lunes, septiembre 05, 2016

La herejía pauliciana

En el año 1717, una viajera inglesa, lady Mary Wortley Montagu, visitó la vieja Constantinopla y su, por así decirlo, zona de influencia histórica. Entre las ciudades que visitó estaba Filipópolis (actualmente Plovdiv, la segunda ciudad más poblada de Bulgaria). En una carta en la que refiere dicha visita, Mary Wortley cuenta que ha encontrado en la ciudad a una secta de cristianos que se hacen llamar a sí mismos paulinos; que poseían una iglesia en la que, según sus tradiciones, Pablo de Tarso había predicado. La viajera inglesa no lo sabía, pero acababa de encontrar los últimos (bastante romanizados ya) vestigios de una secta gnóstica, los paulicianos, que había tenido no poca importancia un milenio antes del momento en que ella visitó la actual Bulgaria. Lo suficientemente importante como para que en esta ventanita les dediquemos unos párrafos.



Aunque los últimos paulicianos estaban situados en Bulgaria, en realidad su Historia comenzó en Armenia, patria del famoso monte Ararat donde quedó surto el barco mercante de Noé. Armenia, nos dice la tradición, fue cristianizada fundamentalmente por dos santos: Gregorio el Iluminador y una virgen y mártir llamada Ripsimé; personajes ciertos o inciertos, es un hecho que Armenia se hizo cristiana avanzado el siglo III de nuestra era. Gregorio, el verdadero muñidor de la cosa, siempre quiso ser ortodoxo, y sus sucesores, que ya fueron designados katolikós, esto es jefes de la iglesia armenia, trabajaron en conjunción con algunos puntos importantes de la religión ortodoxa, como la iglesia de Cesarea. De hecho, los cristianos armenios, temerosos de la influencia de la cercana Siria, que era por entonces una especie de parque temático de la herejía, dieron en trasladar su Vaticano particular hacia el norte del país, a un lugar llamado Valarchapat, cerquita del famoso monte.

La voluntad era vana. Estando situada donde lo estaba Armenia (y allí sigue), era impepinable que diferentes herejías la penetraran, incluso a escala de obispos, pues los tuvieron realmente apartados de la pura ortodoxia cristiana, como el titular de la sede de Karkar, Arquelao, que era armenio y adopcionista perdido, esto es, creyente de la idea de que Jesús no era de naturaleza divina, sino un mediopensionista al que Dios había adoptado para que tuviese condición divina. En Armenia también se encontraban no pocos marcionistas y arcónticos, que lo mismo otro día tenemos tiempo de contar de qué palo iban.

Con todo, éstos no eran los herejes más extendidos. Los más extendidos eran los mesalianos y los borboritas. De hecho, la iglesia armenia realizó en el 447 todo un sínodo, el sínodo de Chahapivan, para tratar el problema de los mesalianos, para los que prescribía la reclusión en algún monasterio eremítico hasta que abjurasen de sus ideas (inclusión hecha de sus hijos en estado de razón). Por lo que se refiere a los borboritas, secta de la que la verdad se sabe poco, se sabe, sin embargo, que el mismísimo emperador constantinopolitano Teodosio II, por intermedio del patriarca capitalino, Ático, presionó al katolikós armenio Sahak para que hiciese algo con aquellos pollos, porque se estaban comiendo la cristiandad armenia por las patas. Si el lector es suficientemente friqui de lo hereje, tal vez agradecerá saber que los borboritas, cuya teología y movimientos permanecen bastante oscuros, se han identificado muchas veces con los codienses sirios (literalmente, "los que comen aparte"), con los estratióticos o fibionitas egipcios, o con los llamados zaqueos o barbelitas.

Toda esta información nos tiene que servir para imaginar una Armenia, allá por los siglos IV o V, enfrascada en constantes peleas entre los cristianos ortodoxos y diversas sectas, y de los sectarios entre sí. La cosa tiene su lógica. Como muchos cristianismos de la zona del Éufrates y similar, el cristianismo armenio no era nada gustoso de la religión hebraica pero, sin embargo, de los judíos había copiado una costumbre fea, que era dotar a las grandes dignidades religiosas de un extraño carácter hereditario; de modo y forma que los obispados se heredaban de tío a sobrino y, en general, las gentes pudientes se los repartían. El pueblo común, muy probablemente, se sintió crecientemente alienado de esas creencias que pasaban de él salvo a la hora de pasar la bandejita de la pasta, y por ello abrazó diversas creencias heréticas, que le hacían más caso. Una proporción muy elevada de las herejías gnósticas negaba la condición divinamente inabarcable de Jesús y, por lo tanto, postulaba que cualquier humano, debidamente macerado por años de noviciado, sacrificio y oración, podía convertirse en un elegido dotado de las características del propio Jesús. No pocos elegidos de aquellas sectas tenían por costumbre decir "Yo soy el Cristo", no en el sentido de que pensasen que eran el nuevo Mesías, sino en el sentido de haber alcanzado una calidad de iluminación tal como para ser como Jesús. Evidentemente, para muchos payoponis de la vida no tenía color la elección entre un cristianismo hiperformal, rígido y cuyos puestos principales estaban reservados a los pijos; y éstos otros que te ofrecían incluso la posibilidad de ser el propio hijo de Dios si aprobabas las oposiciones.

En el siglo VIII, una nueva realidad aparece que cambia notablemente las cosas. Nos referimos, por supuesto, a la unificación de los casi vecinos árabes bajo una sola, nueva, creencia; y la consiguiente expansión militar de los musulmanes.

El poderío árabe supuso un gran problema para muchas de las sectas del cristianismo existentes, que lo encontraron mucho más difícil para permanecer. En puridad, sólo el cristianismo ortodoxo, la iglesia copta, los jacobitas y los nestorianos aguantaron el golpe. Muchas personas en el área de influencia del viejo Imperio Oriental consideraron que la Iglesia cristiana había resistido muy mal el empuje árabe (en este caso hablamos de empuje social, no militar) y, consecuentemente, perdieron la fe en la institución oficial. Este mosqueo, unido a cierta ola de puritanismo de clara influencia islámica, hace que en lugares como Asia Menor o la propia Armenia florezcan de nuevo las herejías.

Los paulicianos aparecen en escena en el año 719, muy poquitos años después de que al-Tariq se hubiese presentado en el solar hispano. Ese año el katolikós armenio, Juan de Otzún, convoca un sínodo en la localidad de Devin. El trigésimo segundo canon aprobado en dicho sínodo no deja lugar a dudas, pues declara a los paulicianos hijos del Diablo, seres "ajenos al amor y la voluntad del Creador". La razón de un ataque tan directo y neto es evidente, pues los paulicianos, como tendremos ocasión de recordar más adelante, negaban el valor simbólico de la cruz (entre otras cosas), que es una cosa como ir a un estadounidense y decirle que las barras y las estrellas son una caca; o tratar de convencer a un musulmán de que peregrine a Castefa en lugar de a La Meca. La verdad es que el bueno de Juan de Otzún tenía un cacao de mil cojones, puesto que acusa a los paulicianos de hacer cosas que no hacían, como por ejemplo colocar a sus muertos en los techos de las casas, que es costumbre zoroastriana. Pero, en lo esencial, se ve que los tenía bastante calados.

Nos cuenta Juan que los paulicianos ya habían sido perseguidos por otro katolikós previo, Nersés III, que fuera consejero-delegado de la Iglesia armenia a mediados del siglo VII. En su huida, habían tomado contacto con grupos iconoclastas que, asimismo, habían sido expulsados de Agbania (lo que nosotros conocemos como Albania Caucásica); y que ambos se habían procurado la ayuda de los musulmanes. El tono en el que Juan de Otzún habla de ellos, y detalles como que no crea necesario explicar de dónde vienen o por qué se llaman paulicianos, denota que, en aquel entonces, todo dios (nunca mejor dicho) sabía de estos tipos, y les temía.

Al parecer, o esto contaban los griegos bizantinos, los paulicianos provenían de las enseñanzas de un tal Pablo de Samosata. Pablo y su hermano Juan eran hijos de una conocida hereje samosatense, maniquea, llamada Calinice; todo indica que esta señora cortaba en su día el bacalao hereje en la zona. Años después, bajo el imperio (oriental) de Constante II, un armenio de un lugar llamado Mananali, que se llamaba Constantino, pasó por Samosata y fue instruido (y convertido) por un creyente pauliciano. Se llevó sus ideas a Mananali, y ahí empezó el pollo. De Mananali, Constantino y sus diáconos se trasladaron a Cibosa (cerca, por lo que he podido averiguar, de la ciudad capadocia de Koloneia), lugar donde funda su iglesia. Veintisiete años se tiran allí los paulicianos constantinianos sin que nadie les moleste; pero alguna hemorroide debieron terminar por excitar, porque pasado todo ese tiempo el emperador ordena una investigación, y se la encarga a un mando militar llamado Simeón.

Simeón, al llegar a Cibosa, se queda escandalizado con las cosas que dicen y practican los paulicianos, motivo por el cual les ordena que se carguen al jefe de su iglesia. Nadie, sin embargo, da un paso al frente para cumplir la misión. Finalmente Justo, hijo adoptivo de Simeón, acepta realizar el asesinato, y lo lleva a cabo. Simeón, en cambio, ha quedado tan impresionado por la fidelidad de los paucilianos a sus ideas, que abraza la herejía y se convierte en el jefe de la iglesia que se le encomendó destruir.

Sólo tres años fue Simeón el Chief Executive Officer de los paulicianos. Murió pronto, durante un enfrentamiento con tropas de Justiniano II. Lo sustituyó Gegnesio, armenio, que traslada el centro pauliciano a una ciudad llamada Epísparis, y luego a Mananali. Fue papa de los paulicianos durante treinta años, tras lo cual lo sucedió su hijo: Zacarías. Sin embargo, en ese punto hubo un cisma, pues la mayor parte de los paulicianos prefirieron seguir a un tal José, que al parecer era bastardo. Zacarías trató de matar a José, pero éste salió a la naja y se refugió con los musulmanes, que algún tipo de apoyo le darían porque terminó por imponerse sobre su enemigo. Sin embargo, tuvo que huir ante la persecución de los príncipes de obediencia bizantina y murió, probablemente, en Psidia. Le sustituyó un tan Baanés, quien sin embargo no duró porque fue vencido y sustituido por Sergio; el hombre que daría a los paulicianos un lugar en la Historia.

Sergio era de casta noble. Había sido convertido al paulicianismo por una amiga. Al frente de la iglesia pauliciana permanecerá 34 años. Como jefe religioso no sabemos qué tal era; pero como jefe militar Sergio era, probablemente, uno de esos grandes generales que, por no haber librado batallas famosas, se ha perdido del recuerdo de las gentes. Dos emperadores, dos, Miguel I Rangabé y León V el Armenio, enviaron tropas para apiolárselo a él y a sus herejes. Pero no sólo no lo consiguieron, sino que los paulicianos se llevaron por delante a los dos comandantes enviados: Tomás, metropolitano de Cesarea, y el gobernador Paracondacés.

Sergio tuvo la gran inteligencia de entender que lo que necesitaba era un pacto con los islamitas. El emir de Melitene, de hecho, no sólo les dio apoyo logístico sino que les cedió dos villas, Argaún y Amara, donde montaron cuarteles generales y de invierno y desde donde pudieron diseñar frecuentes razzias en territorio del Imperio.

Sergio murió en el 835 de un atentado. Mientras cortaba madera en Argún, un tal Zanion de Nicópolis le soltó un hachazo. Así pues Sergio, el general de los paulicianos, tuvo la misma muerte que, mil y pico años después, tuvo Leon Trotsky. En una decisión cuando menos curiosa, que tal vez los españoles debiéramos imitar en el momento presente, los paulicianos, a la muerte de su jefe, decidieron no tener más jefes. Los baanitas, seguidores de Baanés, querían dominar el cotarro, pero el resto de los paulicianos les convencieron de lo contrario por el expeditivo argumento consistente en decapitarlos. Pasaron varios años así, sin jefe, haciendo incursiones en el Imperio para robar gente que luego le vendían a los musulmanes para que los vendiesen como esclavos por ahí. Es probable que portes en tu ADN algún vestigio de estas putadas.

Las mejores épocas de los paulicianos, obviamente, se corresponden con los tiempos en los que en Constantinopla gobernaban los iconoclastas. Por definición, la fe pauliciana es algo que viene a ser del agrado de un iconoclasta. Sin embargo, no hay que olvidar que los paulicianos vivían del pillaje de los territorios bizantinos, y por eso era prácticamente seguro que los emperadores acabarían volviéndose contra ellos. El basileus iconoclasta Teófilo, por ejemplo, preparaba cuando murió una gran expedición contra ellos, expedición que fue realizada por su viuda, Teodora. La regente había reinstaurado el culto a las imágenes y, crecida con esta victoria, envía embajadores a los paulicianos para intimar su conversión. Estos tres generales, León Argiro, Andrónico Ducas y un tal Sudalis, primero negociaron y, cuando no se les hiciera caso, sacaron el cuchillo de capar. Su campaña se asemeja bastante al concepto de genocidio, pues se llevaron por delante más de 100.000 paulicianos; toda una marca para la época.

Constantinopla, sin embargo, estaba muy lejos de haber decapitado a la serpiente. Los paulicianos seguían teniendo sus headquarters de Argún y Amara en la intocable zona islámica y, además, tenían no pocos adeptos silentes en el propio ejército bizantino, no pocos de los cuales desertaron con armas y bagages. Entre todos ellos, el más famoso fue Carbeas, un capitán del ejército, responsable de las tropas situadas en Anatolia. Carbeas era hijo de un pauliciano que había muerto empalado y, lógicamente, estaba un tanto escocido por la movida. Así pues, se pasó al enemigo con 5.000 soldados y, una ver en Argún, fue nombrado comandante de las tropas paulicianas. Cambió la capital a la ciudad de Téfrique (también llamada Divrik, actualmente), más al norte siguiendo el Éufrates. Bajo el mando de Carbeas, las incursiones paulicianas llegaron al modo Experto, y se extendieron hasta las mismas costas del Mar Negro. Carbeas había llegado a una alianza con los emires de Metilene y Tarso, alianzas que lo hacían muy poderoso.

Constantinopla tenía que reaccionar. En el año 856, el hermano de la emperatriz regente, que tal vez era de Singapur porque se llamaba Petronas, fue enviado a apiolarse a Carbeas y a los árabes. No debió de hacer gran cosa, porque dos años después el propio emperador, Miguel III, acompañado por su primer ministro Bardas, estaba al frente de una nueva expedición. Un domingo por la mañana, cuando los bizantinos estaban en misa, los paulicianos y los islamitas cayeron sobre ellos; Miguel y Bardas lograron escapar por un cortacabeza.

En el 860, es Carbeas quien entra en el Imperio hasta el Mar Negro, donde se enfrentó al muy alto Petronas. En el 863, Carbeas murió en una batalla. Sin embargo, fue rápidamente heredado por su sobrino, Juan Crisóquero (el apellido, por cierto, significa "mano de oro").

Johnny Golden Hand no se quedó detrás de su antecesor. En el 867, mientras Constantinopla andaba enfangada por el conflicto creado por la usurpación de Basilio I, hizo una incursión hasta la Nicomedia y Éfeso; en esta última ciudad, en un calculado gesto de poder y de desprecio, utilizó la iglesia de San Juan Evangelista como cuadra para sus caballos. La respuesta del emperador, una vez que las cosas se aclararon en la capital, no fue ir contra él. En ese momento, Bizancio estaba fundamentalmente interesada en su política italiana y, por lo tanto, no quería líos en las actuales Turquía y Siria. Así las cosas, le envió un embajador, Pedro de Silicia, para parlamentar. No consiguió nada. Los paulicianos, crecidos, le contestaron que si quería reinar en Occidente, lo que tenía que hacer era abdicar en Oriente.

Así las cosas, Basilio se fue a por Téfrique. En el camino le fue bien, destruyendo varias ciudades paulicianas; pero a las puertas de la capital la cagó. Fue derrotado sin paliativos y si salvó la vida fue gracias a la ayuda de un armenio llamado Teofilacto, a quien todos llamaban Asbastaktos o El Insoportable (y ésta no es una mamonada mía; es Historia); quien así comenzó una rápida carrera que llevaría a su propio hijo, Romano Lecapeno, a ser emperador (bueno: para ser exactos, co-emperador junto a Constantino VII Porfirogénetes).

Basilio envió un nuevo ejército al mando de un descendiente suyo, Cristóforo. Cristóforo era un gran estratega y, por eso, montó un plan para pillar a los paulicianos entre dos ejércitos que funcionó de coña. La armada pauliciana fue severamente diezmada y Crisóquero huyó por los pelos. Entre el pequeño grupo de incondicionales que huyó con él estaba Pilado, un griego que había sido capturado y que era un poco el bufón de la corte de Crisóquero. En un momento, Pilado atacó a Crisóquero y, aunque su lugarteniente Diaconitzés trató de defenderlo, otros se apuntaron a la pelea, y finalmente fue apresado y decapitado.

Con la muerte de Crisóquero, el poder pauliciano desapareció con inmediatez. Cuando, meses después, las tropas bizantinas se presentaron a las puertas de Téfrique, se la encontraron desierta. No había nadie. Nadie. En todo caso, parece que los bizantinos también supieron ser flexibles. A Diaconitzés, el último defensor de Crisóquero, lo encontramos, de hecho, años después batallando en Italia a favor del Imperio Oriental. No fue el único pauliciano que encontró acomodo en el ejército que un día los había querido masacrar.

¿En qué creían los paulicianos? Muy esquemáticamente, el paulicianismo es una creencia gnóstica que distingue la existencia de una realidad celeste y un Demiurgo que es el que ha creado nuestro mundo; sólo al final de los días Dios gobernará el mundo. Los paulicianos, éstas son las razones de que fuesen tan temidos por las autoridades eclesiales, no creían en la Virgen María, pues creían que Jesús se había hecho corpóreo en el Cielo. María no era sino una especie de lugar de paso; los paulicianos solían decir que Jesús había pasado por ella "como por un canal". María no había permanecido virgen tras el parto y, de hecho, había tenido otros hijos. No participaban en el sacramento de la Eucaristía. De una forma para mí bastante racional, los paulicianos concedían al relato de la última cena un valor simbólico, no real, que venía a significar la comunión con Jesús en mayor medida que la deglución de su cuerpo místico. Exactamente igual interpretaban la cruz, esto es, como un símbolo, no como una realidad.

Por ello, como hemos dicho, le daban ningún valor a la cruz, pues Jesús, decían, sólo había muerto en apariencia. No creían en el Antiguo Testamento y del Nuevo se quedaban sólo con los evangelios (otros gnósticos, como los marcionitas, sólo aceptaban el de Lucas) y las epístolas de Pablo, Santiago y Judas. Rechazaban los sacramentos del bautismo y el matrimonio.

Las suyas eran una creencias extrañas y, decían los obispos ortodoxos, peligrosas. Pero lo más importante es que los paulicianos, hoy olvidados, fueron un álfil muy importante en la partida que se jugó en la Turquía altomedieval. Nunca estuvieron en condiciones de vencer al Imperio que acometía contra ellos; pero, sin embargo, en mi opinión han dejado una huella muy importante porque, probablemente, sin su concurso la acometividad de los musulmanes en dirección a Persia no habría podido ser tal. Los paulicianos en Oriente, como los monofisitas en Occidente, son en buena parte "responsables" de ese éxito admirable que, como militares, tuvieron los ejércitos árabes en relativamente poco tiempo.

Otro día la tomaremos con otros miembros y miembras de la serie Herejías medievales de ayer y hoy.

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