cual de Marcos sale Mateo, y un tercer redactor, o equipo de redactores, conociendo ambas obras, redacta el evangelio de Lucas.

Otra de las teorías sostiene que, en realidad, las diferencias entre Mateo y Lucas se explican por la existencia de una versión perdida del evangelio de Marcos, que se denomina, según la teoría, Protomarcos o Deuteromarcos.

El que conocemos como evangelio de Marcos sería una copia del Protomarcos realizada por alguien que conocía el Documento Q. Mateo provendría directamente del Protomarcos mientras que, para poder explicar ciertas diferencias que hay en Lucas para la recepción de algunos materiales, el evangelio de Lucas sería el resultado de una copia del Protomarcos realizada por alguien que también conocía Q y tomó materiales de él. Esta teoría, a poco que se mire, parece estar insinuando, que no sería ninguna idiotez por otra parte, la existencia de más de un documento Q.

El Deuteromarcos, por su parte, sería una versión surgida del evangelio de Marcos y, por lo tanto, intermedia; la cual, junto con el Q, sería la fuente combinada tanto de Mateo como de Lucas.

Estas dos teorías tienen la especial virtud de explicar algo que la teoría del doble documento deja en el aire, y es el hecho de que en el evangelio de Marcos hay materiales propios no tomados por Mateo ni por Lucas. En la teoría del Protomarcos, estos materiales habrían sido añadidos al texto de Marcos, digamos, «al mismo tiempo» que Lucas y Mateo se estaban escribiendo, y de forma descoordinada con dicha escritura (es decir, el redactor de Marcos desconocería que Mateo y Lucas estaban siendo escritos). Y, en el segundo caso, el Deuteromarcos habría eliminado esos materiales para ser posteriormente utilizado por los redactores de Mateo y Lucas. Esta última hipótesis es, para mí, la más endeble, porque supone admitir que se dio un paso de resumen (o sea, se creó un segundo texto más incompleto que el primero).

La llamada hipótesis de los dos evangelios es la de Agustín de Hipona y algún investigador moderno. Según ella, el evangelio original sería el de Mateo. Marcos sería una especie de versión resumida de Mateo, y Lucas sería la obra de un redactor que conocía ambas obras. Los primeros exégetas, asimismo, creían que esta teoría era cierta, sólo que consideraban que el evangelio surgido de Mateo fue el de Lucas, y que Marcos era el escrito realizado con materiales de los otros dos. Como ya he dicho, esta teoría no tiene mucha solidez, teniendo en cuenta que supondría aceptar que el redactor del evangelio de Marcos desechó mogollón de tradiciones y materiales de sus evangelios fuente; a pesar de que, como buen creyente, consideraba a esos escritos portadores de la Verdad de Dios. Cuesta imaginar a un amanuense piadoso de Dios cercenando sus palabras, hechos y enseñanzas.

Con todo, la investigación de una realidad tan inaprehensible como ésta tiene que tener en cuenta el hecho de que, como decía párrafos más arriba, las cosas que no sabemos son muchas más que las que sabemos. Admitir este hecho supone ingresar en un proceloso mundo de hipótesis que implican la existencia, una vez, de documentos que hoy no podemos ver. Así, se postula que, en los tiempos realmente cercanos a la muerte de Jesús, existiría el famoso documento Q y otros tres más, denominados A, B y C, con relatos evangélicos; si bien no serían documentos totalmente independientes puesto que, para que la teoría cuadre, es necesario que B sea, de alguna forma, una nueva versión de A.

La conjunción de B y A habría generado un evangelio de Marcos hoy perdido; la de A y Q el de Mateo, también perdido; y B, C y Q serían el origen de un primer evangelio de Lucas, que tampoco hemos encontrado nunca; lo cual explicaría, efectivamente, que Lucas, sin perder su vinculación primigenia con la fuente marquiana, sea tan largo y «libre».

Finalmente, el evangelio de Mateo que conocemos sería el resultado del Mateo desconocido y el Marcos desconocido. El evangelio de Marcos conocido sería una versión resumida del Mateo que no conocemos. Y, finalmente, el evangelio de Lucas que conocemos habría sido escrito por alguien que conocía el evangelio perdido de Marcos y el evangelio perdido de Lucas.

De alguna manera, por lo tanto, la exégesis opera como la química en su día cuando se elaboró la tabla periódica, o la física de partículas. Presupone, a partir de la lógica de sus análisis, la existencia de documentos que nunca ha visto ni localizado. Esto es lo que, a mi modo de ver, la hace tan interesante: un nuevo descubrimiento, mañana mismo, lo mismo puede confirmar las teorías, que ponerlas patas arriba.

En fin, si has llegado hasta aquí, tal vez estés en el mismo punto en que estabas en la primera línea. Pero consuélate pensando que, la próxima vez que tengas frente a ti a un diletante gilipollas de ésos que todo lo saben, podrás interrumpirle y preguntar con cara inocente: «Oye, y tú... ¿qué opinión tienes de la cuestión sinóptica?»

De nada.

Post Scriptum: Si eres creyente, aficionado a la Teología, eres sacerdote o te has cambiado, ya mayor, el nombre de pila por Benedicto, ¿podrías recomendarme en privado alguna sinopsis evangélica en español y/o inglés y/o francés y/o latín? Caprichitos que tiene uno...

6 comentarios:

  1. Anónimo5:15 p.m.

    Existe una frase, creo que es de Goethe, que dice:"Hay libros que no parecen escritos para que la gente aprenda, sino para que se entere de que el autor ha aprendido algo".

    En la humilde opinión de este entusiasta seguidor del blog Historias de España, últimamente la cosa va de capa caída.

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  2. Anónimo7:38 p.m.

    ¿milagro traumaturgico? hombre si hubiera tenido un trauma, pero tenía fiebres, sería taumaturgico si acaso

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  3. Para Completar la cuestión, hay que señalar que en la biblioteca gnostica de Nag Hammadi, se encontró un evangelio de Tomas que, curiosamente, es una colección de dichos de Jesús con un parecido más que sorprendente a los dichos que aparecen en los sinópticos.

    En otras palabras, se parece mucho a la postulada fuente Q y parece tener también la antigüedad adecuada (el resto de documentos de Nag Hammadi es muy posterior). Sin embargo, no quiere decir que sea la fuente Q, ya que siempre existela posibilidad de que alguien haya hecho un refrito de los sinópticos, aderezándolo con convicciones protognósticas.

    Sin embargo, no deja de ser curioso que tengamos algo que se parece a lo que esperaríamos, con todas las prevenciones y dudas que queramos añadirle.

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  4. Considerando que hablamos de tiempos en los que 50 kilómetros era medio mundo, lo cual hace que las diferentes ecclesias tuviesen que funcionar con sus propios materiales; y considerando que los dichos son un elemento fundamental de la doctrina cristiana, ¿no deberían existir decenas, si no cientos, de documentos Q?

    Lo planteo de otra manera: ¿existía una sola doctrina, llamémosla "sinóptica"; o es que esa doctrina sinóptica es la única que nos ha llegado de un conjunto de muchas?

    A mí me parece que ésta es la gran pregunta de la exégesis. Y las diferentes contestaciones son muy interesantes.

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  5. Tengo la impresión de que la respuesta a esa pregunta ya la tenemos.

    Es decir, si cogemos los manuscritos del Mar Muerto se descubre que para un mismo documento de la Biblia(por ejemplo Isaias) existían multitud de versiones, incluso con diferencias dramáticas entre ellas... y todo eso dentro de una comunidas que se suponía cerrada y solidamente unida como los Esenios y restringida a um momento histórico muy concreto (o si suponemos que Qumram es distinto de los Esenios dentro de un judaismo del segundo templo limitado a la Palestina de los siglo IIa.C al I d.C)

    Es más, no nos hacen ni falta los manuscritos del Mar Muerto, si tomamos a Josefo en sus Antiquiedades, se comprueba que lo que nos narra es lo que se cuenta en la biblia, pero no es igual, señalando a múltiples tradiciones en vigor.

    Todo ello sin entrar en el problema de que el Oriente romano era una sociedad multilingue con textos que eran traducidos de y a al Siriaco, Arameo, Griego de la Koine, o Copto, con todos los errores de traducción que eso conlleva, como muestra, de nuevo, un texto de Nag Hammadi en el que se traduce al copto un fragmento del Fredo de Platón... ¡y acaba diciendo lo contrario del texto original!

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  6. No exageremnos la falta de movilidad de los antiguos. Para el 90%, 50 kilometros serian una inmensidad, pero los que contaban eran los comerciantes, los soldados, los sofistas, que se recorrian medio Imperio.

    Teniendo en cuenta a esos individuos, no veo porque tendriamos que imaginar muchos Q diferentes. Mas bien funcionarian por "familias": los Q de la zona de Jerusalen, los de Antioquia. Los Q de cada zona serian casi similares, pero tendrian diferencias con los de las otras.

    Esto se podria aplicar a los sinopticos: Mateo es un evangelio escrito en una zona donde cristiano= judio; Juan, en cambio, ademas de ser posterior, procede de una zona mas influida por la filosofia griega y donde los judios son una minoria extrana.

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