jueves, marzo 26, 2015

Richelieu (5: dimes, y también diretes)

Recuerda que ya te hemos contado los primeros pasos de la férrea voluntad de Richelieu, así como el estreno de Richelieu como político en los Estados Generales. Luego le hemos visto ascender a secretario de Estado, y después cómo el obispo eligió mal el bando, y estuvo a punto de irse por el desagüe de la Historia.

La caída en desgracia de Concino Concini fue un grave peligro para Richelieu, puesto que, por primera y única vez en su vida, había elegido el bando equivocado en un enfrentamiento. Sin embargo, también le vino bien porque Luis XIII no quiso prescindir completamente de él, a pesar de que era bastante evidente que no se fiaba del obispo; lo cual tuvo como consecuencia que le encomendase la misión de ser el negociador entre él mismo y su madre. Fue Richelieu, en efecto, quien negoció con la Corte las condiciones del exilio de María de Medicis a Blois; fue él el nombrado jefe del Consejo de la Reina; y fue él, finalmente, quien la vio partir de París, un 3 de mayo, para acompañarla algunos días después.


Una vez que la reina se estableció en Blois, Richelieu, para quien estaban bien claras las relaciones de poder en el país, comenzó a escalar la larga y empinada escalera que le habría de llevar a ganarse la confianza del joven rey. Y lo hizo convirtiéndose en su espía. Con puntillosidad de acusica, el obispo preparaba para Luis descripciones sistemáticas de todo lo que hacía la teórica reina regente, con quién se veía, y no pocas veces qué es lo que hablaba o lo que le decían. En ese estado se decidió a esperar algo que pensaba que ocurriría, y no se equivocó. Richelieu conocía bien a Luynes y por eso sabía que la gobernación de Francia le venía muy grande al favorito del rey; que sólo era cuestión de tiempo que acabase cometiendo errores encabronantes como había hecho su antecesor italiano. Como se decía en la Corte en aquellos tiempos, «la taberna no ha cambiado, sólo el tabernero». No obstante, la espera para llegar al gobierno será larga: todavía, siete años.

En junio, apenas un mes después de comenzado el exilio, Richelieu decide, como se dice hoy en día, escenificar su distancia respecto de la reina. La convence de que debe retirarse algunos días a su priorato de Coussay, tal vez pretextando asuntos de ésos que tiene que resolver él personalmente, y obtiene el permiso de su jefa. Una vez en Coussay, recibe una carta del rey Luis en la que éste le felicita por las acciones llevadas a cabo en las últimas semanas, y decretando que deberá seguir en Coussay. Yo tengo por bastante probable que ésta es una secuencia de hechos impostada y secretamente pactada entre Richelieu y el monarca, para que éste abandone el entorno de la Medicis pero el rey, al mismo tiempo, salve la cara no aceptando a su lado a una persona a quien todo el mundo reconoce gran valía, pero sobre la que todavía pesa el baldón de haber estado en el bando de los perdedores en la cuasiguerra civil que se ha producido.

La reina madre está en Blois como un animal enjaulado, y consume los días dictando docenas de cartas para el rey, para Luynes y para el propio Richelieu, reclamando ser atendida en sus muchas reivindicaciones. Pero Richelieu, por mucho que se lo pidan, no se mueve de Coussay. Ha recibido la orden del rey de aislar a su madre, y conoce bien el valor de una instrucción real.

Dentro de su estrategia centrada en volver a París y al poder, Richelieu echa mano de François Le Clerq, el padre José. Este ex militar que había participado en el sitio de Amiens para después tomar los hábitos es por entonces provincial de los capuchinos de Touraine; pero es, sobre todo, una persona que ha sobrevivido a los terremotos en el Louvre y que, por lo tanto, se mueve por la Corte como Pedro por su casa, aprovechándose de la admiración que, como fraile, le tiene el rey. Luis XIII, además, sabe que la gran obsesión del padre José es labrar la reconciliación entre el monarca y su madre, y le deja hacer, tal vez porque él mismo, secretamente, la ambicione. Lo realmente importante es que el padre José, amigo íntimo de Richelieu, será, durante esos meses difíciles, su vinculación, su cordón umbilical con la Corte.

Estalla una polémica, una más, entre los jesuitas y los hugonotes. Los soldados de Dios reaccionan con esa típica sobrada soberbia que se gastaron durante tanto tiempo hasta que aprendieron a ser humildes (aunque hay quien piensa, todavía hoy, que van de humildes). Las cosas se tensionan. En el asunto tercia Richelieu elaborando, en apenas tres meses, un opúsculo teológico que publica con el título Principaux points de la Foi de l'Eglise Catholique défendus contre l'ecrit adressé au Roi par les quatre Ministres de Charenton. Lo realmente importante de este libro es que Richelieu, muy en el tono ya utilizado durante su afamado discurso ante los Estados Generales, despliega una moderación hacia la fe protestante, un nivel de respeto, bastante poco común en el bando católico. En todo el libro no hay una sola condena sin paliativos hacia las creencias luteranas.

El libro de Richelieu coloca su nombre encastrado en muchos pares de labios de París, lo cual es bueno para él, pero no deja de tener sus efectos colaterales. El principal de ellos es que la principal víctima de que la estrella del obispo brille con tanta fuerza, Luynes, se mosquea viendo peligrar sus privilegios. Por eso urde una pequeña trama contra el obispo y consigue que sea desterrado a Avignon. Allí, en el exilio (no se olvide que, en ese momento, Avignon no forma parte de Francia, sino de las posesiones del Papa), estará Richelieu un año. El 7 de marzo de 1619, sin embargo, aparece por la ciudad el padre José, que viene a comunicarle que su encierro ha terminado.

La razón de recuperar a Richelieu tiene que ver con la conciencia adquirida por parte del rey en el sentido de que si el obispo no está cerca, la reina madre puede liarla bien parda. Una noche, la veterana reina salta por una ventana del castillo de Blois y huya de su encierro, para encontrarse con Jean Louis de Nogaret y de la Valette, primer duque de Epernon. De nuevo, pues, María de Medicis resucita el fantasma de la nobleza sublevada contra el rey, y el padre José, que en París aconseja al monarca, le intima el hecho de que si su madre no tiene el contrapeso de una persona equilibrada (y sumisa, todo hay que decirlo) como Richelieu, estas cosas van a seguir pasando y, al final, de tanto ir el cántaro a la fuente...

El obispo que sale de Avignon a uña de caballo está en el momento crucial de su vida política. De lo que haga ahora dependerá su futuro, porque lo que el rey y Luynes quieren, o más bien exigen, es una gestión que les resuelva el problema de la díscola reina madre. Y la cosa no pinta bien, porque María ha buscado un aliado bien fuerte (el duque de Epernon se puede considerar en ese momento el primer par de Francia, tan sólo por debajo del propio rey) y la unión de los dos en la Corte de Angulema hace peligrar seriamente la preeminencia de París (Angulema, por lo demás, está muy bien elegida, pues ya desde los tiempos de Carlomagno ha mostrado repetidas veces su resistencia a ser considerada tan sólo una parte más de Francia). Como siempre, además, los conjurados contra el rey tañen hermosos cantos de sirena hacia las mansiones hugonotes.

Richelieu viaja a Angulema, y obra el milagro. En un tiempo récord, apenas unos días, labra una paz. Una paz que, la verdad, probablemente querían todos, pues da la impresión de que Epernon estaba bastante escaldado después de lo de Condé, y, de haberse visto en la tesitura, se habría pensado muy mucho levantar su espada contra el Louvre; y la reina, por su parte, está cansada.

El 30 de abril de 1619 se firma el Tratado de Angulema, por el cual María de Medicis recuperaba el derecho a distribuir los oficios de su casa libremente, además de recuperar la libertad de decidir su lugar de residencia y recibir el gobierno de Anjou, Les Ponts de Cé, Chinon, y el castillo de Angers. En el acuerdo se sobreentendía, aunque nunca se escribió, que el principal mamporrero del pacto, esto es Richelieu, recibiría en recompensa el capelo cardenalicio.


Pero las cosas se torcerán pronto.

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