miércoles, junio 07, 2017

Digesto iraní

Recuerda que, si quieres leer algo más sobre los enfrentamientos geopolíticos entre musulmanes en el área del Golfo, algo más puedes leer en este blog. Por lo demás, con los años acabé escribiendo otra serie más larga totalmente dedicada a las diferencias entre sunitas y chiitas. El capítulo que escribí sobre el tema en este digesto, sin embargo, lo he dejado tal cual.


Buenas. En una especie de edición especial del blog, he pensado que, con todo lo que está pasando en Irán, tal vez a algún lector le gustaría refrescar la descripción que ya se hizo aquí, en una serie de posts, de la revolución iraní. 

Aquí tienes todo aquel material conjuntado y levemente editado (unas 23 páginas en Word; lo digo por si lo quieres dejar ya antes de empezarlo y te ahorras el coñazo). 

À bientôt.



Supongo que todos estaremos de acuerdo si a la pregunta de cuál es la revolución más importante del siglo XX, contestamos que la Revolución Rusa. Sin embargo, no tengo tan claro que unos contertulios de dentro de cien o ciento cincuenta años estén de acuerdo con esa afirmación. Es posible, si todo sigue como va, que dentro de ese tiempo la revolución tenida por más importante, por duradera y generadora de consecuencias, sea la revolución islamista; o sea, Irán y otras cosas que ocurrieron antes, durante y después de la revolución jomeinista. No me extrañaría demasiado que dentro de cien años poco o nada quede del marxismo ortodoxo y, sin embargo, es más que probable que la ley coránica siga aplicándose en muchos lugares como se aplica hoy en día, y que el islamismo siga siendo una entidad política de orden mundial. Por esta razón, a mi modo de ver, es adecuado que volvamos la vista hacia el Irán de finales de los setenta y repasemos un poco los presupuestos y praxis de aquella revolución.


Pero antes de empezar con la Historia propiamente dicha hay que escribir otro post. Un post en el que te quiero decir dos cosas. La primera, más corta, es simple: si eres de esas personas que utilizas indistintamente las palabras «árabe» y «musulmán», que sepas que estás cometiendo un primer, y gordo, error. El arabismo es una cultura y organización social propia del área de donde nació la irradiación del islamismo; pero en el mundo hay mogollón de musulmanes no árabes; de hecho, no he echado la cuenta, pero tengo la sensación de que son muchos más.

A nadie en sus cabales se le ocurre apelar de árabe a un indonesio, a un bosnio o a un chino (musulmán, claro está; que hay muchos más de los que crees). Pero, por razones que probablemente tienen que ver con la geopolítica, mucha gente apela de árabes a los persas mesopotámicos y, cuando habla de la revolución jomeinista, habla del peligro árabe, de la influencia árabe, etc.

Cuando los árabes, de la mano de Mahoma y de sus generales, comenzaron a expandirse por la Tierra toda, exportaron dos cosas: su civilización, y sus creencias. Y hay quien tomó una cosa, u otra, o las dos. Los magrebíes, por ejemplo, tomaron las dos cosas. Los maronitas se arabizaron, pero siguieron siendo cristianos. Y los persas tomaron la creencia, pero no el arabismo. Así pues, que te quede claro, porque es importante: ser musulmán no quiere decir que se sea árabe. Esto es especialmente cierto cuando se es persa y se habla farsi porque los persas, cualquier tomo de Historia Antigua te lo desvelará, habían saltado muchas vallas cuando los árabes todavía eran un pueblo de cabreros y camelleros nómadas sin profeta. Pero no es eso todo. Porque los persas son, sí, musulmanes. Pero unos musulmanes especiales, distintos.

La segunda cosa que voy a contarte hoy es qué narices quiere decir eso de musulmán shií o chiita. Un chiita no es un chimpancé con hipo. Un chiita es un creyente, en ocasiones un hondo creyente, musulmán. Con unas creencias especialmente bien dotadas para alimentar una revolución como la que impulsó el ayatollah Jomeini.

Los musulmanes tienen tres ciudades sagradas: en La Meca está la casa de Alá y la famosa piedra Ka'aba; los musulmanes deben peregrinar allí al menos una vez en la vida. También en Arabia está Medina, la ciudad a donde Mahoma huyó (huida que puso el reloj cronológico de los musulmanes a cero), donde murió y fue enterrado; y Jerusalén, ciudad a la que miraban en sus rezos los primeros musulmanes y que fue testigo del viaje a los cielos del profeta.

Pero los chiitas tienen cuatro ciudades santas más. Najaf, lugar donde está enterrado el imán Alí, que es casi tan importante para ellos como el propio Mahoma; Kerbala, lugar donde se produjo el martirio de Hussein, el hijo de Alí, y de sus acólitos; Meshed, donde está enterrado el imán Reza; y Qom, donde está enterrada Fátima, la hermana de Reza.

Pero, ¿qué es ser chiita?

Todo empieza el 8 de junio del 632. Ese día murió Mahoma. En otro post he dicho que Pablo de Tarso y Mahoma me parecen, con enorme diferencia, los dos personajes punteros de la Historia de las religiones porque en ambos casos no hace falta ser creyente para distinguir en ellos a dos personas de una inteligencia estratégica y capacidad de empatía social absolutamente fuera de lo común. Hasta el punto de que creo firmemente que todo aquel estudioso de los personajes de la Historia que no se detenga en Pablo y Mahoma está dejando de lado dos de los objetos de estudio más interesantes que puede encontrar en el devenir del hombre.

Mahoma y Jesús tienen notables diferencias. Jesús es profeta pero al mismo tiempo es el Dios cuya profecía anuncia. Mahoma es sólo profeta y de hecho su sucesor al frente de los musulmanes, Abu Bakr, se empeñó mucho en convencer a sus acólitos de que debían adorar a Alá, no a Mahoma. Jesús aclara a las primeras de cambio que su reino no es de este mundo, que al César lo que es del César y tal, porque vive (si es que vivió, claro) en un entorno en el que el pueblo que incuba su creencia vive una dominación que no puede soñar con sacudirse. Mahoma, sin embargo, es un líder religioso y a la vez un líder militar, un hombre de conquista. No llama a sus fieles a darle a nadie lo que es de nadie sino a dominar. Ciertamente, la Iglesia cristiana pronto descubrió las mieles de meter el cuezo en el poder temporal. Pero en el caso del islamismo de Mahoma, ese maridaje no es posterior: es esencial. Mahoma es un líder religioso y un líder político y, precisamente por eso, el 8 de junio del 632 fue tan problemático, ya que Mahoma, en un gesto de cierta torpeza naïf cuando menos curioso en persona con tanta inteligencia estratégica, murió sin dejar un hijo ni haber señalado con su dedo de poder a un heredero.

A Mahoma sólo le sobrevivió una hija, Fátima, que estaba casada con Alí ibn Abi Talib, quien asimismo era primo de Mahoma. Siendo muy niño, Alí había abrazado la religión musulmana, convirtiéndose en un islámico de primera hora, en un camisa vieja, con la gran ventaja de que, además, y al revés que otros primeros conversos de mayor edad que él, él no había tenido ni la ocasión ni la oportunidad de adorar a otros dioses. Era, por lo tanto, un musulmán puro, de principio a fin.

Por alguna razón que quizás se me escapa, sin embargo, en el entorno de Mahoma había personas que preferían a otro candidato, Abu Bakr, el padre de Ayesha, la esposa preferida del profeta que, además, era la que estaba con él cuando murió. Abu podía exhibir medallas tan importantes como Alí. Era converso de primera hora como él y, además, era el lugarteniente elegido por Mahoma para acompañarlo a Medina en ocasión de la Hégira. Él fue el elegido, pues, decisión que fue aceptada por Alí, el cual participó en el homenaje al nuevo líder de la grey musulmana.

Pero Abu Bakr murió muy pronto, apenas dos años después, en agosto del 634.

Tras dicha muerte, tampoco le llegó el tiempo a Alí. Abu Bakr había designado sucesor en la persona de Omar ibn al-Jattab, el primer gran general de los ejércitos que, Corán en mano, se harían temibles durante varios siglos en todo el norte de África y una parte de Europa llamada Hispania. Un esclavo persa se apioló a Omar en el 644, pero una vez más el consejo designado para elegir al nuevo líder pasó de Alí y se decidió por Utmán ibn Affan. Pero también Utmán fue asesinado, en el 656, luego veremos cómo; y entonces, sí. Entonces, Alí se convirtió en el cuarto califa de los musulmanes.

Hay quien ha querido ver en esta resistencia para el nombramiento de Alí una serie de conflictos de índole tribal y social. El islamismo, como el cristianismo unos cuantos siglos antes, basó una gran parte de su éxito en elaborar mensajes que fuesen atractivos a los oídos de los más desposeídos. Dentro de la escala de simpatías por este origen, Alí era, probablemente, el líder islámico más proclive a los pobres y desheredados, lo cual tiene su lógica pues él mismo nació pobre de solemnidad. Es posible que la resistencia a que fuese califa proviniese de clases y clanes de comerciantes y creyentes bien situados, a los que no les gustarían estas cositas. De hecho, Utmán había permitido ciertas ostentaciones de riqueza entre sus protegidos, lo cual incrementó la oposición a su persona. La cosa fue seria. En el 656, los descontentos montaron una patota, se fueron a Medina, rodearon la casa de Utmán, lo encontraron leyendo el Corán y lo mandaron al sitio donde no hacen falta ojos para leer.

Alí adoptó una postura conciliadora. Para empezar, se negó a ser califa con el solo apoyo de los asesinos de Utmán, y sólo aceptó el puesto cuando los notables de La Meca y Medina le dieron su apoyo. Pero ni aun así pudo evitar que la comunidad musulmana se abocase a una guerra civil.

Elementos utmanófilos, pertenecientes por lo tanto a las castas y clanes para las cuáles el tercer califato había sido un chollo, se negaron a aceptar a Alí, aduciendo que la comunidad musulmana no había sido consultada. El principal portavoz de esta resistencia fue Muawiya ibn Abu Sufyan, gobernador de Siria. Muawiya, que era, como Utmán, un Banu Umaiya, decretó la persecución de los asesinos de su compadre y responsabilizó a Alí de los hechos.

En Siffin, a orillas del Éufrates, las dos primeras, incompatibles, versiones del islamismo se vieron las caras para repartirse unas hostias como panes. Se ha dicho que fue una batalla un poco como nuestra guerra civil, en el sentido de que se enfrentó un ejército de milicianos enfervorizados pero de escasa organización militar (Alí) con una armada organizada y acostumbrada a la batalla (Muawiya). Pero no hubo batalla, propiamente. Dice la tradición que Muawiya ordenó a sus soldados que atasen ejemplares del Corán a las lanzas y proclamasen: «Que decida la palabra de Dios». Esto era algo que ningún musulmán podía saltarse, así pues se llegó al rápido acuerdo de resolver las cosas mediante un arbitraje decidido por dos representantes, uno por bando. No obstante, la elección no quedó clara, pues al parecer Muawiya no jugó muy limpio, por lo que los dos se sintieron califas. Lo que siguieron fueron años de un Islam dividido.

En enero del 661, en la ciudad iraquí de Kufa, Alí fue asesinado. A su muerte quedaban dos hijos, Hassan y Hussein, que ahora representaban la casa del profeta, pues eran descendientes suyos. Hassan tenía un carácter pacífico y contemplativo, así que se retiró a Medina. Pero Hussein tenía el punto guerrero de su abuelo. Por eso, se resistió a Muawiya y, a la muerte de éste en el 680, a su hijo Yazid, nombrado por su padre heredero del califato.

En el otoño del 680, Hussein abandona Medina con su pequeño ejército y se dirige a Iraq, hacia Kufa, para hacerle la guerra a Yazid. Éste, sin embargo, lo cerca antes de llegar, en Kerbala. Allí, viéndolo todo perdido, Hussein aceptó su martirio, motivo por el cual, para los chiitas, esta historia tiene gran importancia, yo diría que más o menos la misma que la pasión de Jesús para los cristianos. Pero, sobre todo, la historia de Hussein marca un elemento importantísimo del chiismo: su, digamos, pasión por el martirio. El martirio es parte importante y fundamental del chiismo, porque está en su origen.

Los califas Umayya, Omeya para nosotros, iniciaron una feroz persecución del chiismo. Apostatar de Alí era conditio sine qua non para demostrar que se era musulmán.

¿Hay otras razones, además de las históricas, para la división básica de los musulmanes entre sunitas y chiitas? Pues sí. Existen razones teológicas para ello. Mahoma pronunció una máxima o hadith que dice: «Os he legado lo que siempre os guiará si queréis aceptarlo: el libro de Dios y las prácticas de mi vida». Los sunitas hacen una interpretación estricta de esta frase y por lo tanto sostienen que la religión islámica se basa en el Corán y en lo que Mahoma hizo. Los chiitas, sin embargo, consideran que esta frase debe interpretarse como las prácticas de Mahoma y de su familia. Esto hace que el chiismo crea en una continuidad de imanes o intérpretes de la ley coránica, que llega hasta el décimo segundo imán (873); y que les lleva, aquí está la importancia, a conceder a la familia de Mahoma (es decir, a Alí y a sus hijos) no la condición de meros humanos falibles, sino la de claros receptores del mensaje divino.

Ambos musulmanes, suníes y chiitas, creen en el Mahdi, es decir en un último imán que llegará algún día, creencia que es muy cercana al mesianismo judío que rodea la figura de Jesús. Los suníes creen que ese Mahdi será alguien del linaje de Mahoma y que llegará al final de los tiempos. Los chiitas, sin embargo, creen que ese Mahdi fue el décimo segundo imán, Muhammad ibn Hasan ibn Alí, que nació en Samarra en el 868 de nuestra era, hijo del undécimo imán; y que habría permanecido oculto desde el martirio de su padre (874); en algún momento regresará como redentor (esta teología puede parecer chorras, pero antes de decir cosa tal, más le valdría al lector de educación cristiana darse cuenta de que eso es lo que él cree o ha creído en algún momento de su vida: Jesús vino, se fue y volverá algún día). Mientras tanto, el islamismo chiita avanza gracias a los fuqaha, los doctores especialmente versados en la interpretación de la ley coránica.

Por debajo de todo esto, como ya he pretendido insinuar, hay importantes elementos de carácter social. El chiismo es una religión más cercana a las personas de extracción más humilde y, en general, atractiva para ellos, así como los más jóvenes, pues sabido es que la juventud es etapa proclive a las causas perdidas, discriminadas o preteridas. Arrastra tras de sí una honda tradición de persecución e incluso clandestinidad, lo cual forja el carácter y hace a sus creyentes especialmente duros. Esto tiene su importancia a la hora de estudiar la revolución jomeinista de Irán.

En el siglo XVI, el sha Ismail consagró el chiismo como religión oficial de Persia. Lo hizo en el marco de un enfrentamiento frontal con el sunismo del imperio otomano. Pero, fuera de éstos, son escasos los periodos en los que, en lugares como Egipto o el Yemen fatimí, el chiismo ha sido la religión oficial.

La formación religiosa de un chiita tiene seis grados. En el inicio, el novicio es un talib ilm, estudiante. Cuando se gradúa se convierte en un mujtahid, que, por lo que he leído, viene a ser algo así como alguien que se lo ha currado para tener una opinión fundada. El tercer grado es el de mubelleh-al-risala o portador del mensaje. El cuarto es hojat al-Islam o autoridad en materia de Islam. El quinto es ayatollah o signo de Dios. Y el sexto y último es ayatollah al-uzma, que quiere decir gran signo de Dios.
Ayatollah al-uzma vivos hay decenas, y muchos, por los que he podido ver, tienen portales en internet. La Constitución de Irán de 1906 estableció que estos grandes signos de Dios no pueden ser arrestados. De hecho, si el Sha Palhevi pudo expulsar a Jomeini fue porque sólo era ayatollah a secas.
El hawza o círculo es la célula de aprendizaje teológico chiita, formada por un maestro que tiene que ser hojat al-Islam o superior, y los que aceptan ser sus discípulos. Y aquí hay una importante diferencia en el mundo musulmán. El clero sunita es un clero estatal. En los países sunitas, la religión es el Estado, el Estado es la religión y, consecuentemente, el clero es una parte del Estado y es mantenido por él. Pero los maestros chiitas no son mantenidos por el Estado. Son mantenidos por los discípulos de su hawza, que deben pagar un quinto de sus ganancias. Ésta es una de las razones por las cuales el Sha nunca pudo con Jomeini. Estuviera el ayatolá en Qom o en las cercanías de París, y aparte del hecho de que era persona de notable austeridad en sus necesidades personales, que es algo que ayuda, Jomeini se llevaba consigo su bienestar y su poder, porque éstos no dependían de la generosidad de ningún patrocinador, ni público ni privado, sino de la creciente masa de sus acólitos. Estuviera donde estuviera, Jomeini era igual de fuerte.

Ésta es, pues, la base de creencias sobre la que se asienta la revolución, a mi modo de ver, más interesante del siglo XX.

El regreso a las esencias del Islam, fundamentalmente como reacción a la creciente influencia de la civilización occidental, no es un fenómeno únicamente del siglo XX. Los wahabitas árabes, en el siglo XVIII, o los sanussis libios del siguiente, son ejemplos de visiones muy cercanas a este sentimiento. Jamaleddin el-Afghani, quizá el primer pensador que se dio cuenta de que el mundo musulmán no estaba amenazado sólo de una invasión militar, sino también de la invasión cultural occidental, murió en 1897.

Irán, dada su situación geográfica, se encontraba en todo el medio de la gran confrontación entre las dos potencias del Oriente Medio en las últimas décadas del siglo XIX: Rusia, que anhelaba, y probablemente sigue anhelando de alguna manera, una salida al golfo Pérsico; y Gran Bretaña, que merced a sus conquistas en el área (sobre todo Egipto) era, con mucho, la potencia con más intereses en el área. A ello hay que unir que en el siglo XIX no le faltaron a Persia los monarcas entre ineptos y corruptos, como Nasruddin Sha, que intentó venderle al aventurero Julius de Reuter una macroconcesión de prácticamente todo negocio en el país por la irrisoria cifra de 10.000 libras al año.

En 1890, se produjo la que quizás pueda considerarse primera agarrada seria entre el poder temporal y el espiritual. Nasruddin, que seguía buscando la forma de alimentar su faltriquera, le vendió al inglés Talbot la concesión del tabaco plantado en Persia durante 50 años a cambio de 15.000 libras y una participación en los beneficios de la compañía. Escandalizado, el muhtahid Haji Mirza Ahirazi emitió una fatwa u opinión autorizada que declaraba pecaminoso fumar. Os lo podréis creer o no, pero lo cierto es que al día siguiente, el país en pleno había dejado de fumar. La concesión tuvo que retirarse.

El 1 de mayo de 1896, un seguidor de al-Afghani, probablemente como venganza por haber expulsado a su líder de Persia, asesinó al sha Nasruddin. Le sucedió Muzaffaruddin Sha, el cual tuvo que enfrentarse a la continuación de los sucesos y conflictos revolucionarios, que le obligaron a promulgar una Constitución en 1906 y convocar el primer Majlis o Parlamento. Claro que Muzaffaruddin, una vez que consiguió el vital apoyo ruso para ello, declaró proscrita la Constitución e incluso bombardeó el Majlis.

En 1907, Gran Bretaña y Rusia llegan a un acuerdo que divide Persia en tres partes: un norte de influencia rusa, un sur británico y una zona central, Teherán incluida, de carácter neutral. En 1908, en Mesjid i-Suleiman, se extrae petróleo por primera vez en el país.

En la primera guerra mundial, Persia jugó el típico papel de país formalmente neutral que, por mor de su situación, era lugar de encuentro y navajeo de espías y demás lumpenejército. Como sabréis si habéis leído algo sobre la vida del famoso Lawrence de Arabia, el final del conflicto encendió la región hasta límites insospechados, pues los británicos, y en menor medida los rusos, se portaron con aquellas naciones árabes y musulmanas como el mal ligón: antes de joder todo es prometer, pero después de haber jodido, no hay nada de lo prometido.

La independencia que repetidamente habían prometido los aliados nunca llegaba y, además, toda la zona estaba fuertemente influida por el ejemplo de Mustafá Kemal, quien en Turquía estaba construyendo una nación desde los rescoldos del viejo imperio otomano. Era el tiempo de los caudillos y los señores de la guerra, y Persia no fue una excepción. El sargento Reza Mirza, que en la guerra había ascendido por caerle en gracia a los ingleses, acabó por deponer al último sha de la dinastía Qajar, y fue él mismo proclamado sha en 1925. A la hora de nombrar a su dinastía, eligió el nombre de la lengua hablada en Persia antes del Islam, Palhevi, y renombró el país para llamarlo Irán, que también es una denominación anterior a la de Persia.

Años después, como bien sabemos, estalló la segunda guerra mundial, que volvió a dividir a las fuerzas de la zona. Los monarcas tradicionalmente más proocidentales, es decir las casas hashemita y saudita, querían la victoria de los aliados. Sin embargo, el rey Faruk de Egipto y el sha (que habían estrechado lazos casando al heredero iraní con la hermana mayor de Faruk, aunque finalmente ésta se divorciaría), preferían que ganase Hitler. De hecho, Irán se trufó de espías alemanes que se movían por el golfo como Pedro por su casa. La jugada, claro, le salió mal. El gesto de Hitler de invadir la URSS le costó a Reza el trono, ya que británicos y soviéticos invadieron Irán y le invitaron a abdicar a favor de su heredero Mohammed.

En la segunda guerra mundial ha aparecido en escena un nuevo actor: los Estados Unidos de Norteamérica. Franklin Delano Roosevelt, que lógicamente estuvo en Teherán para asistir a la célebre conferencia que lleva el nombre de la ciudad, dejó dicho que lo que más le había llamado la atención de Irán era la falta de árboles en las laderas de las montañas. Tan superficial juicio es una buena metáfora del hecho de que los americanos nunca parecen haber hecho esfuerzos muy serios por comprender a los persas, unos tipos que ya filosofaban y enseñaban aritmética en sus escuelas cuando ellos aún iban por la vida sin nada más serio que hacer que intentar tirarse a Pocahontas.

Aun así, y probablemente gracias a los oficios del embajador americano en Teherán, Leland B. Morris, el cual encandiló al sha, la penetración americana fue mucha y consistente. Incluso la gendarmería iraní tenía un jefe americano, el coronel H. Norman Schwartzkopf. Durante la guerra había 28.000 soldados americanos allí, y precisamente fue la retirada de los soldados al final del conflicto la que generó los problemas entre los aliados, porque nadie quería marcharse antes que los otros. La retirada fue finalmente regulada por la declaración de Teherán, hecha al final de la conferencia de dicho nombre, y firmada por FDR, Stalin y Churchill el 1 de diciembre de 1943. Este documento comprometía la retirada de las tropas a los seis meses de finalizadas las hostilidades y, de hecho, al caer Hitler los iraníes se apresuraron a exigir que el personal se abriese. Sin embargo, le dejaron claro a la Casa Blanca que su demanda, en el caso de EEUU, era sólo retórica. Querían que los americanos se quedasen.

En mayo de 1946, soviéticos y británicos dejaron Irán. Pero los marines se quedaron. Eso sí, fue una marcha no-marcha porque los rusos, en el área norteña del país que siempre habían controlado (y que en realidad seguían considerando suya) se apresuraron a mantener tropas y promover gobiernos títere que siguieran sus instrucciones. Así ocurrió en Azerbaián y en el Kurdistán iraní.

En paralelo, se producía una cascada de peticiones de concesiones petrolíferas por parte tanto americana como soviética, lo cual tensionaba la situación en el gobierno iraní. Para evitar estas tensiones, y probablemente también gracias a la generosidad de algunos representantes de la Anglo-Iranian Oil Company, el Majlis aprobó una norma que aplazaba sine die el estudio de nuevas concesiones petrolíferas. La medida favoreció, claro, al que ya tenía agujeros abiertos en la tierra, es decir los británicos. Pero esta situación, sobre todo porque redobló la presión de los soviéticos sobre Irán, tuvo la consecuencia de hacer al país más dependiente aún de los americanos.

Como hemos dicho, la retirada soviética de Irán, en virtud de la declaración de Teherán, había sido sólo cosmética. No sólo permanecían en el norte sino que tenían, en el caso de Azerbaián, el gobierno títere de Pishevari. Qavam es-Sultaneh, primer ministro persa, viajó a Moscú para convencer a los soviéticos de que se retirasen. Stalin, que no era muy amigo de perder el tiempo discutiendo polladas, fue directamente al grano y le dijo que todo lo que pasaba, pasaba porque los británicos eran los únicos que tenían acceso al petróleo, y sugirió la creación de una compañía mixta soviético-irania (con control soviético) para la explotación de los pozos del norte. Es-Sultaneh replicó que la decisión del Majlis impedía hacer eso, lo cual, probablemente, no fue entendido por Stalin. No creo que Stalin pudiese entender que un parlamento pudiera parar nada.

Es-Sultaneh llevaba en su cuerpo el ADN de muchas generaciones de comerciantes. Es uno de los pocos tipos que pueden decir que tangó a Stalin. Le prometió la concesión, sacó al Tudeh, partido comunista iraní, de la clandestinidad, y dio muestras, pues, de connivencia prosoviética. Convocó elecciones para formar un Majlis que le tendiese un puente de plata a los soviéticos, pero les engañó. Con el pretexto de que las elecciones presuponían el pleno control de Teherán en el país, las tropas del sha entraron en diciembre de 1946 en Tabriz, y el régimen de Pishevari cayó sin que Moscú moviese una ceja. Después de eso, hubo elecciones, se formó el Majlis, y el Majlis votó... contra la concesión a los soviéticos.

En toda la boca.

Desde aquel día, toda la política iraní se ha escrito comenzando con la p de petróleo.

La historia de Irán en la Guerra Fría es la historia de la progresiva y continuada identificación del Sha, Mohammed Palhevi, con los Estados Unidos. Ello fue así, fundamentalmente, porque los EEUU fueron rápidos y eficientes a la hora de ofrecer al jefe del Estado lo que realmente éste quería, que era ayuda militar. Al Sha le obsesionaba, en cierto modo, la creciente ayuda militar recibida por Turquía desde Washington, y ambicionaba algo parecido o, más bien, en realidad reclamaba más, porque, en su opinión, Irán era más grande, y geopolíticamente más importante, que la propia Turquía. Para el sha, además, fue un mazazo la creación del Tratado del Atlántico Norte en 1949 y la adhesión al mismo de Turquía en 1952. Hubiera querido Irán, en ese momento, poder liderar alguna alianza militar en el área, pero éstas no existían, a excepción del llamado Pacto de Saadabad, firmado en 1937 entre Turquía, Irán, Iraq y Afganistán, pero que nunca había pasado del papel. Teherán trató asimismo de impulsar un Pacto del Mediterráneo en el que estarían Irán, Grecia, Turquía, Egipto y algún país árabe, pero Washinton vetó la idea.

En la década de los cincuenta el Sha nombra primer ministro a Alí Razmara, cuyo principal objetivo es abordar un convenio suplementario al ya existente con los británicos para la explotación petrolífera que mejore los beneficios para los persas. Tras acordarse entre las partes, pasó al Majlis para su estudio, motivo por el cual fue nombrada una subcomisión presidida por un elemento fundamental de la política iraní de la época: el doctor Alí Mossadeq.

Mossadeq y su formación política, el Frente Nacional, se habían convertido en los campeones de una idea rompedora: la nacionalización del negocio petrolífero. Esto generó un enfrentamiento casi constante con el palacio real y también con Razmara. De hecho, el día que éste fue ratificado por el Majlis, Mossadeq le montó un pollo de la leche por presentarse ante los diputados como haji. Un haji es un musulmán que ha peregrinado a la Meca, aunque entre los persas se usa a veces como título honorífico. Razmara lo usó para no tener que presentarse ante el Majlis como lo que verdaderamente era, es decir el general Razmara, un conmilitón. Mossadeq le negó la condición de haji y quiso echarle de la sala, aunque no lo consiguió.

Esta anécdota nos demuestra hasta qué punto, poco a poco, la mera línea política del Frente Nacional se ligaba a los sentimientos religiosos. Por eso Mossadeq contaba en su Frente con una especie de ala religiosa, comandada por el ayatollah Abul Kasem Kashani; grupo que, además, se veía en competición con otros más radicales, como los Fedayin-i-Islam (sacrificadores del Islam) de Navab Savafi. A la presión nacionalista y religiosa hay que unir, además, la de los comunistas del partido Tudeh.

El 20 de febrero de 1951, apenas ocho días después de la boda del sha con la que quizá fue la primera gran figura de la prensa mundial del corazón, la princesa Soraya Esfandiani (a la que acabaría por repudiar a causa de su esterilidad), Razmara fue asesinado. Su asesino, Jalil Tahmusby, un fedayin, dio su filiación aseverando que era Abdullah (servidor de Dios) Muwaheddy (que cree en un solo Dios). Que el estamento religioso estaba con los rebeldes lo demuestra el detalle de que el gobierno no logró encontrar ni un solo imán que aceptase celebrar los funerales.

El asesinato de Razmara marcó el inicio de una serie de movilizaciones en las que comenzó a mostrarse un elemento fundamental de la revolución iraní: el antiamericanismo. La mayoría de los manifestantes en las calles gritaban mueras a Harry Truman, presidente de los EEUU.

En una tormentosa sesión del Majlis, en la que Mossadeq hizo callar al primer ministro en funciones y al propio presidente del Parlamento instándoles a que diesen vivas a la nacionalización del petróleo, el sha sometió a los diputados una terna de posibles primeros ministros: Famihi, que lo era en funciones; Alí Soheily, embajador en Londres; y Husseín Alí, consejero de la corte. El Majlis, encendido por Mossadeq, para entonces un anciano de setenta años que, a decir de quienes lo conocieron, era un excelente orador, rechazó los tres nombres. Fue un mensaje claro para el palacio real. Lo que el Majlis quería era que el rey dejase de jugar con la pelotita del poder y se dedicase, todo lo más, a ese fistro llamado «poder arbitral» en el que, tradicionalmente, los reyes absolutistas se han refugiado cuando no han querido que se les notase lo que eran o querían ser. Es cierto que el Majlis llegó a aceptar el nombramiento de Hussein Alí como primer ministro. Pero es más que probable que lo hiciesen sabiendo que sería un nombramiento efímero, entre otras cosas porque el primero que no quería a Alí de primer ministro era él mismo, pues se retiró de la terna y sólo tras gestiones personales del sha osó volver. Así las cosas, al sha no le quedó otra que nombrar primer ministro al primer político del país: Alí Mossadeq.

El 19 de abril de 1951 fue nombrado primer ministro. El día 30, tan sólo once días después, se aprobaba la ley de nacionalización del petróleo. Así de claro lo tenían el doctor Mossadeq y su Frente Nacional. Evidentemente, estas cosas tienen sus consecuencias. La Iranian Oil Co., británica, suspendió ipso facto los pagos a Irán, lo cual dejó a una parte importante de los funcionarios del país sin sueldo de la noche a la mañana. El 26 de mayo, el gobierno de Londres se querelló contra el de Teherán en la corte internacional de La Haya, a cuya instancia se abrió una negociación de buen rollito que, como no llegó a nada, paralizó todos los pozos de petróleo aquel 31 de julio.

En 1952, los británicos rompieron relaciones diplomáticas con Irán, mientras que Estados Unidos permaneció entre dos aguas, como hace siempre que los problemas de un aliado suyo de toda la vida, como Londres, le vienen bien (y es que una cosa es ser amigos y otra ser gilipollas; una cosa es tener creencias, en este caso capitalistas, y otra creérselas). Eso sí, en 1953 Irán cayó en una crisis económica de la hostia ante la cual el gobierno, desposeído de las rentas del petróleo, poco podía hacer, por lo que aparecieron las disensiones entre Mossadeq y Kashani. Ambos, además, tenían un nuevo factor en contra: en 1952, la llamada revolución de los oficiales libres había acabado con el rey Faruk de Egipto, así pues todas las cancillerías occidentales estaban de los nervios con las revoluciones nacionalisto-musulmanas como la iraní.

Los británicos de la vieja Oil Co. empezaron a pensar en deshacerse de Mossadeq y Kashani probablemente desde el mismo momento que les quitaron la concesión. Por lo que se refiere a Washington, fue el acojone que les entró de que, en la situación de creciente conflictividad creada por el desempleo y la pobreza, la URSS se las acabase ingeniando para entrar en el país y garantizarse la salida al golfo Pérsico. Así se dijo, sin ir más lejos, en una reunión en Washington, el 25 de junio de 1953. Tres meses después, dato importante, de la muerte de Stalin, y por lo tanto un momento en el que el mando soviético se estaba reorganizando. Era ahora o nunca. Y fue ahora. En general Fazlullah Zahedi dio un golpe de Estado, y sustituyó a Mossadeq. Éste moriría unos cinco años después, cuando fue puesto en libertad. Pero muchos revolucionarios musulmanes o de izquierdas no corrieron esa suerte, y fueron muertos en las primeras semanas de represión realizada por el ejército del sha. La nacionalización fue abolida, aunque el mercado del petróleo tenía nuevas reglas: ahora, las compañías norteamericanas tenían un 40% de lo que antes había sido sólo de los ingleses. Asimismo, el sha creó inmediatamente una policía secreta, la famosa Savak, al frente de la cual situó al coronel Nassiri, otro de los golpistas, que en los siguientes veinte años sería responsable de terribles torturas y represiones. Entre otras normas, el nuevo régimen dictó una por la cual todos los periódicos tenían que publicar cada día una foto del sha en primera página. En el país se prohibió la pública exposición de cualquier obra de creación en la que apareciese el asesinato de un rey (como Hamlet, por ejemplo).

En menos de tres años tras el golpe de Estado, al menos 50.000 personas se habían exiliado de Irán, a los que habría que unir los represaliados. Esta situación, además, movió a muchos elementos de la oposición a considerar que el error de Mossadeq había sido considerar que se podía llegar a donde quería por medios democráticos y, por lo tanto, se apuntaron directamente al terrorismo. Es en estos años cuando nace la Mojahiddin Jalk, organización de corte islámico aunque con muchos postulados propios de la defensa del Tercer Mundo; y la Fedayin Jalk, de corte más marxista. Entre los activistas de estas organizaciones había personas como Ibrahim Yazdi o Sadeq Qotbzadeh, que acabarían colaborando con la revolución jomeinista. Un elemento importante para entender la inquina del régimen de los ayatolás contra Israel es, además del propio nacionalismo musulmán, el hecho de que la dictadura del sha post-golpe inició una estrecha colaboración, no sólo con la CIA sino también con el Mossad.

En relativamente poco tiempo, y a pesar de la guerra de guerrillas, Teherán estaba dominada por el sha y su gente. Así las cosas, su oposición necesitaba cambiar el centro de gravedad. Y era natural que miraran hacia donde miraron.

Miraron a Qom, la ciudad de los ayatolás.

Qom, ciudad santa de los chiitas. Son los días en los que el clero también lame sus heridas. Al fin y al cabo, no puede decir que la derrota de Mossadeq no les concierna, puesto que el líder religioso, Kashani, fue su mano derecha espiritual, hasta el límite de aceptar la presidencia del Majlis. Los ayatolás, por lo tanto, también han perdido la batalla, y lo saben.

Es por esos años que un hojat al-Islam especializado en fiqh (jurisprudencia) empieza a llamar la atención por el creciente número de seguidores que alimentan su hawza. Se llama Ruhallah Jomeini. Es una persona austera e inteligente. Lo suficiente como para tener una explicación para lo que ha pasado, que es precisamente lo que todo el mundo demanda. Jomeini le dice a sus oyentes: el error de Mossadeq y de Kashani fue centrarse el petróleo. El petróleo no importa. Lo que hay que ambicionar no es el poder sobre el petróleo, sino el imperio del Islam. Todo lo demás es tributario de este gran objetivo.

Éste es un elemento fundamental del jomeinismo y, al tiempo, su gran limitación. Jomeini no compagina religión y política, sino que supedita absolutamente ésta a aquélla. Es, evidentemente, una limitación que no se verá clara hasta que tenga el poder en las manos pero, de alguna manera, existe desde el principio.

El éxito creciente de Jomeini, en cualquier caso, acabó por levantar las suspicacias y el temor del sha. Por eso el monarca Palhevi, en alocución radiada, retó a Jomeini, aunque sin citarlo, preguntando públicamente al clero iraní qué pensaba de uno de sus miembros que aceptaba dinero de extranjeros. La puya tenía relación con una cantidad enviada por el presidente egipcio; Nasser, a la hawza de Jomeini.

Esta provocación del sha tiene gran importancia porque, aparte de provocar al día siguiente las aclaraciones por parte de Jomeini (el dinero era para viudas y huérfanos), también fue el momento elegido por éste para realizar un movimiento increíble y de gran importancia para su revolución.

En la primera toma de esta serie os he contado que en los primeros años del islamismo, cuando los partidarios de Alí fueron declarados clandestinos, las gentes eran obligadas a apostatar de él en público para demostrar su fidelidad. De aquellos tiempos data la práctica chiita de la tuqi'a o disimulo; práctica según la cual, en determinadas circunstancias, un chiita podía hacer como que no era chiita, para mover a sus enemigos al error.

Jomeini, espoleado por la oposición del palacio y claramente embarcado en una estrategia de imposición del Islam en Irán, declaró el fin de la tuqi'a. Afirmó que había llegado el momento de que los chiitas proclamasen aquello por lo que creían. Y este movimiento tiene gran importancia, porque multiplicaría, en los meses y años siguientes, el poder del chiismo en todo el mundo musulmán y árabe. Convirtió a Jomeini en el primer líder religioso que se enfrentaba frontalmente al sha (no olvidemos que Kashani se enfrentó con la situación del mercado del petróleo, no tanto con el sha), lo cual, con el tiempo, le garantizó el status de máximo dirigente revolucionario.

El sha reaccionó (1962) con la llamada revolución blanca, que pretendía vender modernidad a Irán: reforma agraria y un ambicioso programa de igualdad de sexos que incluía la elegibilidad de las mujeres. Provocó la oposición de Jomeini y le obligó a buscar el apoyo de los mulás más jóvenes, puesto que no contaba, entonces, con un apoyo consensuado entre los ayatolás.

La petición de Jomeini al sha tenía tres puntos: eliminación de la esclavitud respecto de los Estados Unidos; respeto al Islam; y empleo de las riquezas del país en luchar contra la pobreza y la exclusión. El sha ni se molestó en contestar.

En marzo de 1963, la tensión era evidente en las vísperas del sermón de Jomeini, previsto para el aniversario de la muerte de Jaafar es-Sadiq, sexto de los doce imanes del chiismo. No obstante, elementos de la Savak infiltrados en su hawza le reventaron la cosa. Al día siguiente, esos mismos policías penetraron en la escuela islámica para detener a varios de sus miembros, y hubo unos disturbios que provocaron 22 muertos.

El cerco sobre Jomeini prosiguió mediante la oferta del gobierno de Teherán, realizada en la persona del ayatollah al-uzma Shariatmandari, en el sentido de que todo aquel signo de Dios que se sintiese inseguro en Qom a causa de los disturbios podría ser trasladado a Iraq; una oferta envenenada que buscaba separar a los líderes religiosos y aislar a Jomeini.

El 5 de junio, con ocasión de la fiesta del majlis el-arbain, que honraba a los muertos en el ataque sufrido por el seminario de Faydiyauh, Jomeini, fiel a su propio anuncio de que el disimulo se había ido a tomar por la parte del cuerpo que precisamente rima con disimulo, lanzó una filípica contra el sha en la que no se calló nada. Le apeló de hombre enfermo y miserable, entre otras cosas. Quizá buscaba lo que pasó o quizá es que, simplemente, dentro de su esquema mental esos ataques tan directos y desinhibidos eran necesarios. El caso es que el siguiente, lógico, paso del gobierno, fue detener a Jomeini, que entonces era ayatollah, así pues aún podía ser detenido. Inmediatamente, tanto en Qom como en Teherán, donde se le trasladó, se multiplicaron las manifestaciones de defensa del líder religioso. A las 72 horas de detención, un seminarista de Qom se fue a la entrada del Majlis y se apioló al primer ministro, Hassan Alí Mansur.

Jomeini fue trasladado y abandonado en la frontera irano-turca. Como era de esperar, Jomeini regresó y se dirigió a Najaf. Mientras tanto, el sha se llevaba por delante en Qom a todo lo que se movía.

A Palhevi le tocaría la lotería en 1967, con la fulgurante victoria israelí sobre sus enemigos árabes. Aquello acabó definitivamente con el liderazgo panárabe de Nasser. Para colmo, por esas fechas Reino Unido liquidó sus protectorados en el golfo, que se federaron a cambio de la independencia, lo cual retiró de las aguas de la zona a la flota británica. Dos de los poderes que podían haber hecho sombra al liderazgo regional del sha, pues, desaparecieron casi al mismo tiempo. El 26 de octubre de 1967, el sha se coronaba a sí mismo, en una ceremonia que había aplazado hasta el momento en que su nueva esposa, Farah Diba, le dio un heredero. Fue una celebración fastuosa que hizo las delicias de las revistas de papel cuché, y que sólo fue superada, en 1972, con la celebración de los 2.500 años de la monarquía aqueménida en Persépolis. Como pequeño detalle de lo que fue aquella boda, baste decir que, para que todos los servicios a los invitados estuviesen a pleno rendimiento, se levantaron varias centrales eléctricas en pleno desierto.

Como si al sha le hubiese caído una bendición, en 1973 llegó la guerra del Yon Kippur, el mosqueo árabe y la movida de la OPEP poniendo el precio del petróleo por las nubes. Aquello, por supuesto, multiplicó la riqueza de Irán.

Todos estos factores hicieron que el Sha pensara en sí mismo para ser el centro de la denominada doctrina Nixon, desarrollada por la Casa Blanca tras el fiasco de Vietnam, según la cual los intereses americanos en el mundo deben garantizarse mediante la instrumentación, en cada zona, de estados potentes con función policial, amigos de Estados Unidos pero no Estados Unidos mismo. De hecho, esta doctrina se concretó en la zona con la formación de una coalición anticomunista llamada Safari Club, de escasa eficiencia. La doctrina Nixon tuvo una larga vida geopolítica hasta que fue sustituida por la doctrina Bush con la primera y segunda guerra del Golfo, con las que ha regresado la intervención directa americana, así como la doctrina Obama en Afganistán.

El 1 de junio de 1972, Iraq nacionalizó el petróleo y, además, en 1974, tras la guerra del Yon Kippur, comenzó a poner obstáculos a los acuerdos de no agresión entre Israel, Egipto y Siria. Esto molestó un poco a Kissinger. Por eso, los americanos decidieron reactivar una de las peticiones que les había hecho Mohammed Palhevi para que le ayudaran atizando el conflicto kurdo en Iraq para debilitarlo. Nunca se pretendió, para desgracia de los kurdos, ayudarles a ganar. Entre otras cosas, Irán también tenía una minoría kurda, y el sha sabía que si los kurdos iraquíes ganaban, también querrían lo suyo. Pero el grifo de las armas manó para ellos. 

En 1975, sin embargo, la falta de paciencia del Sha, uno de sus muchos defectos, le hizo cambiar de criterio. Se cansó de esperar que los kurdos obtuviesen victorias sonoras contra Bagdad, así que retuvo un gran alijo de armamento llegado a Teherán para la guerrilla y se puso en contacto con Sadam Husein. En marzo de aquel año, en la conferencia de la OPEP de Argel, y ante la atenta mirada del presidente local Houari Bumedian, ambos dirigentes se reunieron y acordaron que Irán cortase el grifo de los kurdos. En Washington juraron en arameo.

En algún momento entre 1965 y 1975, un observador superficial habría encontrado serias dificultades para desmentir al sha si le dijera, como probablemente le diría, que su shanato estaba totalmente consolidado y que no había, nunca mejor dicho, moros en la costa.

Pero se equivocaba. Porque no había acabado con Jomeini.

Ruhallah Musawi, nacido en 1902 en el pueblo de Jomein, próximo a Qom, hijo de Mustafá Musawi, un mullah que murió de un disparo en la cabeza cuando su hijo aún era un niño, se había especializado en la jurisprudencia islámica, en el desarrollo de la cual había terminado por diseñar una teoría que acabó por adaptarse como un guante a las necesidades de la revolución islámica como rebelión de puro origen religioso. Partidario absoluto de la intervención directa de los líderes religiosos en política, Jomeini concebía las necesidades del islamismo como una especie de proceso de flujo y reflujo por el cual primero se desharía de prácticas e ideas obsoletas (como la práctica del disimulo chiita) para después adoptar otras nuevas. Ambas promesas se hicieron notablemente atractivas para los musulmanes más jóvenes los cuales, al revés de lo que ocurría en Occidente, encontraban problemas para encontrar respuestas en el marxismo.

Seudoexiliado en Najaf, Jomeini comienza a invertir el dinero que le llega de su hawza en propaganda, y aquí está otro de los grandes logros del ayatollah, que fue capaz de ver las potencialidades de la comunicación masiva. A finales de los setenta la capacidad de difusión era distinta de la actual, y por eso la estrategia de Jomeini fue la grabación de cintas de casete con sus mensajes, que luego sus discípulos podían escuchar en cualquier lugar del mundo. A su manera, pues, Jomeini se convirtió en una especie de ciberpredicador de la era de antes de la red, lo cual demuestra una notable capacidad estratégica. 

En 1974, el presidente de Iraq, Ahmed Hassan el-Bakr, intentó captar a Jomeini para una campaña contra el sha, pero éste se negó por considerar que era demasiado pronto. En 1977, una vez que el sha y Sadam habían llegado a una entente, Teherán pidió a Bagdad que actuase contra el líder religioso iraní, por lo que las autoridades iraquíes le dieron a elegir entre suspender su propaganda o exiliarse. En realidad, el sha pretendió parar el exilio de Jomeini, pero no pudo porque Sadam, consciente de la fuerza de los chiitas en su país, se negó a arrestarlo. Así las cosas, Jomeini eligió el exilio y se trasladó a Neauphle-le-Chateau, a 35 kilómetros de París; no sin antes haber intentado permanecer en el mundo musulmán, concretamente en Kuwait, Siria o Argelia. Fue Beni-Sadr, presidente del Comité de Estudiantes Iraníes en París, quien le convenció de que allí estaría bien. Beni-Sard se demostró como todo un estratega de las relaciones públicas: en los pocos meses que Jomeini estuvo en Francia, concedió casi medio centenar de entrevistas, lo que extendió su mensaje por el mundo entero y le granjeó, además, la simpatías de no pocas organizaciones progresistas occidentales (por razones que son fáciles de entender, la prensa siempre tiene simpatía hacia todo aquél que le da más facilidades; y esa simpatía se transmite a la opinión pública).

En septiembre de 1977, la Savak mató a Mustafá, uno de los hijos de Jomeini. Fue un poco antes de su exilio y el ayatollah, coincidiendo con los hechos, dictó la instrucción o i'lamiyah que puede considerarse comenzó la revolución islámica. En la misma, ordenaba a sus seguidores no reconocer el gobierno del sha, no colaborar con él y fundar instituciones islámicas en todos los ámbitos de la vida civil.

Desde su llegada a Francia, la estrategia de Jomeini revela bien a las claras su conciencia de que la llave de cualquier cambio de régimen en Irán es el ejército. Cada vez más i'lamiyah están dirigidas a las fuerzas armadas o a la actitud que los revolucionarios deben guardar ante ellas. Pidió primero a los soldados que desertaran y después que lo hiciesen llevándose las armas, para así poder ayudar a la revolución. Y no le salió mal: el 1 de enero de 1978, el presidente James Carter fue huésped del sha en Teherán. En esa misma fecha, siguiendo las instrucciones de las cintas de Jomeini, un batallón antiaéreo desertó del ejército iraní con armas y bagajes.

En Irán se multiplicaban los conflictos y las huelgas. Éste, el incremento de la conflictividad, era el primer elemento de la estrategia del ayatollah. El segundo, importantísimo y que ha dejado una honda huella en el fundamentalismo islámico, es la apelación al martirio. En la introducción de estos post, dedicada al chiismo, ya he dicho que el martirio es connatural a la existencia, desarrollo y fuerza moral del chiismo, puesto que esta creencia islámica se basa precisamente en el martirio del hijo de Alí, que tiene para los chiitas la misma importancia que pueda tener el de Jesús para los cristianos. A través de ese prisma es como se debe entender la serie larga de fatwas lanzadas con sus cintas por Jomeini a partir de principios de 1978 llamando a sus seguidores a que no mostrasen resistencia al ejército y que, lejos de ello, aceptasen el martirio si eran disparados o maltratados.

En realidad nadie en Occidente, salvo la inteligencia judía, supo ver ni valorar la potencialidad de estos mensajes y de esta forma de actuar. Washington siempre la infravaloró, como la infravaloró el sha. Podríamos decir que la capacidad analítica occidental no estaba en condiciones de poder entender la importancia del martirio y sus capacidades. Lo cual, por cierto, demuestra que en la CIA, el MI5, el CNI y todos esos sitios, debe ser que si pillan a un espía leyendo un libro de Historia le aplican el Código Rojo, porque, si no, no se entiende. 

Fue en ese momento cuando importantes miembros del staff del sha, como el general Afshar Amini, algo así como su jefe de gabinete, comenzaron a pensar, con la ayuda de los israelíes, que tal vez, a las dos estrategias clásicas posibles por parte del régimen (liberalizarse o endurecerse) había una tercera vía consistente en enviar al rey a un largo viaje por el extranjero, pretextando algún tipo de dolencia, que dejase el país en manos de un regente, quizá Farah Diba, que aportase una imagen nueva al régimen. A EEUU, probablemente, le gustara más la solución de promover un golpe militar proamericano; lo que podríamos denominar la solución pakistaní. En medio de toda la milonga se cruzaba el enfrentamiento cainita existente en la corte entre Farah Diba y la familia del sha (su madre y sus hermanos), todos ellos maniobrando para controlar el poder.

El 13 de agosto de 1977 estalló una bomba en un restaurante de Teherán frecuentado por americanos. Ese mismo mes, 430 personas murieron abrasadas en un cine de la ciudad de Abadán. Las acusaciones populares contra la Savak por el hecho causaron gravísimos disturbios. Mientras tanto, en palacio se había decidido ya que el sha no abandonaría el país y que se iniciaría una liberalización, para lo que fue nombrado Jaafar Sharif Emani. Emani publicó un plan de seis puntos que incluía la liberación de presos políticos, el aumento en un 40% del salario de los funcionarios, la apertura controlada a nuevos partidos políticos, elecciones controladas, respeto a los derechos humanos y un plan anticorrupción. Se abolía el ministerio de la Mujer y el calendario aqueménida, gestos ambos destinados a caer bien entre los musulmanes.

La respuesta de los islámicos fue organizar, en septiembre, una serie de manifestaciones monstruo en Teherán que desafiaron la inmediata declaración de la ley marcial. El ejército disparó, causando un mínimo de 100 muertos. En esas jornadas, se esfumó la última posibilidad de que los ayatolás fuesen a avalar algún día el reinado del hijo de Mohammed Palhevi.

A finales del 77, Emani jubiló a varios miembros de la Savak y liberó a centenares de presos políticos. Pero las manifestaciones proseguían, por lo que el sha, allá por noviembre, se convenció de que la única salida era un gobierno militar. También Estados Unidos opinó que así debía ser. Por lo tanto, el Sha nombró primer ministro al general Gholan Reza Ashari (a pesar de que no quería serlo, por cierto). Tras su subida al poder, el sha lanzó un mensaje radiado aseverando que había entendido el mensaje y anunciando una nueva etapa de gobierno (hay una ley histórica casi matemática: cuando más asevera un líder que ha entendido un mensaje, menos lo ha entendido). La reacción de la calle, sin embargo, dejó claro a todos que había que buscar soluciones alternativas.

Fue sólo en ese momento, considerablemente tarde en mi opinión, cuando el sha intentó contactos con la oposición. Contactó con un viejo político del Frente Nacional, Karim Sanjabi, y le ofreció el gobierno. Sanjabi, para sorpresa del palacio real, reaccionó marchándose a París a parlamentar con Jomeini, quien le dejó claro que no contase con él. A su regreso a Teherán, el sha arrestó al que dos semanas antes era su gran esperanza blanca, para impedir que pudiese dar una rueda de prensa y contarlo todo. Algunos días más tarde, el general Nassiri, de la Savak, era arrestado, y se anunciaba una investigación sobre los negocios de la familia Palhevi. En paralelo, se contactó con Mehdi Bazargan, uno de los pocos civiles por los que Jomeini sentía simpatía. Bazargan había sido encarcelado al declararse la ley marcial y ahora la Savak le ofreció cooperar con el sha siempre y cuando éste aceptase un estatus de rey constitucional que no actuase en el gobierno.

A finales de noviembre de 1978, con Bazargan ya libre, una delegación de Estados Unidos le visitó. Bazargan le explicó a los americanos que, en su opinión, el sha debía abandonar el país, sustituido por un Consejo de Regencia y un gobierno de notables. Visto que los americanos se mostraron dispuestos a seguir hablando, Bazargan contactó con algunas las personalidades del entorno de Jomeini, como el ayatollah Muntazari o el que entonces era hojat al-Islam, Hashimi Rafshanjani, con los que acordó cinco puntos:

1.                 Abandono del país por el sha, con el pretexto de algún tratamiento médico.
2.                 Consejo de Regencia formado por personas aceptables por todos.
3.                 Gobierno nacional aperturista.
4.                 Disolución del Majlis.
5.                 Nuevas elecciones.

EEUU aceptó estos puntos, pero finalmente se produjo un desencuentro al proponer Bazargan el estudio de cambios en la Constitución de 1906 para eliminar toda referencia al sha. En diciembre, sin embargo, se llegó a un acuerdo a cambio de la restitución de la ley y el orden.

El ayatollah Muntazari viajó a París con la intención de obtener el nihil obstat de Jomeini e incluso discutir con él los miembros del futuro Consejo de Regencia. Pero se encontró a un hombre totalmente renuente que lo rechazó todo. Todo. Ninguno de los negociadores de Teherán, es decir ni la oposición civil iraní, ni los líderes religiosos que les apoyaban, ni por supuesto los americanos que, increíblemente, en ese momento todavía tenían dificultades para distinguir a un persa de un bosquimano, ninguno de ellos había entendido que los chistes floreados que habían pactado entre ellos no tenían nada que ver con el espíritu de Jomeini. Nada. Quizá es que no escuchaban sus cintas.

Lo que bien pudo decir Jomeini en aquellas entrevistas con Muntazari pudo ser lo que una vez dijo el líder de los Doors, Jim Morrison: we want the world; and we want it now.

El 2 de diciembre de 1978 comenzó el último acto de la revolución iraní. Este día comenzó el Muharram, el mes santo de los chiitas. Ante la posibilidad de disturbios, el gobierno decretó el toque de queda y Jomeini, ni corto ni perezoso, decretó el desafío al toque de queda. El personal, como había hecho cien años antes dejando de fumar, tomó las calles, el ejército disparó y hubo un montón de muertos. Los hombres del sha le dijeron entonces a los americanos que la gente había aprendido y que no habría más conflictos. Es lo que suele pasar. Pero no pasó así, porque la revolución chiita tiene muchos elementos que otras no tienen. El día 2, centenares de miles de personas invadieron las calles. Para entonces, Washington estaba noqueado. En la Casa Blanca nadie tenía ya ni puta idea de lo que se podía hacer.

En el ashura, décimo día de Muharram y fiesta del martirio de Hussein en Kerbala, el gobierno cambió de estrategia y permitió las manifestaciones. Le dio igual. En Ispahan las multitudes asaltaron la sede de la Savak y derribaron algunas de las muchas estatuas públicas del sha. El ejército disparó. Más muertos. Más mensajes de Jomeini indicando a los militares que les perdonaban, pero advirtiéndoles de que no estaban haciendo otra cosa que engrosar la nómina de mártires de la causa. Barzagan viajó a París para intentar convencer a Jomeini de que, blandito como estaba ya el gobierno, quizá era el momento de parar las muertes y negociar. Jomeini, claro, le dijo que ni de coña.

El 29 de diciembre, el sha nombró primer ministro a Shahpur Bajtiar. Fue primer ministro Bajtiar por la única razón de que otros líderes del Frente Nacional con más predicamento que él, como Karim Sanjabi o Gholam Hussein Sadiqui, rechazaron el cargo. El 3 de enero, Estados Unidos envió al general del Aire Robert Huyser, que llegaba con instrucciones de poner al ejército persa a las órdenes de Bajtiar; era tan así, que el sha se enteró de que Huyser estaba en Teherán tres días después de que llegara. Todo el mundo daba a Palhevi por amortizado.

Bajtiar era el primero de la lista. Estaba dispuesto a derrocar al sha y convocar elecciones, como demandaban los manifestantes. Utilizando su poder, le cerró el grifo del petróleo a Israel y al régimen racista de Sudáfrica, en claros gestos de progresismo reformista con los que pretendía cauterizar el radicalismo revolucionario. El presidente Carter, a través del francés Giscard, le envió a Jomeini un mensaje: EEUU apoyaba a Bajtiar y esperaba de Jomeini que apoyase a Estados Unidos. Si decía que no, habría un golpe militar. Queda, pues, claro, que Carter nunca entendió ni remotamente el pensamiento de Jomeini, ni sus apreciaciones estratégicas. Jomeini contestó exactamente lo que estáis pensando que contestó.

Los americanos comenzaron a hablar descaradamente con el sha de cuándo se piraba de Irán. Bajtiar tomó el poder el 6 de enero y comenzó a dar la barrila para que el sha se marchase de una puta vez. Sin embargo, tuvo que esperar mucho, hasta el día 16. El sha retrasó su salida porque quería llevarse parte del pastón que había ido acumulando con los años; muy comprensible.

Irán quedó en manos de un Consejo de Regencia presidido por un venerable anciano sin poder, Jelaleddin Tehrani. El sha se marchó pensando que lo dejaba todo atado y bien atado, pero para entonces los Estados Unidos ya tenían el plan de establecer una república en Irán. Jomeini respondió adelantando la reina: proclamó que obedecer a Bajtiar era obedecer al diablo y, sobre todo, anunció la formación de un Consejo Revolucionario. Nada más saber que Jomeini también tenía su gobierno, los ministros de Bajtiar comenzaron a dimitir. Por último, Jomeini planteó el órdago, y anunció en París: me voy p'a Teherán.

Bajtiar le pidió tres meses para poder completar su proyecto de reformas. Todavía, por lo que se ve, no se había enterado de que Jomeini tenía su propio equipo y no contaba con él. Jomeini incluso desoyó a Bazargan, que era partidario de que se formase un gobierno en el exilio y se diese tiempo a Bajtiar a limpiar el patio unos meses. De tres meses, Bajtiar pasó a dos. Luego a tres semanas. A todo le contestó Jomeini que nones.

En un Jumbo de Air France, con una tripulación francesa voluntaria (todos hombres; incluso prohibió viajar a su esposa y a las esposas de sus asesores), llegó Jomeini a Teherán el 1 de febrero de 1979. Los días anteriores hubo gravísimos disturbios y una demostración de fuerza del ejército, que sacó a la calle toda su ferralla; aunque, al mismo tiempo, diversas unidades se amotinaron a favor de la revolución. A pesar de lo que en un momento se temió, a pesar de que Jomeini fue recibido por la multitud casi como un Mesías, no hubo graves disturbios. Jomeini se alojó en la escuela Husseiniyeh, donde nombró a Bazargan primer ministro, pasando como de comer mierda de Bajtiar, que aún no había dimitido. Las deserciones de unidades militares en masa proliferaron como setas. En ese momento, de Washington le llegó al general Huyser el mensaje de que había llegado el momento de impulsar un golpe de Estado. Es de suponer que el viejo general se descojonaría. ¿Con qué? Esa insinuación, tan tardía, tan fuera de la realidad, es la mejor metáfora de la putomiérdica, diríase que soberbia, forma con que Estados Unidos se tomó la cuestión iraní. 

Bajtiar declaró el toque de queda. Jomeini escribió en un papel la orden de desafiarlo. El papel de Jomeini llegó a la televisión iraní antes que los soldados que iban a tomarla para hacer respetar el toque de queda.

Tras el triunfo de la revolución, el jefe de la Savak, general Nassiri, fue detenido y posteriormente fusilado. En el ínterin, para intentar salvar el gollete, hizo una confesión completa en la que, entre otras cosas, informó a los revolucionarios de que el gobierno iraní llevaba años teniendo un topo en la embajada USA. Este topo, conocido por el sobrenombre de Hafiz (que yo sepa, los revolucionarios le dejaron irse a Europa finalmente, y nunca se ha sabido a ciencia cierta quién era) fue subcontratado por los jomeinistas para que siguiera haciendo lo que hacía. Facilitó al ministro del Interior, ayatollah Hashimi Rafsanjani, todos los datos sobre los mensajes llegados y salidos de la embajada durante los últimos días del sha; así pues, los revolucionarios, en septiembre de 1979, ya tenían una perfecta información de todo lo que Washington había intentado contra ellos, o pensado en intentar. 

En ese mismo mes de septiembre, en Nueva York, el secretario de Estado americano, Cyrus Vance, se reunió con el ministro iraní de Asuntos Exteriores, Ibrahim Yazdi, al que intentó convencer de que ambos países tenían un enemigo común, la URSS, y de que Estados Unidos comprendía a la revolución jomeinista. Sin embargo, en el mismo momento que esta entrevista se producía, los papeles de Hafiz eran conocidos en Teherán. A partir de ahí, la oposición frontal del régimen de los ayatolás hacia Estados Unidos plantó hondos cimientos, y hasta hoy.

El 2 de noviembre, en medio de los denodados intentos del Consejero de Seguridad Nacional americano, Zbignew Brzezinski, para tender puentes con el régimen de los ayatolás, diciéndoles que la marcha del sha a Estados Unidos se había producido a última hora por motivos de salud cuando los iraníes tenían papeles que demostraban que hacía meses que los americanos contaban con ese desplazamiento, Jomeini lanzó un mensaje público a los estudiantes, llamándoles a difundir la conspiración estadounidense.

Aquella soflama fue el mensaje que necesitaba el Comité Revolucionario de la Universidad de Teherán, al mando del hojat al-Islam Musawi Joeiny, para comenzar a preparar el ataque a la embajada, que culminaría en el episodio quizá más humillante de la Historia de los Estados Unidos. Lo que vio el mundo por la tele fue una multitud enardecida que tomó la embajada. Pero testigos bien informados han dejado dicho que no fue eso ni de lejos. Fueron las huestes de Joeiny, 50 activistas de élite y unos 400 más que se hacía llamar morabitun, una especie de antiguos guardias de frontera, los que tomaron la embajada. Mantuvieron secuestrado al personal durante semanas e, ítem más, el presidente Carter autorizaría una operación de rescate muy de película de Schwartzennegger, que terminó como el rosario de la aurora, con los comandos setados contra el suelo. Irán humilló a Estados Unidos durante mucho tiempo.




¿Qué queda de la revolución iraní? Más bien, la pregunta es qué no queda. La revolución iraní es, hoy, en buena parte, el ayatollah Jomeini, por mucho que esté ya muerto. Para bien, y para mal.

Ya he dicho al principio de este texto que la revolución islámica es la otra gran revolución del siglo XX junto con la rusa. Pero Jomeini no era Lenin, en este caso para desgracia del primero. Jomeini, desde luego, tenía más inteligencia estratégica que Lenin para hacer la revolución. A Lenin su asalto al poder le salió bien por muchas circunstancias, entre ellas la primera guerra mundial, que Kerensky era un maula, y que tenía a su lado a Trotsky, que sí era un revolucionario pata negra. A Jomeini la suerte no le regaló nada. Él supo ver, antes que nadie, lo que ahora es tan obvio, es decir la capacidad de lanzar masas políticas islamistas y hacerlas caminar en una dirección sin dudas. Los palestinos han sido de toda la vida tan devotos de Alá como lo puedan ser los chiitas iraníes y, sin embargo, sus líderes nunca han conseguido de ellos tal nivel de consenso y coordinación.

Jomeini fue un gran estratega de masas cuando la labor de las masas fue luchar y destruir lo existente. Pero donde Jomeini pierde frente a Lenin como casi cualquiera frente a Guardiola es en la otra cosa que tiene que ser un revolucionario: un buen gobernante.

La revolución islámica llegó y se hizo con el poder sin tener demasiado claro qué quería hacer de Irán, excepción hecha de los presupuestos teológicos y morales. En Irán no ha habido la construcción de un Estado islámico chiita como hubo la construcción de un Estado soviético en la URSS. Lenin sabe que esa construcción, por mucho carisma que se tenga, supone enfrentarse a contradicciones y diferencias internas en el movimiento. La revolución iraní, sin embargo, se ha saltado ese capítulo. Ha pasado directamente al estadio en el que la revolución, plenamente consolidada, se deshace de las contraversiones que le molestan (o sea, en la URSS, el tardoleninismo y el estalinismo). La pregunta, pues, es si la revolución iraní está suficientemente consolidada como para poder enfrentarse y ganar a sus contraversiones.

Hay otro factor fundamental, y es que Irán no está solo. Irán está situado en una zona geo-eco-estratégica de gran importancia que no tiene un líder claro. Se han probado varias cosas. Se probó con el islamismo progresista de Nasser; se probó con el liderazgo nacionalista sirio; probó el sha; y Sadam; probaron los estadounidenses en Iraq y ha probado el ISIS. Los musulmanes son muchos y muy variados y existen diferencias entre ellos que quizá los que no lo somos tendemos a no ver. Por eso, las combinaciones son muchas y muy variadas. El tablero ya era complicadillo pero, por si no era suficiente, el experimento aliado occidental en Iraq y la dramática aparición en el escenario de la alternativa talibán o del Daesh, lo han complicado aún más. 

En todo caso, sea cual sea el presente, y el futuro, lo que es innegable es que la huella dejada por la revolución iraní es bien, pero bien, profunda.



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