martes, agosto 29, 2017

Digesto romano

Regresando de las vacaciones, uf. Y lo hago con uno de mis digestos, esto es, recopilación de un tema tratado en su día por capítulos, reeditado y revisado para la ocasión.

Se trata, en este caso, de la serie dedicada en su día a la caída del Imperio Romano. Un digesto y una edición doblemente necesarios, por cuando en su publicación en folletín se traspapeló una toma que no habéis podido leer. Así pues, este digesto es un poco como esas pelis que exhiben "con dos minutos más introducidos por el director y nunca exhibidos".

Lectura de repaso, pues.

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Hay muchos testimonios, incluso en la primera Historia de Roma, de que la frontera oriental de sus posesiones europeas nunca dejó de ser un problema. Pero para hablar de la caída del poder de Roma, en puridad, hay que desplazarse hasta el cuarto siglo de la era. Un siglo en el que Roma seguía siendo enormemente poderosa, pero había cambiado bastante.


En primer lugar, las acromegálicas necesidades de su organización estatal habían llevado al Estado romano a establecer una red de impuestos que muy probablemente era confiscatoria. En segundo lugar, la clase política se encontraba bastante debilitada pues, a pesar de basarse en el poder de unas cuantas familias, para entonces, según se ha estimado, apenas una cuarta parte de los senadores procedía realmente de aquella casta que había hecho grande al Estado y que justificaba su naturaleza oligárquica.


En el año 368, un senador llamado Símaco visitó la ciudad de Trier o Treveris, situada en la actual frontera entre Francia y Luxemburgo. La misión de Símaco era imponer la aurum coronarium, la corona de oro, al emperador Valentiniano I. La corona de oro no era una corona. En realidad, era una pasta que las ciudades del imperio otorgaban voluntariamente (so to speak; o sea, más o menos con el mismo nivel de voluntariedad con que los coruñeses le regalaron Meirás a Franco) a un nuevo emperador en el momento de su nombramiento y con cada quinquennalia, esto es, cada vez que acumulaba un lustro de mandato. Valentiniano había subido al poder en el 364, por lo que estaba a punto de llegar a su quinto año de mandato, y debía recibir los euros.


Así pues, hay ciertas cosas que se deben entender. La primera, que en el cuarto siglo de nuestra era, para ir a ver a un emperador ya no te bastaba con cruzar el Foro a pie o en carrito: tenías que salir de Roma y muy a menudo, llegarte hasta donde Jesucristo perdió su abono-transporte. La capital seguía siendo la capital y demandando buena parte de los ingresos fiscales del Estado romano, pero había dejado de ser el centro del Imperio. En Italia, había sido batida por Milán, que tenía la ventaja de estar más cerca de otras fronteras del Imperio. Pero además estaban Trier, o Sirmium en el Danubio, Nicomedia en Asia Menor, o Antioquía. Todos estos lugares eran ya políticamente mucho más relevantes que Roma. Estas nuevas capitales de hecho no hacían sino reflejar una situación por la cual los emperadores tenían que estar centrados en las tensiones existentes en sus fronteras.


La segunda cosa que hay que saber es que la figura del emperador había cambiado radicalmente, orientalizándose. El contacto de Roma con el mundo helenístico y, sobre todo, con las mesetas de Persia y sus satrapías, había cambiado para siempre la figura del emperador. Éste, recuérdese, comenzó siendo un primus inter pares, aunque ya muy pronto (sobre todo con Augusto) se procedió a hacer cosas como divinizarlos. El proceso, lento pero seguro, se perfeccionó durante el periodo que podemos denominar de los Doce césares por seguir con la descripción de Suetonio. En el cuarto siglo de nuestra era, el emperador romano ya poco se distinguía de un basileus helenístico y, entre otras cosas, en presencia del emperador se exigía la proskynesis, esto es el acto de tirarse al suelo y humillarse. La descripción que nos ha llegado de la entrada del emperador Constancio en Roma, apenas siete años antes de la elevación de Valentiniano, nos pinta a un tipo sentado en su trono que no mueve ni un músculo; los emperadores se han convertido en estatuas admiradas por su pueblo.


Pero la gran novedad que se había producido en el cuarto siglo de la era, por la importancia que tendría en el funcionamiento del Imperio, fue la introducción de la corregencia. Adelantando la decisión de Constantino el Grande, para entonces era normal que el Este y el Oeste del Imperio fuesen administrados por distintos jerarcas. Algunos emperadores (Constancio II, Juliano, Joviano o Teodosio I) gobernaron solos durante algún tiempo todo el Imperio, pero eso fue la excepción.


Para gobernar, aquellos emperadores no tenían que mirar al Senado, que de tiempo atrás era ya una institución bastante poco útil. En realidad, el Imperio se había convertido en buena parte en lo que hoy denominaríamos una dictadura militar, puesto que el ejército era el principal punto de atención para los emperadores; especialmente los comitatenses o comandantes de las fuerzas desplegadas en diferentes regiones, y que habitualmente tenían el poder de poner y de quitar. El ejército y los palatini, esto es la corte de burócratas que rodeaban al emperador, eran los dos elementos de gobierno. Ser emperador, de esta manera, era un hecho que surgía mucho más del consenso de militares y altos funcionarios que de una legitimidad dinástica que a veces no estuvo tan clara.


Un elemento importante del Imperio romano tardío es que había roto el vínculo entre la carrera política clásica, el cursus honorum, y la carrera militar. Los senadores podían aspirar a conseguir puestos diversos que les darían poder para distribuir trigo o presidir fiestas religiosas; pero ya no eran los cónsules de siglos atrás, aspirantes a obtener mando en tropa que consolidase su poder. El ejército, en un fenómeno muy moderno, se había convertido en una realidad en sí misma.


Ser senador cada vez contaba menos para el poder, y por esa razón el acceso a la condición ya no era lo que había sido en el pasado. Fue, precisamente, en aquel cuarto siglo de nuestra era cuando fueron básicamente emasculados. En primer lugar, si los emperadores de los tiempos más conocidos habían tenido asesores en los que habían podido confiar pero sin darles categoría senatorial, eso se acabó. A partir más o menos del año 300, los emperadores empezaron a petar el Senado con sus propios ministros y secretarios. Más de 5.000 altos funcionarios del siglo, que no tenían sangre para ser senadores, ocuparon sin embargo sitial. De hecho, fue en este siglo cuando se crearon dos categorías de senadores, por así decirlo, de pata negra: los spectabiles y los illustres; categorías ambas a las que se accedía siendo un buen burócrata, no perteneciendo a familias patricias. En la segunda mitad del siglo, para colmo, se creó un nuevo Senado en la mitad oriental del Imperio; la verdad es que muchos de los burócratas y aristócratas que lo formaron ya residían allí.


Aquella Roma, de hecho, inventó la aristocracia, con la invención, desde Constantino, del comite o conde como lo llamamos nosotros, inicialmente una marca que señalaba un favor personal del emperador.


¿Y los bárbaros? Bueno, en el siglo IV, los bárbaros ya habían tenido sus momentos. Por ejemplo, el año noveno de nuestra era, cuando tres legiones enteras comandadas por Publio Quintilio Varo, totalizando hasta 20.000 hombres, fueron masacradas en el Teutobergiensis Saitus o, como lo conocemos hoy, el bosque de Teotoburgo. Roma nunca olvidó la humillación y, de hecho, en cuanto pudo envió a Germánico César, sobrino del emperador de Tiberio, a poner las cosas en su sitio en el año 15.


La masacre de Varo fue perpetrada por una coalición oportunista de pueblos germánicos, que eligieron como comandante al caudillo de los cherusci, Arminio, conocido como El Germánico, todo un modelo para el nacionalismo alemán, que le ha compuesto más de sesenta óperas (la mayor parte de ellas, plúmbeas como un melón colgado de un párpado). Eso sí, los alemanes erraron al especular con el lugar de la batalla, y de hecho hay un monumento que la celebra en Detmold, cuando ésta tuvo lugar a unos 70 kilómetros de allí, en Wiehengebirge, en un lugar conocido como la depresión de Kalkriese-Niewedde.


La derrota de Varo, sin embargo, no nos alcanza para explicar por qué los romanos se pararon en el Rhin. También sufrieron otras derrotas humillantes, por ejemplo contra los galos, pero eso no les impidió conquistar las tierras más tarde.


La tierra que se dejaron por conquistar los romanos en los tiempos de su gran expansión era en realidad más grande que la actual Alemania. Aun así, era relativamente homogénea, puesto que, con la excepción de los nómadas sarmatios que vivían en Hungría y hablaban iranio, y de los dacios establecidos en los Cárpatos, todos o casi todos los demás bárbaros hablaban germánico. Sin embargo, esto no quiere decir que estuviesen unidos; en realidad, estaban distribuidos en más de cincuenta pequeñas naciones. Como ya hemos dicho, es cierto que estos germánicos fueron capaces de masacrar a las legiones de Varo, pero no es menos cierto que años después, cuando llegó Germánico, la historia fue otra. En realidad, si los romanos se pararon en el Rhin fue porque gracias a otros dos ríos que sí dominaban, el Ródano y el Mosela, podían garantizarse el transporte fluvial de sur a norte sin problemas. Si analizamos la Historia de Roma, llegaremos fácilmente a la conclusión que la labor de hacer suya Germania le correspondía a Tiberio. Augusto, su predecesor, había sido contemporáneo de la catástrofe de Varo, y no podía confiar en una campaña exitosa. Tiberio, sin embargo, parece haber llegado a la simple conclusión, que compartirían sus sucesores, de que más allá del Rhin había muy pocos impuestos que cobrar. Dominar aquello hubiera supuesto tejer una costosa red de fuertes y campamentos para someter a unos pueblos de escasa prosperidad. Por lo demás, la fragmentación de los germánicos le hizo pensar a Tiberio, y no se equivocó cuando lo pensaba, que los haría unos enemigos poco poderosos. En otras palabras, no es verdad que la fiereza de los bárbaros explicase que no fuesen romanizados; lo explica el hecho de que eran demasiado pobres para que mereciese la pena someterlos.


De todas formas, hay una poderosa razón más que explica el desinterés romano por los bárbaros. Esa razón se llama Persia, y tiene que ver con los cambios que allí se operaron en el siglo III de nuestra era.


Hasta entonces, el enemigo de Roma en Persia había sido la dinastía parta de los arsácidas, que llevaba en el machito guerrero desde más o menos el año 250 antes de nuestra era (si quieres saber más sobre los partos, márchate aquí). Los arsácidas tenían algunas muescas en las culatas de sus pistolas. Poderosos y muy extendidos en su momento, a la altura del siglo II habían perdido fuerza para oponerse a los romanos. La última gran victoria romana en la zona llegó al final de aquel siglo, cuando Septimio Severo ensanchó el Imperio creando las provincias de Osrhoene y Mesopotamia. Estas victorias supusieron una gran crisis en el mundo persa. En el año 205 comenzó una gran rebelión en el territorio de lo que hoy es la India. Fue impulsada por el más importante señor de la guerra local, Sasán, y continuada, a su muerte, por Ardashir I, quien es el verdadero iniciador de la dinastía que, sin embargo, llamamos sasánida cuando, en realidad, deberíamos considerar ardasírica. Tras una serie de victorias seguidas, fue coronado súper compi yogui, o sea Rey de Reyes, en Persépolis; era septiembre del 226.


Con Ardashir, la zona adquiría un contrapoder a Roma que no tenía con los reyes arsácidas. De hecho, diez años después de su coronación, invadió la Mesopotamia romana, tomando Carrhae, Nisibis y Hatra. Ya muerto Ardashir y sustituido por su hijo Shapur I, éste tuvo que enfrentarse a tres grandes contraataques romanos. La cosa salió como el culo para los romanos, ya que fueron derrotados, sufrieron la muerte de dos emperadores y la captura de un tercero, Valeriano. Shapur le dio el tratamiento a Valeriano que Julio le había dado a Vercingetórix, esto es se lo llevó consigo cargado de cadenas. Otro emperador, Numeriano, fue también capturado y asesinado.


La eclosión sasánida y la personalidad de Shapur eran mucho más que un movimiento de resistencia. En parte diádoco de los diádocos, Shapur conservaba las viejas ambiciones del sueño de Alejandro y, consecuentemente, no se contentaba con echar a los romanos de sus lugares. Quería, sí, Mesopotamia, pero también ambicionaba Egipto y partes de Turquía. En suma: era una potencia competidora en toda regla.


Roma, en parte, no estaba preparada para este enfrentamiento. El constante crecimiento de su Imperio le había llevado a realizar una reforma militar que, en la práctica, la hacía menos eficiente contra un solo enemigo poderoso. Las viejas legiones romanas habían sido reformadas, y ahora el ejército romano se componía de campamentos militares fronterizos, los limitanei, y las fuerzas móviles o comitatenses, emplazadas en el Rhin, el Danubio y el Este. También había cambiado el ejército desde los tiempos de Julio desde una fuerza basada fundamentalmente en el soldado de a pie a una formación en la que había un montón de especialistas, desde los sagitarii o arqueros a caballo, hasta los artilleros o ballistiarii, pasando, sobre todo, por la caballería (clibanarii). Conscientes de que buena parte de las victorias persas contra Gordiano, Felipe o Valeriano se habían debido a fuertes contingentes a caballo, el ejército romano había copiado la movida. De todas formas, la principal reforma que hizo Roma fue fiscal, para poder recaudar dinero y así tener un ejército suficiente. La creación por Diocleciano de la annona militaris fue, probablemente, el acierto que se estaba esperando. En el 298 Galerio, corregente junto con Diocleciano, obtuvo finalmente una victoria sobre los persas que pudo hacer pensar a Roma que había estabilizado su frontera oriental.


La amenaza persa, y sus necesidades fiscales, es la gran responsable de la descentralización romana, que se aceleró considerablemente en paralelo a los grandes enfrentamientos con los sasánidas. Asimismo, es la gran responsable de las corregencias, necesarias para darle al Imperio una administración eficiente.


Pero la consecuencia fundamental fue que los romanos dejaron en paz a los bárbaros de Europa. Tras el tratado con Joviano, que le aportó diversos territorios en Mesopotamia, Shapur decidió actuar en el Cáucaso. Así, echó de sus poltronas a los reyezuelos de Armenia y la actual Georgia, que eran aliados de Roma. Para el emperador Valente esta amenaza era mucho más importante de lo que pudieran ser los germánicos, por lo que extrajo tropas de los Balcanes para enviarlas a Persia. En razón de aquel traslado, finalmente tuvo que buscar el fin de las hostilidades en el Danubio, pactando con el líder local, Atanarico. En dicho tratado se eliminó el privilegio que hasta entonces había tenido Roma de convocar tropas góticas cuando necesitara ayuda en Persia.


Apuntados estos antecedentes, acerquémonos a los tiempos de la caída propiamente dicha.


En el invierno que abrochó los años 375 y 376 de nuestra era, el ya de por sí débil equilibrio geopolítico en Europa se vio claramente amenazado. Para entonces, Roma ya no era lo que había sido. Ni como ciudad, pues su calidad de centro del propio imperio al que había dado nombre era más que dudosa. Ni como unidad política. A pesar de seguir siendo todavía una potencia económica de grandes dimensiones, éstas no eran suficientes como para garantizar una presencia uniforme del poder romano en sus extensísimos territorios y, consecuentemente, hacía sus fronteras cada vez más permeables.


En lo que hoy conocemos como Europa del Este, el río Danubio operaba como frontera del Imperio. Más allá del río, los romanos tenían una información bastante fragmentaria; pero, aún así, aquel invierno las noticias de luchas y enfrentamientos en el área norte del Mar Negro fueron bien conocidas.


Para los romanos, aquello fueron buenas noticias; o más bien noticias insulsas. En lo que a ellos respectaba, los putos bárbaros podían matarse entre ellos, mientras que quedasen de aquella orilla del río. Por desgracia para ellos, eso no fue lo que pasó. El verano del 376, sin pateras sino en carros o andando, toneladas de inmigrantes se presentaron en la frontera, huyendo de la guerra.


Aquellos inmigrantes, en decenas de miles, eran fundamentalmente dos pueblos organizados. Por un lado, los greutungos venían de las riveras de Dniester; por el otro, los tervingios, comandados por dos caudillos llamados Alavivo y Frigiterno. En realidad, más que inmigrantes deberíamos llamarlos, en términos actuales, refugiados políticos, porque todos ellos huían de la presión de los hunos, quienes, desde algún punto de Asia (hay quien sostiene incluso que eran una tribu nómada que venía dando tumbos desde China) los empujaban literalmente fuera de las tierras donde se habían emplazado. Los hunos no parecían muy interesados en dominar a los pueblos que encontraban, pero los hechos nos demuestran que se las arreglaban para convencerlos de que se abriesen.


Aquella inmigración masiva, que podría llegar hasta a 200.000 personas, fue vista por los romanos de la frontera de una forma zapateril, esto es: considerando que no plantearía problema alguno sino que, es más, sería un gran negocio. Los godos, malamente establecidos en la frontera, tardaron algunos meses en comerse todas las provisiones que habían traído y, a partir de ese momento, volvieron el rostro hacia los romanos de frontera para comprar la manduca; momento en el cual éstos los esquilmaron, reduciéndolos a la postre a la esclavitud en los casos en que ello fue necesario. Esto ya encabronó de por sí a los bigotudos godos; pero el encabronamiento se colocó en el punto de ebullición tras una jugada del jefe de las tropas de Tracia, comes Thraciae, Lupicinio. Lupicinio invitó a un banquete a algunos de los líderes godos y, una vez allí, los atacó.


¿Por qué hizo aquello Lupicinio? La hipótesis más plausible, en mi opinión, es que, como por otra parte suele ocurrir con las inmigraciones masivas aceptadas sin un poquito de reflexión previa, muy pronto el emperador Valente se encontró con que todos aquellos tipos desbordaban su capacidad de control. Entre otras cosas, porque la inmigración goda vino a coincidir con un nuevo periodo de estabilidad en el imperio persa, bajo el mando del rey Shapur, que colocó bajo serio peligro las ganancias de territorio romanas en los Cárpatos. Esto obligó a Valente a amenazar al sátrapa varias veces e hizo que, en realidad, cuando los godos se presentaron en el Danubio, Roma estuviese desviando todo lo gordo de sus tropas hacia la lucha con los partos. Ésta es la razón, de hecho, de que Valente, contra lo que se suele decir en muchos libros de Historia en el sentido de que aceptó a todos los godos con total alegría, acabó por permitir únicamente la implantación de los tervingios en territorio del Imperio, manteniendo a los greutungos en el otro lado del río.


Lupicinio, que había decidido trasladar a los tervingios a Marcianópolis, tuvo que estrechar su control sobre éstos, lo que supuso retirar de sus puestos a las tropas encomendadas de controlar que los greutungos se quedaban más allá de la frontera... que éstos traspasaron. De hecho, en aquel movimiento probablemente existió algún tipo de planificación germánica, pues la marcha de los tervingios hacia su nuevo lugar de asentamiento, Marcianópolis, fue inusitadamente lenta, se diría que artificialmente lenta, lo cual dio tiempo a los greutungos para moverse sin control por parte de unas tropas que tuvieron que permanecer pendientes de los tervingios. Al fin y a la postre, pues, los romanos acabaron encontrándose frente a una rebelión considerablemente bien organizada.


Éste era el ambiente en el cual se produjo la famosa cena en la que Lupicinio intentó, sin éxito, descabezar a los cada vez mejor organizados godos. El retorno de Frigiterno de aquella cena, y lo que contó, provocó importantes actos de pillaje y violencia en los alrededores de Marcianópolis, donde los godos se encontraban ya. En respuesta, Lupicinio procedió a una leva urgente dentro de la ciudad y salió a campo abierto, hacia el refugio de los godos. Los germánicos les dieron hasta en el yeyuno.


De esta manera comenzó una costosa guerra de seis años en los terrenos balcánicos del Imperio. Una guerra que comenzó con la destrucción de la única fuerza realmente móvil con que los romanos contaban en la zona (la de Lupicinio), lo que dio una ventaja sensible a los godos, siempre y cuando no hostilizasen la numerosa y bien dotada línea de fortificaciones del Danubio. Los godos, ahora unificados con la unión de los greutungos a la lucha, tenían como principal problema encontrar tierras suficientemente provisorias como para poder realizar una cosecha, y fue por eso que marcharon hacia la península griega. Entraron en la llanura de Tracia con el cuchillo de capar entre los dientes.


La reacción romana a esta situación llegó desde el único sitio que podía venir: desde el Este. Valente envió a uno de sus generales, Víctor, a pactar con los persas una paz casi a cualquier coste; rebajando la presión por el Este, dos de sus generales, Trajano y Profuturo, fueron enviados con sus tropas a los Balcanes, zona que alcanzaron en el verano del 377. Su presencia, inmediatamente, presionó a los godos hacia el norte. Fortalecidos con tropas de otro comandante romano, Richomeres, Trajano y Profuturo los persiguieron. La batalla duró todo el día, sólo se detuvo con la llegada de la oscuridad, y ambas partes quedaron seriamente diezmadas. Los godos tuvieron que permanecer semanas emboscados en un círculo de carros (su formación defensiva típica), incapaces de moverse. Los romanos fomentaron esa inmovilidad, tratando de conseguir con ello el tiempo suficiente como para que Valente y Graciano, los emperadores, consiguiesen realizar una leva en invierno que llegase a la zona en la primavera del 378.


Los godos, sin embargo, no eran tontos, y también aprovecharon el invierno enviando heraldos más allá del imperio, donde contactaron con los líderes hunos y alanos (un pueblo que hablaba iranio y que recorrería Europa entera hasta España; cierto nacionalismo gallego pretende ver en los galaicos gente de raíz alana, aunque no hay pruebas fehacientes de que los gallegos hayan entendido nunca la lengua irania). Ambos pueblos, de probada ferocidad, aceptaron aliarse con ellos a cambio de recompensas en forma de botín (un modo de guerra que, a decir de cohortes de ignorantes, fue inventado por los tercios de Flandes). Algunos relatos llegan a decir que la movilidad y ferocidad que obtuvieron los godos de esta manera les llevó hasta los mismos alrededores de Constantinopla (o sea, para entendernos, de Washington), donde el imperio romano oriental tuvo que echar mano de mercenarios árabes para rechazarlos.


A principios del 378, sin embargo, buena parte de las tropas de Valente drenadas del frente persa comenzaron a llegar a los Balcanes. Además, Valente tenía cartas del emperador de Occidente, Graciano, en las que se comprometía a ir personalmente a Tracia con sus tropas. Sin embargo, pronto los compromisos de Graciano se convirtieron en wishful thinking, a causa de las presiones que el propio Imperio occidental empezó a experimentar en los altos Rhin y Danubio. Los lentienses cruzaron el Rhin por el norte en febrero del 378. Primera invasión que se vio rápidamente seguida por otra, esta vez de alamanni o alemanes. Hecho éste que hizo a buena parte de las tropas ya en marcha hacia el problema balcánico volver grupas hacia la Galia.


Fue en estas circunstancias bastante desesperadas en las que el ejército de Valente tuvo conocimiento de un avance gótico cerca de Adrianópolis, y resolvió hacerles una emboscada. Los atacaron de noche, con mucho éxito. Fritigerno decidió reagrupar todas su tropas y moverlas hacia la ciudad de Cabila al norte. Valente, mientras tanto, permanecía al sur de Adrianópolis.


El emperador oriental esperó semanas por Graciano, sin éxito. En julio, mientras la moral entre las tropas valentinianas era cada vez de menor calidad, llegó carta de Graciano, en la que éste relataba sus victorias contra los alamanni y aseguraba que estaba de camino. Pero ya era prácticamente agosto, y el otoño se echaba encima. Estaba, además, el factor, nada desdeñable, del tono sobrado con que Graciano hablaba de sus victorias, que con seguridad excitó la envidia de Valente. En ese ambiente, llegaron noticias del avance hacia el sur de los godos, hacia Adrianópolis. Es bastante probable que, además, los informes que recibió Valente estuviesen errados o fuesen fruto del soborno, porque le convencieron que los godos eran unos 10.000 combatientes, cifra que está muy por debajo de los que finalmente se presentaron. Para terminar de arreglarlo, más cartas llegaron de que Graciano tenía el paso franco hacia Adrianópolis, lo que movió a los generales de Valente a pensar que podría llegar a tiempo y llevarse parte del mérito de la victoria. Parece increíble, pero lo cierto es que, en el entorno de la rara competencia entre bloques que fue la dinámica entre el imperio romano de Oriente y de Occidente, competencia que es tan fuerte que llegaría a provocar el cisma de la Iglesia católica; en dicho contexto, digo, los generales romanos preferían exponerse a perder la batalla con tal de no compartir la victoria.


Fritigerno envió, en los primeros días de agosto, un heraldo de paz a los romanos; un sacerdote cristiano que, sin embargo, fue displicentemente rechazado por Valente. Los godos enviarían dos embajadas más, sin demasiado éxito. En medio de un proceso que en modo alguno anunciaba las hostilidades (ambas partes estaban intercambiando prisioneros) un ala del ejército romano, inexplicablemente, atacó. Los godos respondieron atacando con su caballería, acompañada de algunos alanos, bajo el mando de sus generales Alateo y Safrax. Los godos acabaron fácilmente con el ala izquierda romana que lo había iniciado todo, lo cual dejó totalmente desguarnecido el centro del ejército romano. Para colmo, la batalla había comenzado tras una marcha de ocho horas en pleno verano, y los soldados no habían comido; estaban exhaustos. Los godos, dándose cuenta de que tenían el viento a la espalda, encendieron grandes hogueras, ahumando a los romanos. El empuje godo se redobló, y la principal línea central de los romanos se derrumbó. En ese punto, el ejército del imperio volvió grupas, y huyó desordenadamente; la mejor de las situaciones, en toda guerra, para garantizar una masacre. La derrota romana fue tan brutal que incluso Valente perdió la vida en ella. En suma: Valente había sido derrotado con todas las de la ley, hasta el punto de perder la vida; y con él, el mejor ejército romano de su mitad oriental había desaparecido virtualmente. Hasta dieciséis regimientos romanos sufrieron tan terribles pérdidas que ya no fueron rearmados jamás.


Y todo esto no había ocurrido por una inferioridad militar objetiva. Los romanos estaban muy lejos de ser menos poderosos que los godos. Lo que pasa es que las envidias entre Valente y Graciano habían llevado a aquél a hacer cosas que ningún militar con dos dedos de frente habría hecho. El primer paso hacia su caída lo dio Roma el día que acunó en su seno una cultura política, por así decirlo, para la cual la desgracia tenía sentido siempre y cuando sirviese para disminuir al rival.  


Con ser la derrota de los romanos en Adrianópolis una seria advertencia del avenimiento que eso que conocemos como caída del Imperio romano, para los godos supuso también un mensaje, y no muy positivo: les demostró que Constantinopla les estaba vedada.


El gesto de Frigiterno de ofrecer negociaciones de paz ya antes de la batalla muestra con claridad que el señor godo de la guerra tenía muy claras sus limitaciones. Por muy estupendos que se quieran poner los historiadores de hoy en día, con dificultad lograrán justificar la idea de que los godos tenían la capacidad de levantar un ejército de más de 40.000 almas (muchas de ellas, cansadas de las guerras persas, que se habían encontrado en su emigración desde Asia); un grupo de combatientes que nunca podría competir con la capacidad de realizar una leva tras otra que tenía un Imperio como el romano, especialmente en su vertiente oriental, que era donde estaban las riquezas y, por decirlo claramente, la recompensa. Se podría decir, de alguna manera, que si los godos fueron hacia el oeste, alcanzado al final incluso la punta de Finisterre, fue porque no podían ir hacia el este. Que, si no, ni de coña.


Otro elemento que no hay que olvidar es que los godos eran gente normal; ruda y un poco bestial, pero gente normal; y eso quiere decir que tenían lo que toda la gente normal tiene, es decir: políticos. El más hábil y ambicioso de todos era el propio Frigiterno y, precisamente por eso, en su gesto de buscar una paz antes de Adrianópolis, hay bastante más que un acertado cálculo de fuerzas. Frigiterno quería que Valente llegase a un acuerdo con él que incluyese la admisión de su figura como rey de los godos coligados; en otras palabras: era el suyo un ofrecimiento de interés propio, que buscaba dejar a Alateo y Safrax, así como a otros reyezuelos tervingios, en la cuneta. Valente, sin embargo, ni podía ni quería aceptar esta condición, pues la estrategia romana frente a los godos siempre fue dividirlos, no unirlos. De hecho, la estrategia de división la acabaría costando el cuello al propio Frigiterno.


En el debe de los godos hay que anotar también algo que se puede denominar el “efecto Pearl Harbor”. Cabe recordar aquí las palabras del almirante Isoroku Yamamoto, quien tras el ataque mostró su preocupación porque, dijo, “hemos despertado al tigre”. Un tigre es un tigre, y siempre retiene su capacidad de morderte el culo hasta el cuello. El primer golpe contra un tigre siempre tiene que tener la consecuencia de matarlo; porque dejarlo herido puede llegar a ser dramático. Frigiterno, el almirante Yamamoto de los godos, sabía que en Adrianópolis había destruido un ejército romano hasta el último hombre; sin embargo, ahí quedaba el ejército romano.


A todo esto hay que unir el dato, en modo alguno baladí, de que en seis años de guerra, los godos fueron incapaces de realizar un solo asedio con éxito en las poblaciones danubianas. Cuando un grupo como ellos, que con los siglos acabaría generando la muy laboriosa sociedad hamburguesa pero entonces apenas era capaz de generar recursos de subsistencia para sí misma, no tomar ciudades significaba que era capaz de saquear el PIB de Roma, pero no de crearlo. A la larga, cuando la opción es una guerra, esto te acaba minando, especialmente en el campo de la alimentación. Nunca sabes si mañana vas a poder alimentar a tus tropas: todo depende de la comida que los mataos a los que derrotes hoy estén protegiendo por ahí algún silo lleno de cereal ya cosechado.


Así las cosas, los godos no pudieron convertir la victoria de Adrianópolis en el principio de una guerra, sino en la continuación del pillaje. Durante todo el año 378, camparon por sus respetos por Tracia, distribuyendo generosamente su ADN entre las mozas de los pueblos y robando hasta el último mango que encontraban. Al año siguiente, y a pesar de la debilidad de las tropas romanas en la zona, Frigiterno tuvo claro que avanzar hacia el este, como canta el bolero, era necedad, así pues decidió moverse hacia el noroeste de su posición, hacia la Dacia. En el 380, tervingios y greutungos se dividieron, se especula que por las dificultades de aprovisionarse todos juntos. Alateo y Safrax se movieron al norte hacia la Panonia, donde tropas de Graciano les dieron de capones. Los tervingios dieron más o menos la vuelta, moviéndose hacia el sureste hacia Macedonia y Tesalia. Pero en el 381, las tropas de Graciano les obligaron a moverse de nuevo hacia Tracia. Fue allí, en el 382, cuando se firmó la paz.


Los romanos fueron muy jartibles con los godos con el temita de que la ceremonia del tratado de paz (que se celebró cuando quedaban 1.560 años menos un día para que yo naciese) se instrumentase desde un punto de vista exterior como siempre o casi siempre habían sido estas paces en la Historia que lograban recordar, esto es, con los godos en actitud de derrota. Los greutungos al final cedieron, probablemente por el dolor de cabeza que les levantaron aquellos senadores romanos, gordos, sonrientes y tocahuevos (modelo Varys en Juego de Tronos); pero las cosas estaban muy lejos de ser, en realidad así.


Los godos, en efecto, dejaron sus armas a los pies del emperador Teodosio y doblaron la rodilla ante él. Pero hasta ellos, que no eran muy aficionados a ver el canal Historia, sabían que había una diferencia entre este gesto suyo y el de otros muchos reyes y reyezuelos derrotados por los romanos en el pasado: aquella vez, el “vencedor” romano, en su “benevolencia”, había “decidido” que ningún prisionero godo sería vendido como esclavo. Aquello no era una paz a la romana; era un armisticio. A los romanos con criterio no se les pudo escapar el detalle de que toda esa bondad se desplegaba con unos tipos que se habían apiolado un emperador. Augusto, Tiberio, Nerón, Trajano, Adriano, los habrían colgado a todos ellos del huevo izquierdo en un acantilado.


Una cosa es cierta: los godos no consiguieron lo que querían. El principal deseo de Frigiterno (aparte de quedar por encima de Alateo y Safrax) era que los romanos hubiesen aceptado cederles Tracia como, por así decirlo, un nuevo Estado inmigrante; una especie de Australia en medio del Imperio romano, con el culo puesto hacia las estepas rusas de donde ambas partes sabían que nada bueno podía venir.


Es probable, sin embargo, que el pacto de paz tuviese una cláusula secreta favorable a los romanos. Una cláusula cuya existencia sólo podemos sospechar y que, por lo tanto, no sabemos exactamente quién firmó. Probablemente, los jefes godos intermedios, los lugartenientes de los generales victoriosos de Adrianópolis, adecuadamente tentados o lubricados con las riquezas que poseían los romanos. Porque es un hecho que el taimado Frigiterno no llegó a disfrutar de la paz que había conseguido, porque, al igual que Alateo y Safrax, murió pronto. Algunos historiadores especulan, y la cosa no parece en modo alguno imposible, que estas muertes podrían ser, como digo, un precio diferido del propio tratado de paz: los romanos no podían soportar la supervivencia de los asesinos de Valente, y otros líderes godos pudieron ver aquello como un precio aceptable que pagar. Es un hecho, desde luego, que la muerte de los tres, tan cercana, hace pensar que no fue sólo la Parca quien estuvo implicada.


En los años por seguir, los romanos, una vez muertos los jefes de la guerra, se guardaron de aceptar un solo liderazgo entre los godos, excitando sus envidias internas y las diferencias, en ocasiones casi irreconciliables, que había en su seno entre pueblos cada uno de su padre y de su madre. Pero toda acción tiene su reacción, pues a cambio de olvidar los tiempos de las espadas, los godos obtuvieron algo que tiene mucha importancia: el derecho de recibir, por parte del Imperio, tierras para ellos, esto es explotaciones que llevarían como hombres libres, y no como esclavos para los romanos.


Otra consecuencia de la paz, de gran importancia, es que incluía una alianza militar. Los godos aceptaban ser objeto de las levas del ejército romano, además de comprometerse a incluir en los ejércitos romanos, en determinadas campañas, fuerzas propias bajo sus propios mandos. Por lo que sabemos, la clase política romana recibió esta realidad con gran alegría: los godos, se llegó a decir en el Senado constantinopolitano, han dejado de ser guerreros para hacerse granjeros. Error.


Eso es lo que había ocurrido en el pasado. En efecto, cuando Cayo Mario decidió, en medio de una crisis de la República a causa de gravísimas derrotas en la Galia, abrir las filas del ejército a los miembros del census capiti, o sea a la clase proletaria, hubo muchas voces en el Senado que argumentaron que, si se les daba a los obreros un arma, irían a la batalla, vencerían, y luego volverían a Roma para tomar el poder. Sin embargo, no fue así. Tanto en Galia como en el norte de África después de la guerra de Yugurta, aquellos tipos sin oficio ni beneficio recibieron tierras en su licenciamiento y, si alguna vez tuvieron algún deseo de emascular senadores, se les pasó pronto.


Los godos, sin embargo, no eran miembros del census capiti. En primer lugar, ni eran romanos ni miembros de su civilización; no compartían con ellos ni el pasado, ni la lengua, ni una leche. En segundo lugar, eran un pueblo que se había hecho a sí mismo, probablemente, a base de luchar (y hay que decir probablemente porque registros, la verdad, hay pocos). En tercer lugar, aunque eran pueblos distintos, tenían sentido de la federación. Aunque acabamos de decir que los romanos, tras la muerte o asesinato de los tres líderes de Adrianópolis, practicaron su división, jamás consiguieron negociar separadamente una leva. Cada vez que necesitaban tropas de los godos, éstos acudían todos juntos a negociar la cosa. Lo probable es que aquella nación goda, nación sin territorio, fuese más una confederación que una federación; pero, en cualquier caso, tenía un nivel de unión interna, una conciencia propia, de la que los residentes pordioseros de Roma carecían. Los godos, pues, tal y como yo lo veo, eran gentes con una fuerte cultura bélica, que con seguridad no querían perder (no tenían nación en la que establecerse, engordar, y cogerle el gusto a las películas moñas de Julia Roberts), y una capacidad de unión relativamente intensa. No, no se harían granjeros. Lejos de ello, se convertirían en un ejército godo dentro del ejército romano; en los tiempos presentes hemos tenido un caso relativamente similar, al inicio de las hostilidades entre Ucrania y Rusia, cuando el ejército ucraniano tenía muchos rusos en sus unidades.


En todo caso, identificar la guerra con los godos de finales del siglo IV con la caída del Imperio es muy aventurado y sería excesivamente desenfocado. Los territorios balcánicos eran la Segunda División B de un Imperio mucho más extenso y poderoso y, al fin y al cabo, habían sido el único teatro de aquella guerra. Ya hemos dicho que da la impresión de que Frigiterno y el resto de caudillos tenían muy claro que estaban muy lejos de poder dominar Constantinopla y, en lo tocante a Roma, los ejércitos de Graciano se demostraron como más efectivos que los de Valente.


Las cosas, sin embargo, cambiaban, y muy deprisa. Apenas treinta años después, los godos estaban en Roma.


La paz del 382 devolvió relativa paz a los territorios balcánicos del Imperio durante años. Sin embargo, ya en el 405, y otra vez en el 408, las cosas volvieron a complicarse, a causa de cuatro grandes incursiones que complicaron enormemente las cosas. En realidad, fue en estos primeros años del siglo V cuando para el Imperio se hizo evidente la que sería, en verdad, la principal amenaza hacia su caída: la invasión demográfica. En el mundo antiguo no había propiamente fronteras. Eran escasos los muros y no se habían inventado las concertinas. Contra lo que habitualmente se suele pensar, muchas de las invasiones de los tiempos antiguos no fueron lo que nosotros imaginamos: tipos a la carrera, voceando consignas guerreras. Buena parte de las invasiones antiguas fueron realizadas por gentes que, simplemente, cambiaron de lugar donde vivir, y cambiando modificaron el equilibrio demográfico de los lugares a los que llegaron. Entre las invasiones de principios del siglo V hay, desde luego, ejemplos de actitud guerrera, como es el caso de Radagausio. Pero también hay, y mucho, simple y puro desplazamiento de masas de gente. La diferencia entre las gentes de entonces y las de hoy es que las presentes se encuentran con la policía.


En diciembre, en el último día del año según nuestro calendario, una tropa cruzó el Rhin, camino de la Galia. Aquella tropa estaba formada por tres tribus godas que los escolares de mi generación aprendimos a recitar seguidas: suevos, vándalos y alanos (si bien los vándalos estaban divididos en dos unidades políticas distintas: asdingos y silingos).

Al igual que la invasión de Radagausio (que con sus godos se dirigía hacia Italia), el punto de partida de esta invasión estaba al oeste de los Cárpatos, más o menos en las actuales Eslovaquia y Polonia meridional. La localización de los suevos, que hoy son motivo de los más románticos (y delirantes) sueños del nacionalismo gallego, es más difícil de estatuir. Eran desde luego un pueblo germánico, y podría ser parte de los pobladores que, en los inicios del Imperio, se establecieron más allá de las fronteras imperiales. Los alanos, por su parte, eran nómadas que hablaban iranio. Vivían al este del Don, lo cual, a mi modo de ver, los convierte en los primeros candidatos a haber experimentado la presión de los hunos, además de haberse, en algunos casos, mezclado con ellos. De hecho Graciano, en el episodio que ya hemos contado de su marcha a la ayuda de Valente, vio retrasado su avance precisamente por haberse encontrado alanos hostiles en la Dacia. Muy pocos años después, este mismo emperador ya estaba reclutando alanos para sus propias tropas, lo cual sugiere que debían de ser unos tipos, literalmente, de armas tomar.


El tercer gran movimiento de presión en aquellos años fue realizado por un líder huno llamado Uldin. Uldin había sido un aliado de Roma, pero por alguna razón no conocida se mosqueó en el 408 y se lo montó en plan Los Hunos sí que es Pot. Cruzó el Danubio con sus hunos y con unos cuantos escirios y sometió a asedio la localidad búlgara (dicho sea en términos actuales) de Castra Martis, en la provincia de la Dacia Ripensis.


Por último, hemos de hablar de los burgundios. Eran otra tribu goda relativamente vecina de los alamanni, aunque establecida al este de ellos, por supuesto fuera de las fronteras del Imperio. Pero luego se movieron al noroeste, y en los momentos que ahora relatamos andaban paseando por el Rhin, en el área de las actuales Mainz y Coblenza, en ocasiones fuera y en ocasiones dentro de las fronteras imperiales. Un tanto brownianos en sus intenciones, los burgundios esperaban una ocasión propicia para liarse a hostias.


Hablamos, pues, de cuatro oleadas de mucha gente, por lo que podemos estimar que en los cinco años transcurridos entre el 405 y el 410 se vivió, con seguridad, un desplazamiento masivo de hunos, godos y germánicos hasta entonces alojados al oeste de los Cárpatos. Probablemente, nos encontramos ante un suceso muy parecido al del 376, aunque en este caso tiene una novedad fundamental: los hunos.


Nunca sabremos qué ocurrió allá por el año 410 en los territorios de lo que hoy es la Europa más oriental, pero es evidente que tuvo que ser algo muy gordo. Tal vez una catástrofe humanitaria causada por un año climáticamente esquivo, o tal vez el simple y puro nacimiento de sentimientos imperialistas, de la conciencia de pueblo, que antes no existían. Uldin le dijo a los embajadores romanos que fueron a negociar con él, señalando al sol, que su pueblo era capaz de invadir y hacer suyo cualquier territorio que el astro iluminase (bueno, él, al parecer, no habló de un astro, sino de una lámpara). Esto denota una ideología invasora bastante elaborada, que probablemente había sido ajena a la cultura de los hunos o, en todo caso, de los habitantes de la Europa oriental, con anterioridad.


Lo que también cabe sospechar es que ese proceso de movimiento y conquista llevaba tiempo desarrollándose. En realidad, muchos historiadores consideran la crisis del 376 que terminó con el follón de Adrianópolis como la consecuencia del primer movimiento de los hunos que, sin embargo, en ese momento se limitaron a llegar al norte del Mar Negro, pero con ello obligaron a muchos godos a moverse.

El segundo movimiento, ya entrados en el siglo V,  fue contemporáneo de los de Radagaiso, los suevos, vándalos y alanos, y los burgundios; y consistió en la invasión de buena parte de la planicie en la actual Hungría. De esta manera, los hunos dominaron la mayor parte de las viejas tierras de los germanos que, durante siglos, habían aceptado, de mejor o peor gana, vivir fuera de las fronteras del Imperio; pero, ahora, los nietos y bisnietos de aquellos germanos, simplemente, apreciaron un mayor peligro en quedarse y luchar contra la dominación de los hunos, que en moverse y enfrentarse al rechazo de los romanos. Los hunos traían consigo una innovación curiosa, como es el arco asimétrico, un arma en el que la flecha no era colocada para ser disparada a mitad de longitud, sino más arriba. Esta característica les permitía disparar sin bajarse del caballo y, unida al hecho de que eran tipos curtidos en lugares realmente hostiles, los convertía en unos combatientes temibles.


Roma, por su parte, no se hizo ilusión alguna de que toda aquella masa de gente estuviese entrando en sus dominios para acudir a un concierto de los Rolling. Desde el principio los trató como lo que eran para ella, esto es: enemigos. Radagausio logró cruzar los Alpes sin encontrarse con mucha resistencia y bajó por la península hasta más o menos la altura de Florencia. En la Toscana, sin embargo, cuando había asediado la ciudad y casi la había hecho suya, llegó una tropa romana al mando de un general llamado Stilicho, generalísimo de las tropas occidentales del Imperio. En realidad, Stilicho era lo más parecido a un emperador que tenía el Imperio del Oeste, puesto que quien ocupaba dicho sitial era Honorio, hijo de Teodosio I, entonces un niño. Había levantado un poderoso ejército en el cual, por cierto, había mercenarios alanos y hunos.


Los romanos, mucho más numerosos, obligaron a Radagausio a poner el culo mirando a Sicilia, y huir hacia el norte, a Fiesole. Allí los godos se vieron bloqueados; parece ser que Radagausio intentó escapar, pero fue apresado y ajusticiado.


Stilicho lo había hecho bien con los godos que habían entrado en Italia, pero en la Galia la historia fue otra. Los godos habían cruzado el río y saqueado Mainz, y luego se dividieron hacia otros dos grandes centros de la zona: la actual Trier y Rheims, para luego pasar a Tournai, Arras y Amiens. Luego se movieron en más direcciones, llegando hasta las afueras de París y, en el sur, hasta Burdeos y la Narbonense. Fue en el 409, después de haber saqueado la Galia, cuando estos suevos, vándalos y alanos decidieron pasar los Pirineos, donde hicieron de las suyas con pasión y acabarían dejándonos toponimias como la ciudad de Toro (que no tiene nada que ver con un cornúpeta, sino que viene de gothorum, ciudad de godos).


Contemporáneos a esta invasión de Francia y España son otros hechos que añadieron un nuevo foco de tensión para el imperio occidental. En el 407, cuando Honorio todavía era muy joven pues (lo cual no le impedía estar a punto de ejercer su séptimo consulado), las tropas localizadas en las Islas Británicas se amotinaron y aclamaron emperador a Marco. Este tal Marco, sin embargo, se mostró poco proclive a hacer lo que estas tropas querían, por lo que se lo apiolaron, nombrando en su lugar a un Graciano. Cuatro meses después, cuando este Graciano tampoco les molase, lo depusieron y ejecutaron, nombrando a Constantino. Este Constantino cogió el Eurotúnel con sus tropas, pasó a la Galia, y en Aquitania convenció a las tropas allí establecidas para ponerse bajo su mando; con lo que se convirtió en emperador de facto de los territorios romanos occidentales allende los Alpes.


¿Fue aquella una rebelión independentista o autonomista? Teniendo en cuenta el actual plan mental de los británicos, es como para pensárselo. Tal vez, este Constantino, que suele ser conocido como Constantino III, lo que hizo fue lograr aglutinar cierto sentimiento de Romani Brexit. Pero no es fácil creer en esto. El gobierno romano en las islas era un gobierno muy lejano de la o las metrópolis. Un lugar donde soldados y burócratas estaban muy a mala leche, porque aquél era un lugar, eso lo reconocen hasta los propios británicos, donde hay que ser palmípedo para apreciar las bondades del clima. En consecuencia, Roma no mandaba a las islas precisamente a los mejores, lo cual quiere decir que el gobierno allí, a menudo, era venal y torpe, cuando no directamente criminal. Así pues, que existiesen rebeliones en Britania no debe de sorprender, como no debe de sorprender que sus caudillos fuesen apiolados, en ocasiones, apenas unos minutos después de haber triunfado. Sin embargo, Constantino III parece haber ofrecido algo más, y ese algo más, probablemente, fue su capacidad de defender la Galia de los godos; algo que Stilicho no había podido lograr.


El poder militar que aglutinó Constantino, en efecto, redujo la capacidad de acción de los godos. Por ello, fue capaz de llegar a pactos con los alamanni, los francos y los burgundios, probablemente los pueblos más sólidamente establecidos en la ribera exterior del Rhin; acuerdos que le garantizaban la existencia de una fuerza resistente precisamente en esa frontera natural.


Pero, claro, todavía nos falta hablar de quien, finalmente, habría de entrar en Roma a llevarse hasta los ceniceros.


En efecto, de toda esta mixtura de pueblos que se dirigían hacia el interior del Imperio, todavía no hemos hablado de los godos de Alarico. Estos godos eran los descendientes directos de los tervingios y greutungos que habían negociado la paz del 382 con Teodosio. Una paz, ya lo hemos sugerido, extremadamente frágil y que Teodosio hizo todo lo que pudo por conservar, llegando a realizar acciones como multar a la ciudad de Constantinopla después de que un godo fuese linchado allí.


Como también sabemos ya, la paz del 382 incluía una cláusula por la cual los godos podrían ser llamados al servicio en el ejército romano. Teodosio echó mano de ella por dos veces, ambas en medio de enfrentamientos armados con romanos que le querían quitar el poder: Magnus Maximus, y Eugenio. Pero la cosa no funcionó bien, porque en ambos casos, separados en el tiempo por menos de diez años, muchos godos prefirieron desertar a completar su servicio de armas. Los godos no eran tontos. Honrar las cláusulas del 382 hasta el final habría supuesto implicarse en auténticas guerras civiles; eso suponía erosionar su fuerza militar a cambio de nada, pues ellos poco tenían que ganar en que el emperador de Roma se llamase Magnus o Teodosio o Georges Bush. Sabían, además, que Roma había firmado la paz del 382 arrastrando los pies y en las condiciones que lo hizo (como ya hemos dicho, escenificándola como una victoria que era todo lo contrario). Si la fuerza militar goda descendía, con seguridad el Imperio volvería por sus fueros y les expulsaría de los Balcanes, en el mejor de los casos. El tiempo habría de darles la razón.


Todas estas sospechas de doblez se hicieron bien evidentes durante la guerra civil entre Teodosio y Eugenio. Este Eugenio era un tipo que todo lo que había hecho era aprovechar que Teodosio era un emperador oriental con todas las de la ley, que nunca se separaba demasiado de Constantinopla; así pues, había rebelado a algunas tropas de lo que conocemos como Imperio occidental. Ambos bandos se enfrentaron en una batalla conocida como del río Frigidus. Allí, ya muy cerca de Italia, a las orillas de aquel río sin deseo sexual, los generales teodosianos colocaron a los godos en la vanguardia el primer día de batalla, con lo que fueron diezmados. Los romanos no escondieron su satisfacción por el hecho de que en dicha batalla habían resultado vencidos dos enemigos: Eugenio, y los godos. Así las cosas, cuando en el 395 cascó Teodosio, los godos estaban a punto del levantamiento, y desde luego tenían muy claro que era necesario reescribir el acuerdo del 382.


Un signo de cómo estaban las cosas es que, tras la paz del 382, los godos habían respetado la demanda romana de no volver a organizarse bajo el mando de un caudillo. Como ya hemos dicho, es probable que ellos mismos se apiolasen a sus generales por demanda romana, y durante tiempo no volvieron a tener una cabeza visible. Sin embargo ahora, a la muerte de Teodosio, cambiaron las tornas y volvieron a escoger un jefe. El mando recayó en manos de Alarico, quien ya se había destacado por sus dotes militares durante una breve revuelta. De hecho, una de las cosas que los godos exigían ahora a los romanos es que su jefe recibiese la consideración de magister militum, esto es, recibiese el estatus de un general del ejército romano. Por lo tanto, ya no se trata de un enfrentamiento entre naciones a ver quién gana, pues ya se ha dicho que los godos no eran gilipollas, sino de la reclamación de un adecuado estatus dentro de un imperio en el que los godos habían conseguido establecerse, y que comenzaban a hacer territorialmente suyo.


Alarico, además, debía de ser un gran líder político, porque consiguió algo que hasta entonces parecía imposible. Tervingios y greutungos habían luchado juntos en Adrianópolis, pero eran naciones distintas. De hecho, incluso es posible que cada una firmase sus propios tratados de paz con Roma. Pero, desde Alarico, esta distinción desaparece. Por medios que desgraciadamente no podemos conocer, el general consiguió convencer a todos aquellos tipos de que era mejor negocio para ellos ser godos que conservar su antigua identificación.


Este fue el hombre, pues, que levantó a su gente contra los romanos en el 395, exigiendo un nuevo tratado. Militarmente, los principios de esta revuelta no fueron gran cosa. Las armadas goda y romana se encontraron dos veces, en el 395 y el 397; pero las fuerzas eran tan parejas que a ninguno de los dos le convino la batalla abierta. En paralelo, hubo probablemente negociaciones que no llegaron a nada, puesto que Roma debió mostrarse inasequible a cualquier transacción. La reacción de Alarico fue dar libertad a sus gentes para esparragar a gusto, con lo que los godos comenzaron a dar por saco en los Balcanes. Comenzaron en la Tracia, pero muy pronto las bandas de godos comenzaron a moverse hacia Atenas, y luego hacia el Adriático, por el Épiro.


El imperio oriental, además, tenía un poder político bastante frágil. El hijo de Teodosio, Arcadio, apenas tenía veinte años. En realidad, el Imperio era gestionado por los validos de Arcadio, entre los cuales el más poderoso era el eunuco Eutropio, un hombre de negociación. Aceptó que Alarico se convirtiese en un general romano y garantizó a los godos otras reivindicaciones que tenían. Les permitió establecerse en la Dacia y en Macedonia. Sin embargo, Eutropio cayó en el 399, y los sucesores al frente de la administración del Imperio se negaron a negociar y dieron marcha atrás en las concesiones.


En el año 400, se produjo en Constantinopla un golpe que buscaba restar poder a Gainas, un general del ejército romano, de origen godo, que era uno de los contendientes por el poder tras la caída de Eutropio. Sin duda Gainas fue atacado por ser poco romano, pero es muy improbable que estuviese aliado o incluso amigado con Alarico. Consiguió huir vivo de la ciudad, pero no varios miles de godos que vivían en ella, y que fueron masacrados.


La matanza de la capital del Imperio convenció a los godos de Alarico de que no era posible conseguir en los Balcanes un nuevo acuerdo. Es por esta razón que el caudillo decidió moverse hacia Italia, esperando poder negociar allí con Stilicho. Sin embargo, el general y emperador occidental in pectore no les hizo ni puñetero caso, conocedor de que estaban muy lejos de sus bases de aprovisionamiento, así pues deberían volver pronto a sus tierras. No se equivocó. En el año 401, Alarico tuvo que abandonar Italia y regresar a la Dacia y Macedonia.


Sin embargo, para gran sorpresa del godo, cinco años después fue Stilicho quien le buscó, ofreciéndole una alianza. El general romano acababa de conseguir la victoria definitiva contra Radagausio. Sabía que en el Rhin las cosas estaban feas, pero probablemente minusvaloró ese problema. En ese entorno, creyó llegado su momento para atacar Constantinopla y plantear una candidatura para ser emperador único, y le ofreció a Alarico ser su aliado.


Flavio Stilicho era hijo de un oficial de caballería romano y origen vándal;, así pues tenía, él mismo, sangre goda. Teodosio I le había admirado mucho, otorgándole diversos cargos y mandos. En el 393, el general había acompañado al emperador en la campaña contra Eugenio, y como consecuencia de su buen hacer fue nombrado algo así como capitán general o comes et magister utruisque militiae praesentialis, al mando de todas las fuerzas occidentales. Claramente, Teodosio, que como hemos dicho no tenía ganas de salir de Constantinopla ni implicarse en los temas de la vieja Italia, creía estar nombrando para el puesto a un comandante que le sería fiel. Pero Teodosio murió en Milán en el 395 y, al parecer, le encargó a su fiel Stilicho ser el principal valedor de su hijo Honorio (aunque, en realidad, esto es lo que Stilicho dijo que le había dicho Teodosio en el lecho de muerte, en una conversación que nadie más escuchó); mientras que el primogénito del emperador, Arcadio, heredaba la corona constantinopolitana. Como Honorio apenas tenía diez años, esto es lo que llevó a Stilicho a la posición de emperador de hecho.


La ambición de Flavio, sin embargo, era enorme. Con el tiempo, comenzó a contar a todo el mundo que lo que le había dicho Teodosio moribundo había sido que quería que se ocupase de sus dos hijos, no del más joven; con esto, daba sus primeros pasos hacia el control de todo el Imperio. Los segundos pasos fueron sus intervenciones militares contra Alarico, a finales del siglo IV, en las que buscaba demostrar a los habitantes del Imperio oriental que, literalmente, lo necesitaban.


Las fuerzas vivas de Constantinopla, sin embargo, no estaban por la labor. No encontraron en Arcadio un aliado eficiente para la resistencia, dado que el hijo mayor de Teodosio era un indolente al que lo único que le interesaba eran sus fiestas, sus púrpuras y su serrallo. Sin embargo, conspiraron contra el general y en el 397 le dieron una buena hostia cuando lograron convocar al jefe de las tropas del norte de África, Gildo, a Constantinopla, para sustantivar una alianza con el Imperio oriental. Esto era un torpedo en la línea de flotación de la economía italiana, cuyos habitantes, literalmente, llenaban sus estómagos gracias a los cereales africanos. Sin embargo, Stilicho maniobró brillantemente. Gildo había asesinado a varios de sus hijos y, aprovechando eso, armó y preparó a uno superviviente, Mascezel, y lo envió a África a hostiarse con su padre. El enviado cumplió con su tarea.


En el año 398, Stilicho dio el paso más importante al casar al emperador Honorio con su propia hija, María.


En el 406, pues, cuando Stilicho se acercó a Alarico, el general había fracasado unificando los imperios oriental y occidental, pero, sin embargo, todavía tenía la ambición de controlar la Dacia y Macedonia. De esta manera, el ambicioso general conseguiría reducir la influencia europea del Imperio que no controlaba y, al tiempo, establecería una alianza con el único ejército en la zona que podía ayudarle si finalmente los pueblos allende el Rhin decidían cruzarlo. Eso sí, el pacto presentaba el problema de decidir dónde se establecerían los godos. Sucintamente, Stilicho podía decirle a los godos que se estableciesen en terrenos bajo su control, lo que le causaría problemas con los habitantes de esas zonas del Imperio occidental; o podía dejarles que se quedasen en la Dacia y Macedonia, convirtiéndolos en vasallos suyos situados formalmente en territorio del Imperio oriental. Ésta última fue la opción que eligió finalmente, añadiendo presión a Constantinopla.


Stilicho y Alarico pactaron, pues, que pelearían juntos contra Constantinopla. Alarico trasladó sus tropas por el Épiro hasta la actual Albania. Era el invierno del 406. Realizar una campaña estaba fuera de todo plan hasta el verano del 407. Todo se reducía a esperar.


Si no pasaba nada raro.


Que pasó.


En las semanas de mayo y junio del 407, mientras los godos de Alarico afilaban las armas, los suevos, vándalos y alanos cruzaron el Rhin y comenzaron a hacer turismo por la Galia. Es más: es en este punto del relato cuando deberéis recordar a Constantino III, el tipo que venía de Britania y que había conseguido aglutinar en su derredor a las tropas romanas establecidas en amplias regiones de la Galia. La situación que se creó, pues, en el patio trasero de Italia, convirtió en una locura el gesto previsto de embarcar un ejército en el Adriático y mandarlo a los Balcanes a tomar Constantinopla. Lejos de enviar tropas al encuentro de Alarico, Stilicho envió a un general godo, Saro, a la Galia, a ver si conseguía tangar a Constantino. No coló.


Llegado el 408, Stilicho había perdido todo control de la Galia y de Britania, y Alarico llevaba un año en el Épiro esperando su llegada. Los godos comenzaban a pensar que Stilicho les había engañado. En la primavera de aquel año, Alarico le envió un e-mail a su compi yogui romano en el que le decía que, si verdaderamente seguían siendo amigos, le apiolase cuatro mil libras de oro en cero coma. Para dejar claro lo que podía pasar si no había pago, ordenó moverse al ejército hacia la provincia romana de Noricum, más o menos en la actual Austria, a tiro de lapo de Italia, pues.


A pesar de que el Senado estaba básicamente en modo guerra, Stilicho les convenció de que pagasen, aunque ha pasado a la Historia la valoración que le mereció a la oposición dicha decisión: non est ista pax sed pactio servitudis. En traducción libre: esto no es un acuerdo de paz, es una bajada de pantalones.


Para complicar más las cosas, el Día del Trabajo del 408, primero de mayo pues, la cascó en Constantinopla el emperador Arcadio, dejando la púrpura a su hijo de siete años, al que la Historia conoce como Teodosio II. Stilicho quiso ir Constantinopla a meter mano en los asuntos del Imperio (básicamente, destituir y/o pasarse a Teodosio por la piedra pómez, y nombrar a su propio hijo, Euquerio), pero se encontró con cierta oposición del emperador Honorio. De todas formas, las cosas en la Galia se pusieron pronto feas, puesto que Constantino III había llegado hasta Arles y amenazaba los pasos a Italia. Los suevos, vándalos y alanos campaban por sus respetos por la Galia, mientras que Alarico (que ya había cobrado) estaba en Noricum, tocándoselos.


Las tropas romanas de Italia, concentradas en Ticinum (Pavía), estaban convencidas de que Stilicho preparaba la invasión balcánica. Pero aquel verano les visitó el emperador Honorio y el 13 de agosto, cuando les dijo que las órdenes eran ir a la Galia a hostiarse con Constantino, las tropas se rebelaron y mataron a varios oficiales de conocida inteligencia con Stilicho.


Cuando Stilicho se vio privado de las tropas de la península que habían sido la base de su poder, volvió la mirada a sus amigos godos y convocó una reunión con todos ellos para diseñar una estrategia. En el momento en que se reunieron, todavía no sabían si Honorio había sobrevivido a la revuelta de Ticinum. Por ello, resolvieron que, si había muerto, los godos entrarían en Italia a llevarse por delante a los soldados relapsos; pero si había sobrevivido, harían una operación de cirugía, ejecutando sólo a los cabecillas. Cuando recibieran noticias de que el emperador no había sido molestado, Stilicho se dio cuenta de que no tenía apoyos, y huyó a Rávena. Allí se refugió en una iglesia, pero finalmente hubo de rendirse. Lo decapitaron el 22 de agosto.


Estos jefes godos que estuvieron con Stilicho lo eran de la tropa goda (unos 12.000 soldados) que en su día había seguido a Radagausio, y que cuando éste había sido vencido se alistaron en la milicia romana como unidad específica y separada. En el resto del ejército romano, lo probable es que no hubiese unidades godas como tal.


La muerte de Stilicho inició una purga en toda regla en Italia. Sus oficiales y fieles que no habían muerto en Ticinum fueron asesinados ahora. Como lo fue Euquerio. Por supuesto, Honorio repudió a su mujer, María. Al poder subió un general criado a los pechos de Stilicho, Olimpio, quien sin embargo no tuvo empacho de embargar todos los bienes de su antiguo jefe. Asimismo, una vez que se vio nombrado magister officiorum, dio la vuelta como un calcetín a las políticas de su antecesor, llamando a la guerra con los godos.


Mala decisión.


En realidad, si Olimpio estuviese leyendo este blog, podría protestar y aducir que diciendo que con eso de llamar a la guerra contra los godos hizo una mala decisión, me estoy pasando. Es cierto que hay algunos elementos que podrían justificar este movimiento, muy especialmente el hecho palmario de que los godos estaban ahora en una situación peor que en el 406, puesto que estaban establecidos en territorios que no eran los suyos tradicionales y, por lo tanto, carecían de una relación estable con los habitantes locales que les garantizase el acceso a los pertrechos que necesitaban (cualquiera que haya intentado operarse una apendicitis en una comunidad autónoma que no es la suya sabe de qué estoy hablando). Además, Olimpio no hacía sino cabalgar una ola generalizada contra los godos, una reacción social que diríamos hoy, disparada por la muerte de Stilicho. Muy especialmente en el ejército romano de Italia, en el cual se inició una matanza sistemática de los militares un día encuadrados en las divisiones de Radagausio y sus familias.


Pero, claro, todo eso no pudo ser gratis. Sin ir más lejos, Alarico vio incrementadas sus fuerzas en no menos de 30.000 efectivos, a causa de los que huyeron, directa o indirectamente, de aquella masacre. Cuando acampase a las afueras de Roma, esta fuerza se vería incrementada en 10.000 soldados más a base de esclavos que se le unieron.


En el 408, Alarico decidió mover ficha. A sus propias tropas unió las de su hermanastro Ataúlfo, que se encontraba en Panonia. Toda esta tropa cruzó los Alpes a sangre y fuego y se dirigió a Roma, alcanzando las afueras de la ciudad en noviembre del mismo año. Inmediatamente, Alarico sitió la ciudad.


Alarico, en todo caso, no tenía ninguna intención de tomar Roma y controlarla. En eso no era un guerrero moderno, sino uno más de los jefes de la guerra que rodean una ciudad rica en recursos con la única intención de saquearla. El Senado, de hecho, aprobó una moción para comprar la tranquilidad de la ciudad, pagándole al godo 5.000 libras de oro, 30.000 de plata, y un montón de otras cosas, entre ellas sedas y especias. Sin embargo, quedaba esa otra mitad, o tercio si se quiere, de reivindicación goda, ésta sí totalmente propia de sus tiempos: un acuerdo que garantizase la existencia de su nación dentro del Imperio. El Senado, en este sentido, se dirigió a Honorio (los emperadores ya no estaban en Roma, sino en Rávena), solicitándole algún acuerdo en este sentido; le propusieron un inmediato intercambio de prisioneros, así como una alianza militar. Honorio se lo pensó bastante, pero probablemente había aprendido ya con Stilicho que aquella marea podía ser verdaderamente fuerte. Así pues, otorgó signos de asentimiento, con lo que Alarico, en prueba de buena voluntad, retiró sus tropas hacia la Toscana, dejando con ello que las hamburguesas y el chopped volviesen a entrar en Roma.


En la corte del emperador quedaba, sin embargo, el peor enemigo de los godos: Olimpio. Auténtico engullidor de orejas, el primer ministro de facto del Imperio se dedicó a darle por saco inmisericordemente al jefe del Estado con la idea de que pactar con los godos era lo peor que podía hacer. Poco diplomático y bastante pollas, además, Olimpio o permitió o animó una emboscada de tropas godas cerca de Pisa, lo que terminó por encabronar a Alarico, que volvió a marchar sobre Roma.


Ante estos hechos, una delegación del Senado, escoltada por godos (lo cual nos demuestra que recorrer Italia ya no era seguro para los romanos de toda la vida), se dirigió a Rávena, a tratar de convencer al emperador de que debía negociar. Honorio tuvo que reconocer que era verdad. La única alternativa que tenía a la negociación era la guerra. Esto suponía levantar el ejército de Italia contra los godos que estaban dentro; pero hacer eso equivalía a abrirle la península a las tropas de Constantino III que, no se olvide, se habían enseñoreado de la Galia.


La necesidad de negociación labró la desgracia política de Olimpio y supuso la oportunidad de un oscuro pero hábil político, un antiguo partidario de Stilicho que había conseguido sobrevivir a las represalias, llamado Jovio, y que era el prefecto pretoriano de Italia. Jovio conocía bien a los godos porque le había sido encomendado el contacto con ellos cuando estaban en el Épiro esperando a Stilicho.


Alarico y Jovio montaron una mesa de negociación en Rímini. La verdad es que para los romanos era una negociación a pelo puta, porque Honorio estaba sometido a mucha presión. La razón era Constantino III, que se encontraba en Arlés, y de hecho se sentía tan fuerte que había comenzado a dar pasos para consolidar a sus hijos como herederos imperiales, amenazando con montar una dinastía competidora. La debilidad de Honorio era tan manifiesta que, en el año 409, incluso le envió un vestido púrpura a Constantino; una especie de asunción simbólica de su carácter imperial (el púrpura es el color de los emperadores, sobre todo tardorromanos. Por eso en Constantinopla, el emperador nacido en tal condición por la muerte previa de su antecesor era conocido como Porfirogenetes, nacido purpurado). Mientras hacía estos gestos de buen rollito, Honorio trataba de fastidiar a Constantino, por ejemplo en un intento de infiltrar sus soldados en una posición defensiva del emperador rebelde, operación que salió como el culo y en la que los de Honorio fueron masacrados casi hasta el último hombre.


En esa situación, el ejército teóricamente fiel a Honorio olía la derrota; así pues, sus oficiales comenzaban a preguntarse si no sería mejor quedarse en casa, con las espadas enfundadas, para así no hacer méritos negativos contra quien, tal vez, acabaría gobernando Italia. Honorio, pues, cada minuto que pasaba tenía menos capacidad de plantar batalla a Constantino; y eso es algo que sabía él, como lo sabía Alarico.


Así pues, las condiciones de Alarico no fueron moco de pavo: un suministro anual fijo de oro y de comida, así como permiso para que los godos se estableciesen en la zona del Véneto, Noricum y Dalmacia. Jovio aceptó la condición, e incluso le propuso a Alarico ser nombrado por Honorio magister utriusque militiae.


Fue este paso de Jovio, curiosamente, y no los de Alarico, el que puso las cosas difíciles. Honorio estaba dispuesto a casi todo lo propuesto, menos el acceso de Alarico al alto generalato de su ejército. Fue, tal y como yo lo veo, un puchero imperial bastante estúpido, pues, en realidad, el acuerdo permitiría a Alarico tener tropas listas y combativas muy cerca de Rávena, así pues, en realidad, toda la discusión se limitaba a definir si sería teniente general también de iure o solo de facto. Probablemente, la negativa tuvo que ver con la idea de Honorio de que Alarico, una vez teniente general de los ejércitos, ya no tenía ningún obstáculo que le impidiese dar un golpe de Estado y convertir el Imperio occidental en una nación gobernada por godos.

Sea lo que sea Honorio, no sabemos si mal aconsejado o arrastrado por sus propios sentimientos impolíticos, contestó a esta petición con una carta insultante. En un primer momento, Alarico reaccionó como Honorio esperaba, esto es levantándose de la mesa y marchándose. Pero luego, inteligentemente, recapacitó. Se buscó una pequeña corte de obispos para que fuesen sus embajadores y custodiasen un mensaje al emperador. El mensaje era, aparentemente, una bajada de pantalones: aceptaba establecerse sólo en Noricum, asumía que Roma le mandaría el alimento que pudiese (no una cantidad fija), renunciaba al oro y, por supuesto, a los cargos y distinciones.


En mi opinión, esta propuesta de Alarico estaba destinada a dejar que Honorio, literalmente, se cociese en su propia salsa. Lo dejaba solo. En el caso de que Constantino atacase, ambos: el propio Constantino y la armada goda, ahora tendrían que cruzar los Alpes. Pero el primero de ellos siempre tendría la ventaja de haber tomado la decisión. En consecuencia, el godo, conscientemente, desguarnecía Rávena, una ciudad por la que Honorio se paseaba con toda pompa rodeado por generales y coroneles que, en realidad, hacían cálculos casi diarios, como en la Bolsa, sobre si les sería más rentable defender a aquel tipo o cortarle el cuello.


La jugada de Alarico, además, funcionó, porque Rávena se vio obligada a rechazar proposición tan moderada. Ahora, Alarico tenía, literalmente, patente de cabrón: podía ponerse serio y decir que todo eso había sido porque Honorio, por dos veces, le había dicho que no, a pesar de que en la segunda de ellas apenas le había pedido una provincia en los confines del Imperio y un par de barras de pan de leña. Así pues, cogió el tren hacia Roma y la volvió a asediar.


Estando allí, a las afueras, convenció al Senado de que Honorio era un piernas, y que lo que tenían que hacer era elegir un nuevo emperador. El Senado, literalmente acojonado, hizo lo que se le sugirió, y escogió a Prisco Atalo; en ese momento, pues, el Imperio Romano de Occidente tenía tres emperadores: Honorio, Constantino y Atalo.


El nuevo emperador le envió mensajes cordiales a Honorio a Rávena, poniendo delante de sus narices un futuro en el que sería mutilado y/o exiliado si no se quitaba de enmedio. Otra cosa que le contaba es que había nombrado general en jefe de sus tropas a un tal Alarico, quien inmediatamente puso a sus gentes en movimiento hacia el norte, subyugó un montón de ciudades y se allegó hasta la misma Rávena, que asedió. Parecía que Honorio estaba perdido, pero en el último momento recibió 4.000 soldados del Imperio oriental, más una pasta que le llegó de África del Norte (que le seguía siendo fiel), con la que pudo lubricar el ardor guerrero de sus tropas.


Atalo, sin embargo, se demostró un tipo bastante dubitativo y tardano. La clave para ahogar a Honorio era acabar con las ciudades fieles que tenía en el norte de África; pero en ese teatro Atalo se negó a usar godos (tal vez, de nuevo, por temor a perder a la larga toda la provincia en sus manos), con lo que su eficacia militar se vino abajo. Cansado de tanto diletante de pasillo, en el verano del 410, Alarico mismo depuso a Atalo e inició, de nuevo, negociaciones con Honorio. El emperador, ahora que había recibido ayuda, se sentía Ironman, así pues no tenía ninguna intención de negociar. Cuando Alarico llegó a unos 12 kilómetros de Rávena, al lugar señalado para los contactos, fue atacado por una pequeña fuerza romana, comandada por un tal Saro, él mismo godo pero sin duda contrario a Alarico; su hermano Sergerico acabaría, de hecho, intentando liderar a la nación goda.


A Alarico, como por otra parte es lógico, aquel ataque a traición le hizo darse cuenta de que estaba hasta los huevos de los romanos y sus putas sutilezas. Así las cosas, volvió grupas hacia Roma, y la sitió de nuevo. Apenas llevaban un rato llamando al timbre cuando se abrió la puerta Salaria.


Llama la atención, en todo caso que el saco de Roma por Alarico haya pasado un poco al imaginario histórico como epítome de la acción indiscriminada de unos bárbaros, cuando estuvo lejos de ser eso. Cierto es que los godos de Alarico entraron en Roma a llevarse hasta los rodapiés si valían algo. Pero lo hicieron como que le eran: cristianos. Esto supone que los grandes centros de culto de la ciudad, y muy en especial las basílicas de San Pedro y San Pablo, fueron respetadas. Personajes religiosos de importancia fueron escoltados fuera de sus casas de forma segura (aunque, cierto es, una vez fuera entraron dentro los godos a llevarse hasta el jabón). Tres días de saqueo dejaron en casi perfecto estado la mayoría de los grandes edificios de Roma, aunque no cabe decir lo mismo de su patrimonio mueble.


390 años antes de nuestra era, cuando una serie de tribus celtas saquearon Roma, toda la ciudad, a excepción del Capitolio, fue pasto de las llamas. Ahora, en el 410, en realidad el edificio del Senado fue el único que quemaron los godos. La imagen del saco de Alarico responde más a los que los romanos esperaban que ocurriese que a lo que realmente ocurrió.


Aquella acción, sin embargo, sirvió para que los godos, finalmente, se dieran cuenta de que estaban equivocados. Contra lo que nos pueda parecer a los espectadores del futuro, que sentimos reverencia por Roma y tendemos a verla como el centro del Imperio, lo cierto es que en el 410 la hoy capital de Italia no sólo no era ya el centro del Imperio (lo era Constantinopla), sino que ni siquiera era el centro del poder en la península italiana (lo era Rávena). Honorio podía, perfectamente, ante la probable sorpresa de Alarico, tratar sus acciones como un acto de guerra menor. En realidad, para quien supuso todo un reto el saco de Roma fue para el cristianismo. La propaganda no cristiana se apresuró a recordar que la ciudad había permanecido ochocientos años protegida de este tipo de acciones gracias a los viejos dioses, que ahora habían sido desplazados por uno nuevo que no había sabido proteger la ciudad. Buena parte de la obra de Agustín de Hipona, de hecho, es un enorme trabajo de contrapropaganda respecto de estos argumentos.


El debate producido en el terreno religioso, sin embargo, tuvo una consecuencia inmediata, que fue la percepción colectiva de que la desgracia del saqueo de Roma se había producido porque el Imperio había perdido la virtud. Igual que en el ámbito judío la destrucción de Jerusalén había supuesto toda una tendencia de repensamiento de la que nació el cristianismo, ahora, de alguna manera, muchas voces comenzaron a abogar el repensamiento del propio Imperio desde presupuestos distintos.


Esta será la labor que se deberá abordar unos diez años después de la llegada de Alarico a la ciudad.


En el verano del 410, Roma más bien parecía el calcetín sucio de un carbonero. El ejército del Imperio occidental, localizado en la península italiana, no podía marchar sobre Alarico porque sabía que, haciéndolo, dejaba abierta la puerta del garaje, por la que con seguridad se colarían los romanos de Constantino III, tal vez implantando una nueva dinastía. Los vándalos, suevos y alanos ya habían descubierto para entonces las delicias de hacer turismo en España, y se habían enseñoreado de la península. En resumen: el otrora orgulloso Imperio de los tiempos de Augusto y Tiberio se debatía entre el control de dos grupos de godos, y dos de romanos.


Pero todo eso había cambiado en apenas siete años, gracias a la labor de un personaje que, de haber nacido en los tiempos gloriosos del Imperio, de seguro hoy sería famoso en los libros de Historia: Flavio Constancio.


Constancio era balcánico; ilirio, para más datos. Siendo de allí, por lógica, cuando abrazó la carrera militar, lo hizo en los ejércitos del Imperio oriental, luchando para Teodosio I. Probablemente, la rebelión de Eugenio le obligó a desplazarse hacia el oeste y, una vez en Italia, se quedó (de lo cual, verdaderamente, no podemos culparle). Se tiene por probable que fuera o fuese partidario de Stilicho (la verdad, en el ejército itálico, todo el mundo lo fue, en uno u otro momento); pero cuando llegó el momento de las represalias, o bien fue hábil, o bien tenía demasiados espadones a su mando, porque el caso es que lo dejaron en paz. En el malhadado año 410 heredó de Stilicho, de hecho, la condición de magister militum del ejército occidental fiel a Honorio.


Constancio decidió que había que hacerle caso a Diego Simeone; que los problemas se resuelven partido a partido o, si se prefiere, enfrentando sus distintos componentes uno a uno. Estratégicamente hablando, la decisión más racional era empezar por Constantino.


¿Por qué? Pues por la simple razón de que Constantino ofrecía un bloque opuesto mucho menos cohesionado que Alarico y sus godos. No olvidemos que el reyezuelo, o emperadorzuelo, lo era de un ejército, el británico, acostumbrado a encumbrar líderes de golpes de Estado con la misma rapidez con que se los llevaba por delante. El ejército de la Galia venido de Britania era, por esta causa, un conjunto un tanto prostibulario de unidades epidérmicamente cohesionadas que, sin embargo, se dejaban llevar frecuentemente por tendencias centrífugas. Una de éstas, de hecho, había cuajado mínimamente: Geroncio, uno de los fieles generales de Constantino, había decidido hacer las cosas por su parte, y había decidido apoyar a un tal Máximo que, por lo tanto, venía a convertirse en el usurpador del usurpador. Geroncio y Máximo, una vez que al segundo se lo invistió con el color púrpura, avanzaron hacia Arles, a cargarse a Constantino.


De esta manera, cuando Flavio Constancio se presentó en Arles para ver de llevarse por delante a Constantino, se encontró a Geroncio por la zona. No le costó mucho vencerlo; probablemente, compró un par de voluntades y comió unas cuantas orejas hasta que consiguió que las tropas del general se levantasen contra él; cosa que, como el lector habrá comprobado ya, era deporte nacional entre aquellos soldados. Geroncio, viéndose acorralado, se suicidó, pues siempre es mejor clavarse una certera daga el ventrículo derecho que esperar a que te maten a hostias (así, sin ir más lejos, decretó Constancio que debía morir Olimpio).


Cuando Constancio se hubo librado de Geroncio, hubo de hacer frente a Edobico, un general de Constantino que había conseguido levantar casi de la nada un respetable ejército, a base de pagar soldadas a los francos y alamanni que pudo encontrar. Sin embargo, Constancio lo batió.


En ese punto, Honorio le ofreció a Constantino conservarle la vida a cambio de su rendición. Constantino accedió. Pero, la verdad, el emperador Honorio, según casi todos los indicios que tenemos, era bastante hijo de puta y, además, hemos de entender que no olvidaría con facilidad que no hacía ni dos años que había temido que Constantino se lo apiolase. En consecuencia, en el camino hacia Rávena, Constantino fue asesinado, así pues llegó a la capital de Honorio con la cabeza separada del cuerpo, en el alto de una pica.


Como es común que ocurra en la Historia romana de la época, acabar con un enemigo no sirvió para otra cosa que para dar espacio a otros enemigos que, tal vez, hasta el momento habían permanecido en un discreto segundo plano por temor a ese enemigo ahora ajusticiado. Éste fue el caso de un noble galo llamado Jovino. A la caída de Constantino, se hizo proclamar emperador en algún lugar del norte de Alemania, apoyado por una macedonia de soldadesca latina, burgundia y alana. La cosa se puso seria cuando Ataúlfo, el hermanastro de Alarico, pasó a la Galia con sus tropas, y alcanzó una especie de alianza con Jovino.


Constancio, sin embargo, probó sus buenas dotes de estratega. Lejos de ser un cachoburro, era un militar experimentado, conocedor de las sutilezas del poder y, lo que es más importante, conocedor de los godos. Él, al revés que muchos contemporáneos que se acercan a esta historia hoy en día, sabía que los godos no tenían el menor deseo de derribar el Imperio; lo que hacían, tan sólo, era optimizar sus oportunidades.


Así pues Constancio, en lugar de comenzar una guerra en los campos, la comenzó en los despachos, a base de interminables negociaciones diplomáticas que, sin embargo, culminaron en el 413 con la decisión de Ataúlfo de cambiar de caballo. Jovino, sin aquel apoyo, se rindió; y experimentó exactamente el mismo destino que Constantino.


Como consecuencia de esta política, cuando llegó el buen tiempo a la Europa occidental en el 413, Flavio Constancio podía decir que, por primera vez en siete años, controlaba todos los grandes ejércitos romanos de la zona. De nuevo, el mando del Imperio occidental estaba claro. En esas tropas, por cierto, tenía montones de godos alistados, que no le hacían ningún asco a luchar por Roma.


Pero, mientras tanto, ¿qué habían hecho los godos? ¿Por qué Ataúlfo se había ido a la Galia? Bueno, ya hemos dicho que el saco de Roma aparece como algo impresionante y tal, pero en modo alguno sirvió para otorgar a los godos el control de la península italiana, porque para entonces la Ciudad Eterna era, la verdad, caza menor. Alarico era consciente de eso, y por eso decidió avanzar hacia el sur, en un dramático cambio de estrategia que pasaba por trasladarse al norte de África. Una galerna, sin embargo, dañó y dispersó su flota, y Alarico murió poco después. Fue el fracaso de esta estrategia africana la que llevó a Ataúlfo a pensar en el norte.


Ahora que había caído Jovino, godos y romanos eran medio aliados; pero era la suya una alianza, al parecer, bastante problemática. Muy probablemente, las condiciones que pedía Ataúlfo eran impagables para Constancio. Tenía el godo dos ases en la manga en forma de rehenes que había obtenido del saco de Roma. Del primero de ellos ya hemos hablado: Prisco Atalo, el tipo elevado a la teórica condición purpurada por el Senado; y la hermana del emperador Honorio, Gala Placidia.


En el año 414, visto que las cosas con Honorio y Constancio no iban del todo bien, Ataúlfo decidió elevar de nuevo a la condición imperial al pobre Atalo. Y, acto seguido, se casó con Gala Placidia, por supuesto sin preguntarle a ella; aunque en honor a la verdad hay que decir que le dio una boda de ésas con las que toda mujer superficial sueña; durante la cual, entre otras cosas, el novio le regaló a la novia cincuenta jóvenes esclavos vestidos de seda, cada uno de ellos con una bandeja en cada mano, una llena de oro y la otra de piedras preciosas, todo ello procedente del saco de Roma.


Por la rapidez con que Gala Placidia se quedó encinta cabría pensar que Ataúlfo la preñó en el mismo banquete de bodas. Para colmo, ella cumplió su función a la perfección, alumbrando un varón, al que sus padres pusieron el más imperial de los nombres posible en aquel tiempo: Teodosio. Esto lo digo, más que nada, porque aquel Teodosio, por vía maternal, era nieto de Teodosio I, y primo de Teodosio II, emperador de Oriente, puesto que este emperador era hijo de Arcadio, asimismo hermano de Honorio. Honorio, debemos recordar además, no tenía descendencia, por lo que este Teodosio tenía todos los boletos para heredar el Imperio occidental. En él, pues, se hacía carne la posibilidad de que los godos acabasen gobernando el Imperio por una simple evolución dinástica (lo cual, por cierto, lo dice todo sobre sus pretendidas ilusiones de acabar con él).


Sin embargo, tanto Honorio como Constancio pusieron pies en pared, y rehusaron un acuerdo con Ataúlfo que incluyese su adscripción al ejército imperial y el reconocimiento de las aspiraciones dinásticas de su hijo. Esto lo hicieron, sobre todo, porque ahí estaba Constancio, y Constancio no era ningún idiota. Flavio tenía esa característica que sólo los grandes estrategas atesoran, que es la capacidad de ver las situaciones en su conjunto. Las fuerzas godas eran impresionantes, pero seguían teniendo el problema que arrastraban desde que dejaron las que propiamente habían sido sus tierras: los aprovisionamientos. Habían vivido de las rentas gracias a las cantidades ingentes de recursos que se llevaron de Roma pero, pasado el tiempo, aquello empezaba a escasear. Así las cosas, Constancio se dio cuenta de que la mejor forma de combatir a los germánicos no era citarlos en el campo de batalla, sino secarlos; bloquearlos por tierra y por mar.


A principios del 415, los godos estaban en Narbona (precisamente el sitio donde la nobleza local había convencido a Ataúlfo de casarse con Gala); pero ante la falta de recursos, inducida por los romanos, tuvieron que partir hacia Hispania. De camino, ocurrió el peor escenario para Ataúlfo: el pequeño bebé Teodosio murió; fue enterrado por sus padres en una iglesia de Barcelona, dentro de un ataúd de plata; hasta donde yo sé, la localización de este entierro no está del todo clara.

Tengo yo por muy probable que Constancio tuviese sus agentes bien pagados dentro del estado mayor godo y que, por aquel entonces, una vez que el partido germánico hubiese perdido una baza tan importante para penetrar en el Imperio, se dedicase a comer las orejas adecuadas para labrar la división en el bando godo. Fuese por instigación de Constancio o por la mera evolución general, lo cierto es que en el verano del 415 se produjo una rebelión interna entre los godos, en la que Ataúlfo resultó gravemente herido. Una vez que murió, Sergerico, miembro de una casa noble goda que siempre había tenido ambiciones de liderazgo, se llevó por delante al hermano de Ataúlfo, así como a los hijos de su primer matrimonio. Pero Sergerico duró como jefe del Estado godo apenas una semana, pues fue traicionado y derrotado por un tal Wallia. Este Wallia, consciente de que su posición no era fuerte que digamos, trató de amigarse con los romanos, y para ello tuvo el gesto de devolverles a Gala Placidia (bueno: para ser más exactos, la cambió por comida; lo siento, chicas, la Historia es la que es).


Ahora que las cosas con la vieja tropa de Alarico estaban razonablemente estabilizadas, Constancio podía pensar en ocuparse del reñidero español, donde suevos, vándalos y alanos andaban estableciendo franquicias por donde les salía del pie. Ahora, sin embargo, existía una alianza godo-romana que podía aspirar a recuperar los ingresos fiscales de aquellas provincias, perdidos desde el 411 (porque no estamos hablando de orgullos nacionales ni nada de eso, que son cosas muy posteriores; estamos hablando de la pela, que es lo que ha importado desde Troya, pues Troya fue también una guerra económica).

Según las crónicas, Wallia, operando como marca blanca del ejército romano, limpió la Bética de vándalos silingos (desgraciadamente para la buena música, se le olvidó limpiarla de pitingos). Los alanos, que en aquel entonces estaban ya embarcados en una lucha potente para someter a los suevos y los vándalos, fueron atacados y sufrieron un número ingente de pérdidas, entre ellas su rey, Addax; todo esto es enormemente subjetivo y depende de lo que cada uno lea y lo que le dé por pensar pero, en mi caso, opino que la muerte de Addax y la defección de los alanos es un hecho crucial en la Historia de nuestra España, pues previno la instalación de una monarquía temprana bastante sólida en la provincia hispana. Sea como sea, tras tan amarga derrota que los dejó exhaustos, los alanos decidieron ponerse bajo la protección del rey vándalo hasdingo Gunderico, quien había puesto una marisquería en Galicia con relativo éxito.


Se puede calificar todo esto como una jugada genial de Constancio: en apenas tres años, había destruido completamente la principal amenaza existente en la península, la de los alanos. Había limpiado de enemigos la riquísima Bética, y ahora tenía a los godos acojonaditos en una comunidad autónoma perdida de la mano de Dios, al noroeste de la península, pendientes de las mareas (con minúscula). Eso sí, le quedaba un último peligro: que a los godos de Wallia les entrasen ganas de hacer suyo el país, una vez que el contrapeso alano había desaparecido. Por esta razón, los mandó llamar de regreso a la Galia, y allí les dio tierras en el valle del Garona, entre Toulouse y Burdeos, donde es de suponer se pondrían hasta las trancas de chardoné. No estoy seguro de que convencer a un alemán para que se haga francés sea la mejor idea del mundo; pero a él más o menos le funcionó.


Resulta increíble, como ya he escrito, que el nombre de Flavio Constancio no figure en la lista de los grandes estrategas político-militares que nos ha donado la Historia. Lo que cogió y lo que dejó no se parece en nada; y eso, además, lo consiguió en un momento en el que la debilidad de recursos del Imperio al que servía era sospechable. Sin embargo, tampoco hay que exagerar los hechos, como hacen muchos libros. El ejército itálico romano seguía siendo una maquinaria militar de primera; la inteligencia de Constancio residió en no exponerlo a campañas que lo hubieran debilitado. Por lo demás, a causa de los melindres que ya hemos visto a la hora de enviar godos al Norte de África a luchar (y los melindres de ellos mismos a la hora de cruzar el mar, a pesar de que Alarico acabó pensando en ello), esta provincia, riquísima en recursos de todo tipo, siguió siendo de obediencia ravenesa, lo que le garantizó al general que la tarjeta black tuviese fondos. Por lo demás, desde el punto de vista estratégico, tuvo una ayuda inesperada. Si el problema de Stilicho y los generales anteriores a Constancio era poder luchar contra dos ejércitos a la vez (los godos en Italia, Constantino III en la Galia), esto en parte quedó resuelto cuando Ataúlfo decidió moverse hacia la Galia.


El año 417 fue un año guapo para Flavio Constancio. No sólo fue nombrado cónsul por segunda vez (cosa que no significa mucho), sino que recibió la mano de Gala Placidia, cuya vagina, como se ve, lo mismo servía para un roto que para un descosido. Un año después tuvieron una niña, que sería conocida como la princesa Justa Gracia Honoria. En julio 419, el matrimonio cantó bingo con el nacimiento de un niño: Valentiniano. Para entonces, Honorio permanecía sin descendencia y, teniendo en cuenta que no se había inventado la Viagra, se daba ya por cierto que moriría en dicha situación.


En esa situación, la carrera de Constancio no podía sino seguir subiendo. Fue cónsul por tercera vez en el 420 pero, sobre todo, el 8 de febrero del 421 fue proclamado co-augusto, junto con Honorio, eso es, adjuntado al trono.


Así pues, a despecho de todas esas versiones según las cuales Roma, con los godos, no fue sino de derrota en derrota y tal, que nunca se levantó del saco de la ciudad y bla, apenas unos años después de aquella acción, el Imperio había sometido a los godos, había eliminado sus gravísimas disensiones interiores, y estaba al mando de un hombre capaz e inteligente.


Eso sí: la Historia es muy caprichosa, y a menudo los hechos particulares tienen en ella una importancia crucial. Si Gregorio Marañón sostenía que de no haber muerto el infante Baltasar Carlos la Historia de España habría sido otra, a nosotros nos cabe, en el punto de este escrito, especular sobre qué habría sido la Historia de Roma si Flavio Constancio no hubiese muerto en el mes de septiembre de aquel año 421, tan triunfal para él. Nunca lo sabremos.


En el punto en que Flavio Constancio desaparece del mundo y de la Historia, bien podemos hacer balance de los tiempos cercanos, para percatarnos de que el mandato del emperador Honorio venía caracterizado por la inestabilidad en la cúpula del poder. En apenas unos años, de hecho, se habían sucedido a su derecha: Stilicho, Olimpio, Jovio, Atalo... más algunos personajes algo menores de los que no hemos tenido tiempo de hablar, como el eunuco Eusebio, traicionado y ejecutado por el general Alobico.


En el año 411, Constancio había conseguido apiolarse a este Alobico y, además, como ya hemos visto comenzaba a ver los frutos de la estrategia desarrollada contra sus enemigos. Sin embargo, en toda dicha estrategia, que hemos descrito en líneas anteriores, nos hemos dejado un enemigo por tocar: Heracliano, el jefe de las tropas romanas en el norte de África.


Ya hemos dicho que el norte de África era fundamental para Roma. Lo era desde los tiempos de la lex frumentaria de los Gracos, pues todas esas enormes cantidades de cereales que llenaban los silos de Roma para que los ciudadanos las pudiesen comprar a precio de amigo, o venían de Sicilia, o venían de África. La situación geográfica de esta colonia, unida al fracaso de Alarico a la hora de invadirla, le permitía a los africanos observar todo el follón de los años anteriores un poco au dessus de la melée.


Honorio no tenía más que buenas palabras para Heracliano: en su peor momento, en los meses anteriores al saco de Roma, el general africano le había garantizado el flujo de pasta, sin el cual nada de lo que luego pasó, probablemente, habría sido posible. Por eso, en el 412, el emperador decidió recompensarlo designándolo cónsul del año siguiente. Heracliano, en todo caso, era un hombre que, al parecer, estaba ideológicamente cercano a Olimpio. No se fiaba de Constancio y, por ello, en la primavera del 413, mientras Constancio estaba en la Galia llevándose a Jovino por delante, pasó a Italia con un ejército. Sin embargo, uno de los hombres de Constancio le plantó batalla y le ganó; y, con posterioridad, Flavio pagó a dos espías para que se cargasen a Heracliano mientras regresaba a la actual Túnez.


Todo esto lo contamos para dejar claro que Flavio Constancio no había dejado tras de sí a nadie; y también para contar que, abrumado como estaba por los follones en la Galia, aunque se cargó a Heracliano no consiguió ni de lejos cerrar la herida africana y, por lo tanto, consolidó una situación en la que el poder en esa zona tenía, y seguiría teniendo, un peso enorme en la geopolítica romana. El dejar el campo de enemigos pulido y yermo, en todo caso, fue oro molido para una Roma que se caía a trozos, pero se convirtió en un problema cuando el propio Flavio murió, en el 421, pues abocó al Imperio a una situación de inestabilidad e indefinición que tardaría años en resolverse.


El emperador Honorio sobrevivió a Constancio apenas dos años; murió el día de la Virgen de la Paloma del 423, suponemos que sin haberse probado nunca un mantón de la China. En esos dos años que tardó en morirse, todo el juego de poder se centró en conseguir que aquel tipo le hiciese a uno caso. En la pole position se encontraba, sin lugar a dudas, Gala Placidia, la de los ovarios multitarea. No olvidemos que, cuando su entonces marido, Flavio, había sido elevado a la condición augusta, ella también lo había sido porque era su mujer. Así pues, ahora era la única persona de la, por así decirlo, familia real, además de su propio hermano; y tenía un interés objetivo en imponerse, pues tenía un joven hijo de su marido: Valentiniano.


Gala conocía bien el hecho de que en la Historia del Imperio había no pocos ejemplos de hijos naturales de emperadores que nunca habían vestido la púrpura; porque en la monarquía romana tardía, además de ser de sangre imperial, había que ser alguien de quien se pensase que iba a poder mandar. Esta característica fue legada a los godos y visigodos, que establecieron monarquías medio hereditarias, medio electivas entre la alta nobleza. Las crónicas de la época nos dicen que ambos hermanos se consolaron mutuamente por su soledad, y que no se cortaban en darse besos de tornillo delante de la gente. Sin embargo, nos cuenta Olimpiodoro, una serie de acompañantes de Placidia (una tal Espadusa -o Padusia, la churri de un general llamado Félix-; Elpidia, la criada de Gala; Leoncio, también de la grey de palacio; otro militar llamado Castino) acabaron por malquistarlos, hasta el punto de partir Rávena en honoriófilos y placidiófilos, que se hostiaban en las calles. Parece ser que a Placidia, a causa de su matrimonio con Ataúlfo, la defendían los godos. Algo debió pasar bastante fuerte que no sabemos muy bien, aunque sabemos que tras ese algo Honorio se impuso, y desterró a su hermana y a los hijos de ésta a Constantinopla.


La versión de los hechos que yo tiendo a creer es que Placidia tenía un fuerte poder militar. Contaba con los godos residentes en Rávena, que no eran pocos; y también con las simpatías de Bonifacio, quien había sustituido a Heracliano al frente de las tropas africanas. Sin embargo, otros poderes, de los que sabemos poco, contraatacaron comiéndole la oreja al emperador y malquistándolo contra ella. Honorio reaccionó, y cuando lo hizo, probablemente (esto es pura tesis), Bonifacio, que había aprendido de la experiencia de Heracliano, tal vez pensó que mejor se quedaba en casa, momento en el cual el poder de Gala Placidia disminuyó dramáticamente, y hubo de reconocer su derrota.


El exilio de Gala Placidia y de su hijo Valentiniano provocó que, cuando Honorio falleció, con 39 años de edad, de forma relativamente inesperada, la sucesión estuviese totalmente abierta, sin candidato claro. Después de unos meses de banderías y capillas, pareció llegar al poder el jefe Notario de Palacio, llamado Juan. El 20 de noviembre de aquel 423, los romanos no estuvieron en condiciones de recordar la muerte del general Franco básicamente porque todavía no había muerto, ni nacido; pero, también, porque fue la fecha elegida para vestir de púrpura a este Juan, medio colega profesional de Mariano Rajoy (uno, notario; el otro, registrador de la propiedad). En realidad, el activo que estaba en las espaldas de Juan era Castino, quien tenía el rabillo del ojo fijo en Bonifacio; Bonifacio, sin embargo, no se movió de África. El poder militar romano del momento se completaba con un tercer general, Aecio, un tipo que, por dos veces, había sido enviado como rehén de garantía a los godos y a los hunos, lo cual tiene su importancia.


Para poder considerarse consolidado, Juan sabía que necesitaba la aquiescencia del emperador constantinopolitano, Teodosio II. Con tal motivo le envió una embajada de muy buen rollo. Pero la sonriente Locomía ravenesa fue recibida en Constantinopla como si fuesen pordioseros. Teodosio no sólo no les hizo ni puto caso sino que los mandó exiliados al Mar Negro, zona de la que regresaron malamente.


Probablemente, fue Bonifacio. El general africano dominaba tropas lo suficientemente potentes como para preocupar incluso al Imperio oriental. Su calculada distancia respecto de Juan hacía pensar que no lo apoyaría si había problemas; y, por lo tanto, muy bien pudo Constantinopla pensar que, si aceptaba el purpurado de Juan, se acabase encontrando con problemas que no deseaba en Siria, lugar muy fácil de atacar desde Egipto y el norte de África. Sea por ésta o por otra razón, lo cierto es que Teodosio decidió enviar a sus marines a Rávena, para defender la correcta sucesión dinástica, esto es, la candidatura de su primo Valentiniano. El chavalote, acompañado de su pastelera madre, se llegó hasta Tesalónica, donde fue proclamado emperador de Occidente por Helión, alto comisionado de Teodosio; era el 23 de octubre del 424.


El ejército de Teodosio estaba al mando de tres generales: Ardaburio y su hijo, que a pesar de no tener moto se llamaba Aspar; más un tercer militar con un nombre de evidentes resonancias a dolencias vaginales: Candidiano. Avanzaron por el Adriático hasta Aquileia, pero ahí las cosas se torcieron. Se produjo un vendaval que separó a Ardaburio. Los romanos fieles a Rávena lo encontraron, apresaron y llevaron a Rávena, donde Juan intentó usarlo como moneda de cambio. Pero Ardaburio debía de ser un verdadero tocahuevos, porque lo cierto es que rápidamente consiguió plantar la disensión entre los partidarios de Juan, tal vez contándoles historias sobre las enormes fuerzas bizantinas y lo que les iba a pasar cuando tomaran la capital. Para cuando Aspar llegó a Rávena y atacó, lo propios oficiales de Juan lo traicionaron y se lo entregaron. Fue enviado a Aquileia, a la presencia de Gala y su hijo Valentiniano.


Ya sin enemigos, Helión acompañó a Valentiniano hasta Roma, donde, el 23 de octubre del 425, fue proclamado emperador de Occidente con el nombre de Valentiniano III.


El historiador romano Olimpiodoro refiere el acceso al trono de Valentiniano, acompañado de su unión con la hija de Teodosio, Licinia Eudoxia, y escoge ese momento para dar fin a su obra histórica. Este hecho debe servir para darnos la medida de hasta qué punto los romanos llegaron a concebir el acceso a la púrpura por Valentiniano como el fin positivo de una época. Por fin, en su cabeza, tras un periodo de grandes problemas (que daban por resueltos y fagocitados en el estómago de ese poderoso Sharlak que era el Imperio), Roma volvía por sus fueros, unificado bajo una dinastía, la teodosia.


Todo, sin embargo, era un espejismo. Lo era porque, en realidad, el problema de la caída del Imperio no fueron los godos, sino el propio Imperio. Valentiniano era un emperador de seis años; gobernado, eso sí, por un sargento de granaderos con mala leche como su madre, pero era un criajo. En estas condiciones, en realidad el Imperio ravenés estaba en manos de quien había estado siempre en los últimos veinte años: de los milicos.


Así pues, lo que siguió en la segunda mitad de la tercera década del siglo V fue un enfrentamiento entre los tres grandes jefes militares de Occidente: Félix, Aecio y Bonifacio, con Gala Placidia por medio tratando de labrar pequeñas alianzas con cualquiera de ellos para evitar un desequilibrio definitivo del poder. Si pensáis en cuatro personas jugando al parchís, una de las cuales concluye constantemente alianzas con los otros dos que van perdiendo para comerse a saco las fichas del que va ganando, accederéis a una imagen razonablemente cercana del papel que yo creo que jugó la herma del emperador muerto, madre del vivo, en todo aquel follón.


Félix, en su condición de magister militum praesentalis, tenía el control de las tropas acuarteladas en Italia. Aecio, por su parte, había reemplazado a Castino como jefe militar en la Galia, tras la caída de éste, que se fue por el desagüe cuando se fue Juan. Pero su fuerza venía de otro lado. Ya hemos dicho que Aecio había sido rehén de los hunos, lo cual quiere decir que los conocía como casi ningún otro romano. Cuando Juan se sintió en peligro por la llegada de las tropas de Constantinopla, envió a Aecio a las fronteras del Imperio para recabar la ayuda de mercenarios hunos. Aecio no cumplió su misión porque no llegó a tiempo para salvar a Juan; pero, por el camino, había creado un auténtico ejército huno mercenario, que podría superar las 50.000 almas asiáticas. Aecio pactó con aquellos tipos que volviesen a sus casas a condición de permanecer al servicio del Imperio (esto quiere decir: de él). Con esa fuerza en la chequera, a Rávena lo le quedó otra que darle el control militar de la Galia.


En lo que respecta a Bonifacio, ya sabemos bien cuál era su centro de poder.


Gala Placidia, como hemos dicho, se las arregló durante un tiempo para tratar a los tres jefes militares como la langosta, la anguila y el pulpo: tres enemigos mortales que, sin embargo, si son colocados en un acuario nunca se atacarán, pues cada uno de ellos sabe que acabar con el enemigo al que pueden provocará que se quedarán sin contrapeso para poder vencer al tercero. Pero eso no podía durar toda la vida.


En el año 427, por razones cuya veracidad obviamente no podemos juzgar, Félix acusó a Bonifacio de deslealtad, y lo llamó a Italia. Bonifacio le contestó que unos cojones, con lo que Félix se sintió legitimado para enviar una tropa al norte de África. Allí, sin embargo, los bonifacios les dieron hasta en el perineo. Mientras tanto, Aecio había realizado en los años 426 y 427 sus campañas contra visigodos y francos, con gran éxito, lo cual le llevó a crecerse y pensar que podía con Félix. Contando tal vez con la complicidad de Gala, en el 429 consiguió ser designado segundo general en jefe de las tropas en Italia. No se sabe muy bien lo que pasó, pero el caso es que un año después, en la primavera del 430, Aecio tenía a Félix y a su mujer arrestados, bajo la acusación de conspirar contra él. Y se apresuró a ejecutarlos en la misma Rávena.


La jugada de Aecio no carece de lógica. Las tendencias centrífugas y aislacionistas de las gentes que habían comandado los ejércitos del norte de África eran bien conocidas. No habían sido pocas las veces en que los mandos situados en la vieja Cartago habían decidido ver los problemas del continente europeo desde el balcón. Supongo que Aecio pensó que Bonifacio haría lo mismo y que, a cambio de un inteligente acuerdo de status quo, no le daría por el saco.


Sin embargo, en mi opinión (me parece la reconstrucción más lógica de los hechos), Aecio había olvidado a Gala Placidia, la madre del emperador, cuya prioridad en la vida era que nadie se hiciese lo suficientemente fuerte como para albergar la idea de apiolarse a su hijo y, por supuesto, ella misma. Así las cosas, tengo yo por probable que ella, la misma persona que habría puesto las cosas fáciles a Félix al traerlo a Italia, maniobró ahora para que el propio Bonifacio fuese también llamado a la península. El gesto no tiene vuelta de hoja interpretativa, pues la llamada se produjo cuando Aecio había regresado a la Galia; además, el general africano fue nombrado general en jefe de las tropas italianas.


Era la guerra. Aecio marchó hacia Italia, y se encontró con las tropas de Bonifacio cerca de Rimini. La cosa le salió de coña a Gala Placidia: Bonifacio ganó la batalla, pero con el coste de ser mortalmente herido, por lo que murió poco después. Aunque su legado, por así decirlo, fue rápidamente capitalizado por su yerno, Sebastiano. Aecio, por su parte, regresó, muy debilitado, a la Galia, pero como quiera que allí sufriese dos atentados personales que le enseñaron que no estaba ni de coña a salvo, decidió buscar la protección de los hunos. Con su patota de amiguitos se presentó en Italia en el 433, momento en que Sebastiano se fue por los pantys, por lo que huyó a Constantinopla. Aecio, sin oposición, fue nombrado comandante de las fuerzas italianas, y el 5 de septiembre del 435 adoptó el título de patricio.


Lo que ocurrió en los años treinta del siglo había ocurrido otras veces en la Historia del Imperio. Pero nunca, como esta vez, las luchas de poder en Rávena y en los campos de Rimini habían tenido tantas consecuencias en el debilitamiento del poder periférico del Imperio. Aquí está, en buena medida, la raíz de su caída. Las elites romanas del siglo V no habían hecho otra cosa que sus abuelos y bisabuelos; pero ellos se cargaron, en parte, el Imperio, porque si bien sus antecesores habían sido capaces de darse de hostias en Roma mientras con el otro brazo sofocaban rebeliones en Judea, en la Galia, en Britania, en Hispania, éstos, ahora, para poder darse zancadillas en Rávena, no tenían otro remedio que dejar que los que estaban muy lejos de aquellas peleas hicieran lo que les saliese de los huevos.


Y aquí es donde entran en juego los godos, más bien visigodos, de nuevo. La caída del Imperio no tiene tanto que ver con la infiltración goda en el ejército imperial, como con la sensación que tenían estos mismos godos de que podían, primero, gobernarse por sí mismos, para después considerar que podían hacer suyo el Imperio mismo. Hemos de recordar que la vieja tropa goda estaba establecida en Aquitania, bajo los términos de la paz del 418. Pero muy pronto, cuando realmente se den cuenta de que su metrópoli se desangra en luchas partidarias, aspirarán a bastante más.


A esto hay que unir que el trío calavera de las clases de historia en las viejas escuelas gallegas (los suevos, vándalos y alanos) estaban otra vez por ahí dando leches.


Los alanos eran unos tipos que hablaban iranio y que habían sido desalojados de la actual Ucrania por los hunos. Los vándalos, que como hemos visto se dividían en silingos y hasdingos, hablaban germánico y venían de Polonia. Los suevos, inicialmente bastante dispersos, provenían de Hungría. Por lo tanto, podemos pensar que suevos y vándalos se entendían entre ellos razonablemente, haciendo un esfuerzo (como se entienden un español y un portugués: hablando despacio); pero ni modo se entenderían con los alanos con sus acentos mesopotámicos. No obstante, a ratos este colectivo tan diverso y sin un Alarico claro conseguía razonables niveles de unión a la hora de luchar y conquistar. Lo que para mí está claro es que siempre les faltó un general que, como hiciera Alarico con los greutungos y tervingios, acabase por desdibujar las fronteras entre ellos.


Existe otra diferencia importante entre suevos y vándalos por un lado, y alanos por el otro. Los primeros probablemente compartían la estructura social germánica clásica, que se comunicaría con éxito a la sociedad medieval, basada en la existencia de una elite dominante sobre dos clases formadas por hombres libres (pero siervos) y esclavos. Los alanos, sin embargo, no tenían esclavos, y se consideraban todos ellos de igual nivel de nobleza (como los vascones, por cierto). Retenían, pues, una pura estructura social propia de pueblo nómada, en el que, por definición, nadie puede poseer un palacio.


A base de dar tumbos y de enfrentarse con las tropas romanas de cada zona, este trío de la bencina terminó en España. Como ya hemos visto, a mediados de la segunda década del siglo los vándalos silingos, al mando de su rey Fredibaldo, a quien por tanto podríamos llamar Freddy el Vándalo, fueron duramente derrotados en Andalucía (Freddy sería ejecutado en Rávena, por cierto), junto con los alanos, que quedaron seriamente diezmados, por lo que buscaron la protección del hasdingo galaico Gunderico Carballeira.


La derrota de la Bética tuvo consecuencias importantes para Roma, que recuperó control y poder sobre nuestra piel de toro; pero fue, en realidad, mucho más importante para los invasores. Aunque todo es terreno de pura especulación, os diré que mi opinión es que, hasta que Freddy el Vándalo fue derrotado en el Benito Villamarín, el guión estaba escrito para que la dominación bárbara en España estuviese dirigida y monopolizada por los alanos. Probablemente, eran la tropa más numerosa y más cabrona de las cuatro (recordar que vándalos los había de dos tipos, los que hablaban catalán y los que hablaban valenciano); y tenían un rey, Addax, con toda la pinta de ser un buen cabrón con borlas. Todo aquello, sin embargo, se fue a tomar por saco en la Bética, donde los alanos perdieron un porcentaje de acometividad que no podía estar por debajo del 70% u 80%; sólo así se entiende que se retirasen al culo del mundo, tierra de nécoras.


Pero, claro, la pérdida de poder de los alanos sirvió para que la relativa fragmentación entre ellos perdiese tensión. Gunderico tenía ahora el control de las dos tribus vándalas y de los propios alanos, lo que venía a suponer una coalición razonablemente viable a la hora de construir un poder alternativo en España. Esto quiere decir que, además del grupo godo construido por Alarico, ahora existía una confluencia bárbara que venía a dibujar un segundo tercer gran foco de poder dentro del Imperio. No obstante, hay que recordar que los reyes vándalos se llamaban a sí mismos “Rey de los vándalos y de los alanos”; lo cual sugiere que ambos colectivos mantenían su identidad propia. Una especie de Unidos Podemos goda, pues.


Como ya sabemos, Constancio, tras la victoria de la Bética y otras más, decidió dejar España en paz para poder llevarse a los godos de Wallia a Aquitania, a que se hiciesen granjeros. Con las manos más libres, en el 419 probablemente Gunderico Carballeira intentó vencer al rey suevo Hermerico (no menos Carballeira) y someter a sus altos y rubios súbditos. Hermerico se encastilló en las montañas del norte de Lugo, más o menos. En el 420 el Imperio intervino en este conflicto, probablemente temiendo que una victoria de Gunderico pusiese bajo su manto tropas en exceso, y envió a un oficial llamado Asterio, que logró romper el bloqueo al que los vándalos tenían sometidos a los suevos. Las cosas, sin embargo, quedaron en paso por causa de la muerte de Constancio (lo que da que pensar qué habría sido de España de haber vivido cinco o diez años más; ucronía que se queda para la especulación del lector pero que, en mi opinión, sostiene la idea de que Flavio Constancio es mucho más importante para la Historia de lo que normalmente se cree).


En el 422, una coalición romano-visigoda atacó de nuevo a los vándalos y alanos que, hartos de la lluvia, se habían movido de nuevo hacia la Bética. Por parte romana participaron Castino desde Galia y Bonifacio desde África, más los godos aquitanos; esto nos da la medida de que Roma había preparado toda una expedición contra los bárbaros hispanos. Sin embargo, cuando Placidia fue exiliada a Constantinopla, Bonifacio volvió grupas en protesta, y la campaña quedó en poca cosa. Castino siguió adelante, pero fue derrotado por los vándalos y alanos. Castino se retiró a Tarragona para preparar una nueva ofensiva, pero por medio la cascó Honorio y tuvo que volver a Italia.


La inestabilidad política en Rávena supuso una gran ventaja para los vándalos y alanos, quienes se quedaron en España sin ser molestados. En los años veinte del siglo capturaron Sevilla y Cartagena, lo cual nos da la medida de su libertad de movimientos a escala peninsular. No obstante, eran bárbaros, pero no gilipollas. Sabían que no tenían ningún instrumento jurídico que les diese derecho, a los ojos de Roma, para estar allí (nunca habían firmado un tratado de paz, nunca se habían declarado vasallos ni tributarios); y sabían, por lo tanto, que la primera promesa que haría quien acabase por llegar al poder imperial supremo no sería derogar la reforma laboral, sino degollarlos. Y ésta la cumpliría o, cuando menos, intentaría cumplirla. No siempre se les iba a morir un emperador o un generalísimo en el tiempo de descuento.


Gunderico murió en el 428, y fue sucedido por un medio hermano que surgió inesperadamente del suelo en forma de chorro: Geiserico (estas cosas las pongo porque me divierten, porque ni soy historiador profesional ni pretendo serlo y, last but not least, para que, si copias todo esto para un trabajo del cole, por lo menos tengas que leértelo).


Geiserico estaba minusválido a causa de una caída del caballo, y los testimonios que nos han quedado sobre él nos pintan a un tipo bastante austero y excelente estratega, que sabía manipular a sus enemigos, y a sus amigos, para ponerlos a unos en contra de otros. Estratégicamente hablando, tenía bastante clara cuál había de ser la opción de los vándalos y alanos; y no era Galicia, por mucho que se empeñen algunos nacionalistas de esa tierra, sino el norte de África.


Geiserico quería para su pueblo un lugar a salvo de posibles enfrentamientos, y alianzas, ante romanos y godos. No quería luchar ni contra ni con ellos. No es que fuera un pacifista; era un realista que conocía las limitaciones de su pequeña nación, y leía los tiempos como para comprender que para su gente tenía que llegar un momento en el que el relativo nomadismo en que se resumía su vida mutase a algún tipo de existencia más estable. Durante la estancia de los vándalos en la Bética, éstos habían establecido ya contactos diversos con propietarios de barcos y astilleros, estudiando las posibilidades de un traslado. De hecho, había sido con estos medios que habían podido saquear las Islas Baleares.


Así las cosas, en el mes de mayo del 429, con el buen tiempo, Geiserico juntó a los suyos en Tarifa, y comenzó a trasladar a su nación hacia el continente de enfrente. Siendo como eran, al parecer, arrianos, su llegada al nuevo territorio se caracterizó no sólo por los saqueos by default, sino también por una violencia adicional contra el cristianismo católico. En todo caso, el hecho de que Roma, como sabemos, tenía un ejército en el África del norte, así como que la capacidad entonces de poner barcos en la mar era limitada, abre el misterio, nunca suficientemente resuelto, de cómo pudo ser capaz Geiserico de trasladar a tanta gente a través del Estrecho. Cabe recordar aquí que 1.500 años después, el mismo problema, pero en sentido contrario, lo tuvo el general Francisco Franco, y sólo lo pudo resolver con la ayuda extraordinaria de Alemania. Y Franco, no se olvide, transportaba tropas; Geiserico transportaba una nación entera.


Según todos los indicios, lo que hicieron los vándalos y alanos fue cruzar el Estrecho por su parte más ídem, desembarcando en Tánger, esto es muy lejos de donde estaba la mayoría de las tropas romanas, en la actual Túnez. Tardaron un año en aparecer en Hippo Regius, esto es Hipona, la ciudad de la que era obispo Agustín de Allí Mismo. Eso quiere decir que hicieron unos 2.000 kilómetros en doce meses.


Los godos y las tropas romanas de Bonifacio se encontraron en la raya de Numidia. Los romanos fueron vencidos y Bonifacio se retiró a Hipona, ciudad que sería asediada durante algo más de un año. Otras tropas godas se movieron más al oeste, hacia la provincia romana de Proconsularis, la antigua Cartago.


La llegada de los vándalos y alanos de Geiserico a Hipona y la provincia de Proconsularis sí que fue una desgracia para el Imperio, y no el saqueo de Alarico como sostienen los poco informados. El saqueo de Roma, ya lo hemos escrito varias veces, no fue sino una prueba de fuerza sobre una ciudad de gran valor simbólico e histórico pero escaso significado estratégico; viene a equivaler, para que nos entendamos, a que un ejército que ataque España empiece por Toledo. El Imperio no se vio menoscabado por aquel saqueo, aunque muchas familias ricas residentes en la ciudad, sí. Lo que realmente daba y quitaba riqueza en aquella Roma eran las posesiones africanas, y su capacidad de allegar con regularidad a la metrópoli tanto hombres como dinero.


En el momento en que los godos controlaron la Proconsularis, sin embargo, todo eso se acabó. Cartago era el gran puerto desde donde subía toda esa pasta; tenía, pues, para los romanos la importancia que durante los tiempos del Imperio Americano tuvo para España el de Sevilla. El norte de África era el granero de Roma y, en realidad, en el siglo V era ya su mayor foco de actividad económica. De hecho, durante dos o tres siglos había sido la niña bonita de Roma, que había legislado diversos privilegios, fiscales o de nobleza, en favor de las gentes que allí vivían (como cualquier visitante de la zona puede comprobar cuando vaya a las villas romanas, muchas muy bien conservadas, y se encuentre con los casoplones que contienen; los romanos ricos de África eran muy ricos).

La cosa tiene lógica. Desde los tiempos de Mario, Sila y las guerras contra Yugurta, los políticos romanos habían visto aquellas tierras del norte de África como la salida natural a la hora de recompensar los largos años de servicio de armas en sus legiones; por lo demás, conforme Egipto y otras tierras se fueron convirtiendo en el granero de la Subura romana, las siete colinas y toda la pesca, establecerse en el norte de África comenzó a interesar a los patricios especuladores y en general la gente que cortaba el bacalao. Sin embargo, en los primeros tiempos de colonización de aquellas tierras, para cualquier persona que se haga una mínima idea de las condiciones de vida y las distancias de aquella época se hará evidente que, para un legionario retirado, recibir un trozo de tierra en Argelia o recibirlo en la Galia o la misma península itálica, Hispania incluso, no tenía color. Por eso hacía falta incentivarlos; hizo falta incentivarlos durante siglos.


La caída del norte de África, por lo tanto, venía a significar algo muy simple: sin ese territorio, el Imperio era incapaz de allegar los recursos suficientes como para sostener un ejército capaz de mantener la integridad de sus fronteras. Era, pues, un problema que se expandía como un virus. Al tener godos en África, no había pasta. Y, al no haber pasta, no se tenía con qué pagar a los lejanos soldados en servicio en las orillas del Rhin, encomendados de parar la ola de francos, de burgundios, de alamanni, de yutungos. Además, aquellos godos situados en Aquitania, de cuyas inquietudes ya hemos hecho notaría, habían pasado de la inquietud a la acción y comenzado a marchar hacia Arles, la capital de su provincia. En España, los rubios suevos, que habían establecido su sede central en Galicia y el norte de Portugal, se llegaban casi hasta cada esquina de la península sin encontrar oposición seria (más o menos como Zara, pues).


Roma, sin embargo, tenía un líder: Flavio Aecio. Ya sabemos de él que surgió como ganador de los enfrentamientos consiguientes a la llegada de Valentiniano III al trono, y que tenía una experiencia de gran valor en su relación con los hunos. Igual que Constancio, sus orígenes familiares estaban en los Balcanes (allí había nacido su padre, Gaudencio); se podría decir, en términos actuales, que eran una familia de rumanos. Este Gaudencio, que fue asesinado en la Galia tras un levantamiento de los soldados, había pegado un buen braguetazo tras casarse con una rica heredera de la clase senatorial de toda la vida.


Sabemos de Aecio que era un excelente jinete y un más que potable arquero, signos ambos en los que podemos adivinar las consecuencias de la estancia con los hunos, pues éstos eran auténticos maestros en ambas disciplinas.


Aecio tomó control efectivo del Imperio occidental en el 433, en medio de una situación bastante desesperante. Roma llevaba diez años embarcada en luchas intestinas que habían labrado su esclerosis. En medio de esa situación, la invasión de inmigrantes había sido masiva, y algunos de ellos estaban causando graves problemas, como los llamados bagaudae por las fuentes históricas, en la Galia y en la zona de los Alpes. En el verano del 432, la confluencia de tensiones en diversos puntos del Imperio amenazaba con el colapso: estos bagaudae en el noroeste de la Galia, los visigodos en el sudoeste, francos, burgundios y alamanni en el Rhin y los Alpes, los suevos en el noroeste de Hispania, y la nación vándalo-alana en el norte de África. Todo esto, más el hecho de que las Islas Británicas habían ejecutado un Brexit por el artículo 33, y no se podían considerar bajo la disciplina de Rávena.


Aecio, según sabemos, podía contar los diez años de luchas intestinas romanas, hasta su acceso al poder, por victorias; pero, sin duda alguna, cuando a partir del 433 se encontró en posición de mandar sin ser cuestionado, su capacidad creció aun más. Y esto fue así porque, como ya le pasaba a Constancio, en realidad Aecio y su padre provenían del Imperio oriental y, por lo tanto, podían aspirar a recibir ayuda de allí.


El gran problema de Aecio, efectivamente, es que tenía que atender dos frentes muy lejanos: la Galia, y el norte de África. Un general menos sensato (Hitler, por ejemplo) habría dividido sus fuerzas en dos para atender ambos frentes, pero Aecio sabía que no podía hacer tal cosa. Constantinopla respondió con generosidad a su petición de ayuda, y envió de nuevo a Europa a un viejo conocido nuestro, Aspar, con una tropa más que decente. Esto fue posible porque Aecio había aprendido de los tiempos de Constancio que, con los emperadores, hay que hacer cualquier cosa menos mostrar querencia a ser uno mismo emperador. Lejos de ello, Flavio Aecio siempre se preocupó de dejar claro a sus superiores purpurados que no tenía ambición de poder imperial alguna; él prefería ejercer dicho poder de verdad; si la gente no se echaba al suelo delante de él para tocarlo con la frente, se la sudaba.


Aspar era un experimentado militar y diplomático, y en África hizo exactamente lo que se esperaba de él. Lejos de plantear una guerra abierta, planteó lo que normalmente se conoce como guerra de contención, una especie de intercambio constante de golpes con el objetivo de cansar a su rival. El rival, en efecto, acabó lo bastante cansado como para negociar. El 11 de febrero del 435, los vándalos y alanos por fin tuvieron su ansiado tratado con los romanos que jurídicamente les otorgaba existencia en el mundo. Recibieron varias partes de Mauritania y Numidia; pero los romanos retuvieron las provincias de Proconsularis y Bizacena, con lo que lograron retener buena parte de la fábrica de PIB que había estado en peligro.


Así las cosas, Aecio podía pensar en volver su vista hacia la Galia. Allí los problemas eran de gran magnitud, pues el bando que Flavio Constancio había tenido a su favor, los godos un día comandados por Alarico y Ataúlfo, ahora estaba crecientemente soliviantado contra Roma; lejos de ser la solución, formaban parte del problema. El general romano necesitaba refuerzos, pero todos los que le podían llegar de Constantinopla estaban ya luchando para él en el norte de África. Así las cosas, todo lo que le quedaba eran los hunos.


En el año 436, en un momento que los burgundios estaban hostilizando la actual Bélgica, Aecio decidió pedir ayuda a sus otrora secuestradores. En los siguientes meses, la nación burgundia sufrió una serie interminable de derrotas militares, tan aplastantes que los supervivientes pudieron ser reubicados por Aecio en las orillas del lago Ginebra. Una vez asegurada la frontera, una tropa romana con aliados alanos se dirigió hacia Armórica, donde un tal Tibatto había soliviantado a los bagaudae. Tras la victoria sobre éstos, en el 437 pudo considerarse que la administración romana había sido garantizada en la zona.


Otra cosa hay que decir del suroeste de la Galia. En el 436, en medio del follón con los burgundios, los visigodos se habían rebelado. De nuevo se movieron hacia el sur, pero esta vez no hacia Arles, sino hacia Narbona. Aecio reclutó una tropa complementaria de hunos y, con éstos y sus propios soldados, contraatacó a los godos y los hizo retroceder hasta Burdeos. La lucha terminó con la reafirmación de los términos del tratado del 418, lo cual, teniendo en cuenta que lo lógico es que los godos se hubiesen levantado en contra esos mismos términos, viene a hacer sospechar que aquella paz fue, básicamente, una victoria romana.


Así las cosas, quedaba España (y Portugal). En nuestra piel de toro, como es evidente, las cosas habían mejorado con la marcha de los vándalos y los alanos que, sustancialmente, había otorgado a los suevos el monopolio de la oposición a los romanos. Sin embargo, aquí Aecio, tal vez consciente del cansancio bélico de sus tropas, más que impulsar la guerra, impulsó la diplomacia. Los suevos, por su parte, supieron entender que, de no mostrarse comprensivos, se podrían estar jugando su extinción. El caso es que los residentes romanos de Galicia y los propios suevos llegaron a acuerdos que mantuvieron la zona relativamente calmada.


Así pues, lejos de esa idea que concibe la caída del Imperio romano como una evolución sin cambios hacia la mierda, en realidad ya hemos visto que, en relativamente poco tiempo, la metrópoli contó con dos comandantes inteligentes que supieron mantener la cohesión imperial: Flavio Constancio y Flavio Aecio. Aecio había conseguido mantener a francos y alamanni fuera de sus fronteras, había sofocado las rebeliones burgundias y de los bagaudae, había obligado a los visigodos a regresar a las tierras que les habían sido concedidas en el 418, había controlado la situación en España y, por último, había resuelto con nota la peligrosísima invasión vándalo-alana en África.


Esto, sin embargo, no podía durar. Parece obvio que los vándalos y alanos habían firmado su tratado en el 435 arrastrando los pies y por lo tanto no estaban nada contentos con él, porque en octubre del 439, desde Mauritania, Geiserico inició una serie de ataques hacia el norte, amenazando de nuevo las provincias más ricas del imperio africano. Y, de nuevo, generó una gravísima crisis presupuestaria en Rávena. El 3 de marzo del año 440, un decreto imperial otorga a los comerciantes del este la potestad de comerciar con granos con la ciudad de Roma, en lo que es fácil de interpretar como una medida desesperada para tratar de garantizar el suministro de comida de la ciudad, ahora que ya no va a llegar desde el África ahora dominada por Geiserico. En junio, otra ley autoriza a los civiles a llevar armas en el momento que quieran.


Roma sabía que venían los vándalos, y no se equivocó. En cuanto llegaron los meses buenos para la navegación, Geiserico comenzó a realizar una serie de razzias marinas sobre Sicilia, incluyendo un asedio de meses sobre la ciudad de Panormus, principal punto militar. A finales del 440, sin embargo, el tiempo hizo regresar a los godos, mientras que Aecio, que había estado allegando tropas en Galia, recibió nuevas ayudas de Constantinopla. Así pues, comenzó a formarse una gran armada en la misma Sicilia.


Aquel ejército era tan grande que su mando era ejercido por cinco generales: Aerobindo, Ansilas, Inobindo, Arinteo y Germano, con uno más encargado de la logística, Pentadio, quien parece ser hizo una labor impresionantemente buena. Es de imaginar el espíritu y la moral que habría entre esas tropas. Sin duda debían de ser decenas de miles de soldados, y estaban embarcados en una expedición para reconquistar Cartago, esto es, para revivir una de las mejores páginas de la Historia romana, que todos conocerían bien porque el Imperio todavía no había inventado la Logse.


Sin embargo, aquel ejército, al revés que el barquito chiquitito, nunca navegó.


El formidable ejército acopiado por Flavio Aecio con ayuda de Bizancio en Sicilia nunca pudo salvar el charco hacia la vieja Cartago para poner a los vándalos en su sitio. Las fuentes disponibles, muy escasas, nos hablan de una amenaza producida en el continente que se concretaría en la llegada de hordas desde Escitia disparando flechas de fuego. Esta cita se considera mayoritariamente como relacionada con algún tipo de invasión por parte de los hunos.


Los hunos, por lo tanto, atacaron en el Danubio. Esto hizo que, automáticamente, todas las tropas bizantinas que se encontraban en Sicilia con Aecio anunciasen que no navegarían hacia África; que, lejos de ello, volverían grupas en dirección a casa.


Solo y sin capacidad militar efectiva, para Aecio se hizo necesario en el 442 firmar un nuevo tratado con Geiserico; un acuerdo en el que el líder vándalo ganó el control sobre la Proconsularis y Bizacena. El Imperio, por su parte, obtuvo el control sobre las dos Mauritanias (la Sitifensis y la Caesariensis) así como las partes de Numidia que no le fueron reconocidas a los vándalos.


Geiserico aceptó, al parecer, sellar este acuerdo con un pago en forma de cereales hacia Italia que garantizase el suministro anterior; más el envío a Rávena, como rehén de lujo, de su hijo mayor, Hunerico. En todo ese contexto, el líder vándalo recibía la consideración ravenesa como rex socius et amicus, esto es, monarca cliente del Imperio. Aunque, en realidad, no quedaba del todo claro quién era cliente de quién.


Con todo, el paso más histórico dado en el pacto del 442 fue el compromiso entre Hunerico y la hija de Valentiniano III, Eudocia. Es cierto que Alarico se había casado con Gala Placidia, miembra de la casta real imperial; pero aquél había sido un matrimonio no sancionado, por así decirlo, por la legalidad imperial. Ahora, sin embargo, se producía en un tratado de paz el primer compromiso de matrimonio de sangre real con un noble bárbaro.


El tratado del 442 tiene un significado hondísimo desde el punto de vista de la Historia de Roma, pues vino a sancionar la pérdida nada menos que de Cartago, esto es, la ciudad, la provincia cuya invasión, derrota a incorporación al territorio de obediencia romana comenzó a labrar la grandeza imperial. Aun así, todo parece indicar que la propaganda imperial lo presentó como una gran victoria por su parte (cosa que hacía siempre, por lo demás). En realidad, estuvo muy lejos de ser eso. Geiserico ganó, con aquel tratado, un poder omnímodo dentro de sus territorios, que usó, por ejemplo, para embargar las propiedades de los terratenientes romanos y dárselas a sus compatriotas, en las conocidas como sortes vandalorum.


Diversas pruebas que nos han llegado, por otra parte, vienen a sugerir que la capacidad de allegar ingresos a Rávena desde el norte de África se vio reducida prácticamente en un 90% desde el acuerdo del 442. Aquel pacto presuntamente tan victorioso, por lo tanto, había sido en realidad un desastre presupuestario de una magnitud que hoy nos es muy difícil de imaginar. De hecho, el Imperio se vio obligado a aprobar leyes que eliminaban prácticamente todo beneficio o privilegio fiscal. Esto incluyó tanto a los explotadores de tierras cedidas por el Estado como a las posesiones de la Iglesia. Se creó una especie de IVA, del 4%, que debía ser sostenido por el comprador y por el vendedor. A pesar de todas estas medidas de austeridad, fue necesario hacer economías, y éstas, lógicamente, puesto que dos tercios del gasto se concretaban en gasto militar, se concentraron en el ámbito de la defensa. El ejército debió perder unos 60.000 efectivos, 40.000 a pie y el resto caballeros.


Para poder contar el pacto con Geiserico, sin embargo, hemos pasado muy por encima de los hechos que obligaron al ejército imperial a desechar la idea de invadirlos desde la península itálica por mar. Hemos hablado de una invasión de los hunos pero, en realidad, estamos hablando de la invasión de los hunos.


Estamos hablando, amigos, de Atila.


Allá por el año 435, el pueblo de los hunos estaba siendo comandado por un tal Rúa o Ruga que, sin embargo, no pudo tardar mucho en morir y dejar el mando de la nación huna a dos corregentes: los hermanos Bleda y Atila. Contra lo que se pueda pensar de Atila como una especie de líder okupa con caballo y arco, brutal y primario, en realidad era un jefe militar que entendía las necesidades y virtudes de la diplomacia. Atila y Bleda enviaron, de hecho, su primera embajada a Rávena el 15 de febrero del 438, una fecha que no puede estar muy lejos del momento de su acceso al poder o incluso puede ser anterior al mismo.


De hecho, Atila y Bleda llegaron al poder con ideas nuevas, y poco tiempo después de haberse convertido en correyes de los hunos, renegociaron los acuerdos que tenían con el Imperio Oriental. De la reunión negociadora entre hunos y romanos conocemos el dato de que éstos hubieron de parlamentar subidos a sus caballos, puesto que los hunos se negaron a desmontar. En aquel acuerdo se pactó un incremento del subsidio que recibían los hunos por estar donde estaban (en realidad, el subsidio fue doblado), amén de otra serie de cláusulas relativas al trato humanitario y la devolución de los prisioneros romanos que pudiesen hacer. A cambio, Constantinopla recibía la garantía de que no tendría que acoger refugiados hunos.


Aquellos términos, a todas luces, no gustaron a los hunos. Independientemente de lo que sus reyes considerasen justo pactar, parece que la gente huna tenía otras ideas. En algún momento del paso del año 440 al 441, durante una feria de mercado en la que ambas partes intercambiaban productos, los hunos se mosquearon, sometieron a asedio el fuerte romano donde se estaba produciendo el mercado, y mataron a los guardias y a algunos comerciantes. Cuando los romanos protestasen, los hunos ofrecieron una disculpa que hasta ellos tenían que saber era una chorrada: según ellos, el obispo de Magus (en Serbia; más o menos en la actual Pozarevac) había cruzado el Danubio para robar las riquezas de las tumbas de los notables hunos. En realidad, lo que ellos querían, y exigieron, era que Constantinopla aceptase la entrada en su territorio de tantos refugiados como romanos habían apresado los hunos con ocasión del presunto affaire de las tumbas. El Imperio se negó y por eso, cuando llegó de nuevo el buen tiempo, los hunos cruzaron el Danubio y comenzaron a tomar ciudades y fuertes a cascoporro. Incluso tomaron y destruyeron la súper base terrestre romana de Viminacium, situada donde hoy está la pequeña ciudad Serbia de Kostolac.


En ese punto el obispo de Margus, quien pese a suponerse siempre dispuesto al martirio quería salvar el gañote como todo hijo de vecino, entró en pánico, y le ofreció a los hunos entregarles la ciudad a cambio de que retirasen las acusaciones contra él. Para Bleda y Atila, aquello era oro molido: controlar Margus suponía controlar la principal vía militar romana que cruzaba Serbia, y por lo tanto les ponía en bandeja el sitio de Naissus, hoy conocida como Nis. A partir de Nis, los hunos podrían elegir: al sur, hacia Tesalónica; o al sureste, hacia Serdica (Sofía) y, de allí, a Constantinopla. En el 442, Nassius estaba en poder de los hunos.


Era la primera vez que Atila había atacado a los romanos, y en esa campaña había dejado bien claro que era, como decían los payasos de la tele, más que capaz, capataz, de apiolarse las ciudades y, lo que es más importante, los mejores fuertes romanos.


Esta habilidad, sin duda, sorprendió a los romanos con la ropa interior por los tobillos. Hasta entonces, la guerra contra los bárbaros (queremos decir, los godos) no había incluido la vulnerabilidad de los fuertes, contra los que aquella tropa germánica tenía poca fuerza. Se ha especulado, sin embargo, que la posible participación de los hunos en la conocida como confederación Hsiung-Nu, que guerreó contra el Imperio Chino en batallas que incluyeron asedios, pudo enseñarles las bases de esta habilidad bélica. Eso sin mencionar que Aecio había empleado a muchos hunos, hunos que tenían ojitos para ver, y cerebro para entender, las cositas que le veían hacer a los romanos cuando llegaban a una ciudad que se les resistía.


La tropa enviada desde el Imperio Oriental a Sicilia con la intención primera de participar en una expedición contra los vándalos no logró llegar a tiempo de contrarrestar la invasión de los hunos. Cuando Naisuus, o Nis, cayó en poder de los soldados de Atila, el Imperio tuvo que parlamentar y alcanzar un acuerdo de paz, porque sus tropas estaban todavía muy lejos de poder plantar batalla.


Lo poco que se sabe de los términos exactos de aquella negociación da la medida de la posición de fuerza que tenían los hunos. El subsidio que recibían del imperio fue elevado a unas 1.400 libras de oro al año (y sería incrementado todavía cinco años después). Probablemente también hubo cláusulas favorables a los hunos en materia de refugiados, aunque no está del todo claro. Lo que sí sabemos es que aquel asunto de que le fuesen devueltos los hunos que huyesen hacia el Imperio era una de las reivindicaciones más intensas de Atila y los suyos.


Sin embargo, el tratado de paz del 442 más parece la negociación de una tregua que un tratado de paz propiamente dicho. Esto lo decimos porque Atila no abandonó su actitud belicosa después de firmarlo. Probablemente, para entonces sabía bien que tenía la sartén por el mango, y un plan muy definido para dominar los Balcanes. Un año después, en el 443, derrotó por KO a una tropa romana en Chersonesus; y en el 447 estaba frente a las murallas de la propia Constantinopla.


¿Qué había pasado? Los romanos habían aceptado el tratado del 442 por la única y exclusiva razón de que su ejército se encontraba en Sicilia. Cuando las tropas estuvieron de nuevo en casa, lógicamente se sintieron fuertes de nuevo y, probablemente, en el 443 dejaron de pagar el subsidio que recibían los hunos. A finales del 443, debían de tener muy claro de qué iba la milonga, puesto que aprobaron una ley que obligaba a todos los castellanos a restituir en sus fortalezas el número antiguo de soldados (hecho éste que nos da la pista de que, probablemente, los efectivos en defensa se habían relajado un tanto). Por lo demás, son muchos lo indicios de que los romanos habían reclutado isaurianos en Cilicia, tratando con ello de reforzar su poderío militar.


En el año 444, por otra parte, Atila hizo matar a su hermano Bleda, convirtiéndose en el único jefe de los hunos. Esto bien pudo galvanizar a los romanos, por lo que suponía de sugerencia de graves disensiones en el bando enemigo. Probablemente, fue cuando se produjo ese asesinato que los romanos decidieron dejar de pagar a los hunos, lo que sugiere su convicción de que Atila no les atacaría por estar demasiado ocupado consolidando su poder.


Atila envió una embajada a Constantinopla para protestar por los problemas de funcionamiento que tenía el acuerdo de paz. Los romanos contestaron con evasivas diplomáticas. El jefe de los hunos, entonces, entendió que sólo le quedaba una manera de reaccionar; así pues, se subió al caballo y, con la cuchilla de capar gorrinos entre los dientes, se hizo una promenade por la orilla del Danubio, llevándose por delante toda fortaleza romana que encontró.

El primer fuerte de importancia que se encontró fue Ratiaria, en la Dacia, donde no dejó en pie ni los ceniceros. Luego se desplazó en dirección occidental, hacia las montañas balcánicas. Y fue allí donde se encontró con Arnegisclo, master militum per Thraciam, o sea, comandante en jefe de las tropas serbias, croatas, bosnias, montenegrinas y rumanas. Arnegisclo venía desde Marcianópolis con todos los soldados que tenía disponibles, y decidió presentar batalla en el río Utus (hoy conocido como Vit), en Bulgaria. Por mucho que los romanos se batieran como jabatos (claro que esto de que fueron tope de valientes lo dicen las crónicas romanas...), fueron derrotados, cobrándose los hunos incluso la vida de Arnegisclo, que no sabemos si dejó detrás de sí descendencia para legar un nombrecito tan difícil de declamar con tres tequilas en el cuerpo. El caso es que, con la victoria del Utus, a los hunos les quedaron francos los pasos de las montañas, por lo que podían desplazarse al sur hacia la meseta tracia; la primera etapa hasta la caza mayor, que era, obviamente, Estambul (dicho quede en términos contemporáneos).


A Constantinopla los dedos se le hacían huéspedes. En la madrugada del 27 de enero del 447 sufrió un grave terremoto, hecho que tiene su importancia porque redujo a grava una parte de las murallas de la ciudad. Con bastante probabilidad, cuando Atila supo de la movida, decidió acelerar sus planes de ir contra la capital. Pero los romanos reaccionaron con rapidez. Constantino, prefecto de la ciudad, movilizó a los constantinopolitanos para quitar cascotes a cascoporro y reconstruir torres. Las zonas sensibles de la ciudad fueron reconstruidas en el plazo récord de dos meses.


Así pues, cuando Atila llegó a las cercanías de la capital, se la encontró más cerrada que una almeja tímida. Además, los romanos disponían en la zona de un segundo ejército, desplegado a ambos lados del Bósforo. Este ejército se enfrentó a los hunos en el Chersonesus, Quersoneso para los hispanohablantes, y fue derrotado.


Atila, pues, falló a la hora de tomar la perla del mundo como quería; pero no está claro que esto fuese un mal funcionamiento de sus planes. Ya hemos dicho que la imagen de Atila como un cachoperro subido a su caballo, embrutecido y simple, es bastante lejana a la realidad. El rey de los hunos, más probablemente, sabía bien el tipo de partida que estaba jugando, y sabía bien que, si tomaba Constantinopla, se encontraría con problemas de muy diversa naturaleza, dentro y fuera de su pueblo. Probablemente, la toma de Constantinopla en ese momento histórico habría provocado una reacción sin precedentes desde Rávena, que no habría dudado en generar una vasta coalición para contrarrestar a los hunos; coalición en la que, probablemente, los otrora enemigos del Imperio participarían con gusto y por interés particular, esto es, para conservar sus propios territorios de la voracidad de un poder naciente. Atila, además, sabía que lideraba un pueblo nómada, por mucho que sean bastantes los síntomas de que por entonces se volvió bastante sedentario; y a poco listo que fuese tenía que darse cuenta de que liderar el mundo (pues Constantinopla era la capital del mundo) le supondría una serie de obligaciones que probablemente no quería ni podía cumplir.

Por todas estas razones yo, cuando menos, tengo mis dudas de que los hunos quisieran nunca tomar Constantinopla, como sí querrían los turcos siglos después. Lo que buscaban los hunos era lo mismo que habían buscado (y obtenido) los godos antes, esto es: obtener el dominio sobre un territorio en el que poder radicarse. Su objetivo no podía ser la propia Constantinopla, sino los Balcanes. En mi opinión, el objetivo de Atila no era sino hacerse con el dominio legal de esa zona, como lo había hecho Geiserico de Túnez y alrededores. Y, en buena parte, lo consiguió, puesto que logró alcanzar tanto la costa del Mar Negro como de los Dardanelos, mediante el control de Sestus, o sea Sesto; y de Callipollis, actual Gallipoli. Esto quería decir que era, de facto, el dueño de los Balcanes. Los hicieron efectivamente suyos, y en todas partes, al parecer con las únicas excepciones de Adrianópolis y Heracleia, hicieron valer esos usos que generaron esa frase tan famosa que nos dice que donde pisaba el caballo de Atila no volvía a crecer la hierba. De hecho, se considera que todo el desarrollo urbano generado por los romanos en la zona fue destruido por los hunos y ya no volvería a ser reconstruido (generando, tal vez, un diferencial de desarrollo en la zona respecto del resto de Europa que hemos estado pagando hasta hace bien poco).


La campaña del 447 dejó a los romanos como el gallo de Morón, ya sabéis: sin plumas y cacareando. Inmediatamente, comenzaron las negociaciones con el huno para ver de arreglar la movida. Como ya he dicho Atila, en realidad, había renunciado, o nunca lo había pensado, a invadir el centro del Imperio romano. En realidad, lo que más le preocupaba tras sus victorias era poder consolidarse en su territorio sin tener romanos cerca, y por eso reclamó el respeto de una especie de zona de seguridad, de cinco días de marcha de longitud, al sur de sus posesiones danubianas. Lo que querían los hunos era, simple y llanamente, que todos los romanos que vivían allí se pirasen. Los romanos, por su parte, tenían la ilusión de poder torear un poco al líder huno.


Las negociaciones no debieron de ir muy bien (entre otras cosas, porque parece que hubo un intento de cargarse a Atila de por medio), porque el caso es que el líder huno acabó añadiendo a sus dos reivindicaciones históricas (que le devolviesen a los fugitivos hunos y que se estableciese la zona de seguridad) una tercera condición: que se le entregase una mujer de casta noble para poder casarla con su secretario, que había nacido romano.


En el 450, esta situación bastante enfrentada se dulcificó con una nueva embajada romana presidida por Anatolio, que en ese momento era uno de los principales jefes militares del Imperio oriental; y Normo, otro alto funcionario. Anatolio y Atila ya habían negociado en el 447, por lo que se conocían bien. Según las crónicas, estos embajadores literalmente hundieron a Atila en regalos, ablandando su conciencia hasta hacerle prometer que abandonaría los territorios romanos en el Danubio y que dejaría de dar por saco con el tema de los fugitivos, con la condición de que los romanos ya no aceptasen más de éstos. Los embajadores regresaron a Constantinopla con el secretario de Atila, para allí buscarle una churri con quien casarlo.


En el ínterin entre la primera y la segunda embajada, sin embargo, tuvo que pasar algo. Algo que no conocemos porque los hunos nunca se historiaron a sí mismos y, consecuentemente, no tenemos registros que nos describan su operativa y su evolución. Tal vez Atila recibió informes, tal vez pensó mejor las cosas.Tal vez la dadivosidad de los romanos orientales, que sin duda eran más fuertes que los occidentales tras que éstos perdiesen el África del Norte, le convenció de que el Imperio no tenía ni media hostia. El caso es que, con el tiempo, Atila el huno fue cambiando de idea, y abandonando la de, simplemente, establecerse en los Balcanes con su pueblo. Los romanos de Constantinopla, tras haber llegado a los acuerdos que llegaron con el huno, pensaban que habían tangado a Atila. Pero no era cierto. En realidad, era Atila quien les había engañado. Porque en ese momento procesal, todo lo que buscaba el huno era tranquilidad al este de sus posesiones.

Había decidido invadir el Imperio occidental.
La decisión de Atila de ir hacia el oeste no tiene una exégesis fácil. La porción Sálvame de la Historia de la época que nos ha llegado, porción que no es en modo alguno despreciable, nos ha dejado el rumorcillo de que Atila decidió ir a por el Imperio ravenés porque tenía una oferta. Esa oferta provenía de la hermana del emperador Valentiniano III, una mujer muy echada para alante llamada Iusta Grata Honoria. Ambiciosa y por lo que se ve capaz de velar por sus propios intereses, Justa Gracia le habría ofrecido a Atila casarse con él, aportando más o menos la mitad del Imperio occidental como dote. Las tradiciones escritas dicen que le mandó un broche con su retrato, acompañado con una carta explicativa de la movida; y que Atila, cuando la leyó o se la leyeron, dijo ésta es la mía.
¿Qué parte de esta historia es cierta? Es evidente que no lo sabremos nunca pues, aunque con los años aparezcan nuevos testimonios que hoy no conocemos, con toda seguridad adolecerán de la parcialidad de los panegíricos y textos movidos por el odio que hoy forman nuestro corpus de conocimiento sobre el tema. Eso sí, hay cosas que nos permiten hacer alguna que otra especulación. Por ejemplo, no hay que olvidar que Honoria era hija de Gala Placidia, la del útero multifunción, vaginalmente preparada para servir tanto para un roto romano como para un descosido godo. De su madre bien pudo aprender Honoria que no importa demasiado el aspecto ni el olor de un guerrero si es capaz de acopiar y conservar poder. Gala le había dado un hijo al godo Ataúlfo; una buena demostración de que era capaz de llegar donde hiciese falta a cambio de poder jugar el intrincado juego de poder romano.


La cosa es que a Honoria las cosas no le habían ido bien. Se había dedicado a chuscar con uno de los altos funcionarios de la Corte, llamado Eugenio, que la dejó en estado de gravidez. Eugenio acabó ejecutado por esa tontería y Valentiniano, tal vez aprovechando la situación pues es evidente que su hermana era muy ambiciosa, decidió imponerle un matrimonio de conveniencia con un senador de tercera fila, un tal Herculiano. Fue ante la perspectiva de tal matrimonio que Honoria le escribió, al parecer, a Atila para excitar sus ambiciones territoriales.


Cuando se descubrió lo que había hecho, Honoria fue sometida a arresto domiciliario bajo la atenta vigilancia de su madre; un arresto del que, en todo caso, parece bastante probable que se escapase varias veces.


Como historia no está mal y da para una peli de presupuesto medio; pero es difícil que ésta sea toda la verdad, ni siquiera la verdad más probable. Es un hecho, esto lo sabemos, que cuando Atila decidió atacar occidente lo que hizo fue entrar en la Galia; si realmente hubiese realizado ese ataque para encontrarse con Honoria, lo obvio habría sido marchar hacia Italia. Todo eso sin olvidar el pequeño detalle de que Atila y Honoria no se reencontraron, por lo que cabe estimar que el huno no tenía demasiadas ganas de conocerla.


En mi opinión, pero esto es bastante subjetivo, la forma de actuar de Atila, sus por así decirlo antecedentes estratégicos, hacen pensar que tenía un conocimiento geográfico bastante preciso de Europa y, sobre todo, estaba adecuadamente informado de la distribución de las diferentes fuerzas políticas que en ese momento la poblaban. No es en modo alguno aventurado considerar que Atila pudo tener contactos con Geiserico, el ahora rey vándalo de Túnez, quien por supuesto le pudo dar información muy precisa de dónde terminaba Europa y las posibilidades de avance que ofrecía. Por otro lado, las posibilidades de expansión de Atila hacia el este se concentraban en Persia, y eso ofrecía grandes problemas de toda índole, fundamentalmente logística porque en un área tan fuertemente dominada por el Imperio oriental, más fuerte que el occidental, resultaría difícil aprovisionarse y, en general, hacer gala de la movilidad que era uno de los secretos de la armada huna.


Atila, además, conocía bien la posición que ocupaban los visigodos en el imperio occidental, y las posibilidades que ofrecían a la hora de dividir las fuerzas que se le opondrían. Dejó traslucir tanto que quería atacar a los visigodos como aliarse con ellos. Es de suponer, por ello, que tal vez pospuso la decisión final al momento en el que se encontrase en Galia. Además, ofreció generoso asilo a los reyezuelos que se oponían a las tropas de Aecio, en un intento claro de socavar a la oficialidad romana alimentando a sus pequeños enemigos.


Fuesen cuales fuesen las cosas que se cocieron en la mente de Atila, en la primavera del 451 ya estaban suficientemente cocinadas, pues éste fue el momento elegido por los hunos para cruzar el Danubio hacia el oeste, más o menos por los mismos sitios por los que lo hicieron, años antes, los inmigrantes germánicos. Desde el principio, diversos elementos godos estuvieron presentes en sus filas.


Llegados al Rhin, los hunos lo cruzaron más o menos a la altura de Coblenza, y siguieron avanzando. Tras someter a algunas ciudades de la zona, los hunos siguieron avanzando hacia la Galia. En junio habían llegado a la ciudad de Orléans, que era el lugar de concentración de unas tropas alanas subcontratadas por los romanos, al mando de un alano llamado Sangibano; es probable que Atila contase con pasarlo a su bando, teniendo en cuenta su escaso nivel de vinculación con el poder ravenés. De aquellos tiempos data la tradición según la cual los hunos llegaron hasta las afueras de París, pero allí Santa Genoveva les dio una mano de hostias.


Frente a sus acciones, Atila tenía a Flavio Aecio, quien todavía era el commander in chief de las tropas romanas occidentales. Aecio, inmediatamente, trató de formar una coalición lo suficientemente fuerte como para parar lo que se venía encima. El entonces rey de los godos de Aquitania, Teoderico, aceptó aliarse con él, como hicieron los burgundios; y juntos se fueron a por Atila desde el sur de la Galia hacia el norte. El 14 de junio, en efecto, le obligaron a levantar el sitio de Orléans. A finales de mes, los romanos perseguían a los hunos a la altura de Troyes.


Entonces se produjo una batalla cuyo teatro no ha podido ser nunca definido con exactitud. La conocemos como la batalla de los Campos Catalaúnicos o campus Mauriacus (los franceses, muy suyos, la llaman batalla de Châlons). La batalla fue la pera limonera de las batallas y en la misma Teoderico perdió la vida. Pero los romanos habían ganado. Y era la primera vez. Atila había terminado el día retirándose y realizando un círculo defensivo, cosa a la que no estaba demasiado acostumbrado. Tan poco acostumbrado estaba que su primera reacción fue formar su propia pira funeraria. Sus lugartenientes, sin embargo, parece ser le explicaron la diferencia entre una batalla y una guerra, y lo convencieron de que permaneciese en el mundo de los vivos. Y no les faltaba razón, porque los romanos, a pesar de ganar la batalla, no avanzaron. Pasaron días ambos ejércitos uno frente al otro, a prudente distancia, sin decidirse ninguno de ellos a atacar, hasta que los hunos comenzaron a retirarse. Aecio no les persiguió; si lo hubiera hecho, habría tenido que mantener la coalición de fuerzas que había formado, y eso era algo de lo que, en ese momento, no podía estar seguro. Los visigodos de Aquitania habían perdido a su rey, y eso significa que, en ese momento, lo principal para ellos era regresar a casa para elegir uno nuevo. Los hunos no pararon hasta llegar a Hungría, su cuartel general.


Atila, ya lo hemos dicho, no era ningún tonto. Y, como todas las personas inteligentes, aprendía de las adversidades. En la campaña del 451 aprendió que la Galia era un territorio demasiado amplio, y demasiado lleno de suficientes recursos militares, como para ser un terreno propicio para presentarle batalla al romano. Además, hechos como la fidelidad de Sangibano, probablemente, le enseñaron que había sobrevalorado su capacidad de inclinar a los galos y godos de su lado.


No. Si quería atacar a los italianos, debería ser en su casa.


Es por esto que, en la primavera del 452, Atila dirigió los trancos de su caballo hacia los Alpes.


Las cosas no empezaron bien. En la localidad udinesa de Aquileia encontró una resistencia tan resiliente que incluso llegó a pensar en desconvocar la invasión. El historiador Prisco nos cuenta que, en ese momento, vio a una cigüeña, que había anidado en una de las torres de la ciudad, que se estaba llevando, uno a uno, a sus retoños todavía incapaces de volar. Eso le convenció de que algo terrible iba a pasar en la ciudad (y, por lo visto, lo sabía una cigüeña, pero no sus habitantes), así pues decidió quedarse. Y lo que pasó es que los hunos acabaron por romper las defensas de la ciudad, y la tomaron.


Abierta la lata italiana por el Udine, los hunos se dirigieron a las llanuras del Po, donde fueron tomando ricas ciudades romanas una a una: Padua, Mantua, Vicentia, Verona, Brescia, Bérgamo. De esta manera, se llegó a Milán, la sitió y, cuando consiguió someterla, la saqueó.


Tras el saqueo de Milán, Atila regresó a Hungría. La propaganda vaticana ha sostenido durante siglos que eso fue por la habilidad del Papa León, que le envió una embajada que lo convenció, formada por un prefecto llamado Trigetio y un antiguo cónsul llamado Avieno. La verdad es otra: Atila regreso a sus llanuras húngaras por la misma razón que también regresaban los germánicos décadas antes que él: por razones logísticas. Plenamente ingresado en un territorio hostil, el ejército huno tenía serios problemas para encontrar hamburguesas suficientes y, para colmo, parece ser que había sido pasto de algún tipo de epidemia. Quedarse habría sido suicida, y el general huno lo sabía. Además, hay algunos indicios de que el Imperio oriental les estaba atacando en sus cuarteles generales, y hubieron de regresar para defenderse.


Así que aquí tenemos la verdad de las cosas: Atila, el temible general de los hunos que ha pasado a la Historia como jefe de una horda invencible que se llevaba todo lo que encontraba a su paso, era, en el año 452, un general tenido por acabado. Por dos veces había atacado el imperio occidental, y por dos veces había tenido que volver grupas con el rabo entre las piernas. Si a cualquier ciudadano informado de la elite romana de aquel año le hubiésemos dicho que su Imperio estaba dando las últimas boqueadas, probablemente se habría carcajeado en nuestra cara. Las apuestas eran las contrarias. La apuesta era que el huno, cualquier día de ésos, se podía quedar hasta sin sus posesiones húngaras.


El origen de todo era la escasa capacidad de Atila a la hora de planificar campañas complejas. Sin embargo, el huno decidió seguir siendo fiel a sí mismo. En el año 453 preparó una nueva campaña de invasión europea. Sin embargo, cometió el error (dirán algunos) de casarse, probablemente una vez más pues es probable que tuviera varias esposas. En la noche de bodas se pilló un moco de la hostia y, de repente, escupió sangre, y murió. Su nueva esposa se quedó tan acojonada con el espectáculo que se quedó tumbada junto a él toda la noche, sin dar la alarma. En la mañana la encontraron así, durmiendo con un cadáver.


De esta forma tan poco edificante, con una borrachera, se acabó uno de los principales peligros que habían enfrentado al Imperio romano, tanto de oriente como de occidente. Una amenaza que había seguido a la de los visigodos y los vándalos, en un auténtico tren de problemas que, sin embargo, Flavio Aecio supo gestionar para dar al viejo sueño romano la oportunidad de vivir durante una generación más.


Los grandes ganadores de este proceso fueron los tipos que se quedaron más apartados de todo: los suevos.


Estos tipos rubios, altos y bigotudos habían tenido la inteligencia, o más bien se habían visto forzados, a escoger para establecerse el puñetero culo del mundo, un lugar hostil, frío, húmedo como pocos, y que hoy llamamos Galicia. Entonces falto de autovías y del indudable atractivo que le aporta O Rei das Tartas, Galicia era entonces un lugar que ni por esfuerzo bélico, ni por expectativa de beneficio por la vía del cobro de tributos, ofrecía demasiados alicientes. Si los suevos se querían quedar allí, allá ellos.


Rekila sucedió a su padre como rey de los suevos en el año 438, esto es en el momento en el que Aecio dedicaba el 80% de su tiempo a pensar en el norte de África y el cabrón de Geiserico. Consciente de que eso dejaba España en un lugar de relativa poca importancia. En el año 439, guió a sus hombres por la ruta de la Plata hasta Mérida, que entonces era la metrópoli de la Lusitania. En el 440, vencieron y capturaron a Censorio, el principal comandante romano en la península. En el 441, tomaron Sevilla, pasando a controlar la Bética y la Cartaginense, en un punto de máxima expansión territorial que hace salivar a muchos nacionalistas gallegos, tanto de corazón como adecuadamente subvencionados, a la hora de hablar de un viejo imperio gallego, que tiene de gallego más o menos lo mismo que de imperio.


Tanto los suevos como otros grupos establecidos en la península ibérica se aprovecharon, claramente, del hecho de que Flavio Aecio no pudiese ni soñar con realizar una gran expedición al territorio para encenderles el pelo. El comandante romano envió varios generales a la zona con tropas: Asturio, Merobaudes, Vito. La mayoría de sus acciones se concentró en tratar de recuperar el control sobre la Tarraconense, aunque Vito, que contaba con tropas godas, intentó recuperar la Cartaginense y la Bética. Pero Vito fue derrotado por los suevos, e Hispania se perdió, como se había perdido el norte de África, como fuente de recursos para Rávena.


Britania no estaba mejor. Ya en una famosa carta, el entonces emperador Honorio le había escrito a los britanos en el 410 que fuesen pensando en lamerse ellos mismos los pies. El Imperio no estaba por la labor de intentar incrementar su poder y control sobre aquellas islas tan relapsas, por mucho que algunos obispos, como Germano de Auxerre, se dejaran caer por ahí para tratar de luchar contra el pelagianismo. En todo caso, el principal problema para la civilización romana británica era la presión que del oeste le llegaba de los gaélicos irlandeses, y del norte (Escocia) de los pictos, por no mencionar las expediciones sajonas del Mar del Norte.


Al parecer, las islas cayeron en poder de una especie de tirano llamado Vortigerno. Vortigerno decidió defenderse de los peligros que lo acechaban contratando mercenarios sajones. Pero los mercenarios pidieron más, y más, y más, hasta que se cansaron de pedir y saquearon todas o casi todas las ciudades del reino. Los romanos de Britania le escribieron una carta a Aecio en solicitud de ayuda; pero, que se sepa, ni les contestó.


Recapitulando: en el año 453, el Imperio había logrado repeler el peligro huno hasta que el propio Atila la palmó. Pero, por elcamino, había perdido: todas las Islas Británicas; la península ibérica hasta el Ebro; el norte de África, el área Aquitania que ahora formaba un reino visigodo avant la lettre, y la Galia sureste, que había sido cedida a los burgundios.

Más que un imperio, era una mierdilla.


Si la suerte de Roma después del conjunto de invasiones y guerras a que se tuvo que enfrentar en los primeros años del siglo V no era como para tirar cohetes, el futuro que le esperaba a los hunos tras la muerte de Atila no era mejor. La Historia de los hunos, de hecho, es remarcable tanto desde el punto de vista de su ascensión como del de su caída. Si para la primera apenas necesitaron cuarenta años, para la segunda no se tomarían más allá de quince o dieciséis.


A la muerte de Atila, los hijos de éste entraron en una guerra abierta por la sucesión. Normalmente, se suele hablar de Dengizich, Ellac y Hernac, pero a fuer de ser sinceros no sabemos gran cosa sobre cuántos hijos tenía Atila, así pues la lista bien podría ser más numerosa. Los hunos acabaron degenerando aquel enfrentamiento dinástico en una costosa guerra civil, que los debilitó hasta el punto de que pueblos germánicos que habían conseguido someter consiguiesen sacudirse ese yugo; así lo hicieron, sin ir más lejos, los gépidos, al mando de su rey Arderico. Lo que siguió, al parecer, fue una especie de guerra de todos contra todos cuyo ganador probable fueron los gépidos. En alguno de estos enfrentamientos, Ellac, uno de los hijos de Atila, resultó muerto, y esa muerte operó como señal para los hunos de batirse en retirada hacia los confines de Europa, esto es hacia los Cárpatos y el Mar Negro; es posible que su decisión de abandonar la frontera con el Imperio estuviese acompañada de otra consecuente por cuanto liberaron de dependencias a los otros pueblos que poblaban la zona, esto es, los germánicos.


Los godos amelungos, que son el origen de la dinastía ostrogoda, se situaron en la vieja provincia romana de Pannonia. Los gépidos estaban situados en buena parte de la antigua provincia de Dacia. Entre estos dos grandes pueblos fronterizos quedaron situados establecimientos suevos, escirios, herúleos, rugios y alanos sarmatios. No obstante, los hunos tardaron en desaparecer de la zona, puesto que en la segunda mitad del siglo V tuvieron enfrentamientos con los amelungos. En el año 468, realizaron su último ataque de importancia, contra tropas romanas orientales, bajo las órdenes de Dengizich. Tanto en este ataque como en el anteriormente referido, los hunos todavía retenían en sus tropas a diversos grupos de raíz goda, como los ultinzureos, los angiscirios, los bituruguios o los bardorios.


Durante toda esta historia que vamos contando, en todo caso, los grupos godos muestran una capacidad bastante clara de unitarismo. Atraviesan etapas de relativa división que, sin embargo, a la aparición de un buen caudillo militar, les mueve a unirse todos en un solo destino, e incluso eliminar para siempre las diferencias nacionales entre ellos, como hizo Alarico. Para los amelungos, como he dicho llamados a ser el backbone de una monarquía consolidada, ese hombre fue Valamer, quien incluso podría ser de origen huno. Parece ser que Valamer se las arregló para derrotar a dos señores de la guerra godos contemporáneos suyos, llamados Vinitario y Hunimundo, así como al hijo de éste último, Turismundo. Gesimundo, el otro hijo de Hunimundo, aceptó su vasallaje respecto de Valamer, mientras que el hijo de Turismundo, Beremundo, huía hacia Italia.


Otra nación importante surgida en ese momento, la de los escirios, se origina en Edeco. Edeco era uno de los hombres del círculo de confianza de Atila, y fue incluso contactado y tentado por Constantinopla para que matase a su jefe. Cuando murió Atila Edeco y sus hijos Odovácar y Onoulfo, se las arreglaron para mutar su identidad; dejaron de ser hunos para ser escirios. Es probable que se casara con alguna noble esciria para reafirmar esta conversión.


El nacimiento de todas estas entidades propias, por mucho que algunas de ellas perdieron pronto su independencia, le hizo a la nación de los hunos el mismo efecto que le habían hecho al Imperio las pérdidas de décadas anteriores. En el 469, ya sólo vivían dos hijos de Atila: Dengizich y Hernac, y la situación de los hunos era bastante desesperada. Decidieron plantarle batalla a los romanos orientales, pero esta vez perdieron. Un general romano, Anagastes, derrotó a Dengizich, y se permitió llevar a Constantinopla su cabeza clavada en una pica. Los pocos hunos que quedaban a las órdenes de Hernac aceptaron algún tipo de acuerdo y se establecieron en Rumania. Ya no quedaba nada de su poder.
Lo realmente importante de los últimos años de la acción de los hunos contra el Imperio es que creó en el norte del Danubio una situación tan inestable y peligrosa que convenció a miles de personas de que era mucho mejor negocio trasladarse hacia el sur, aun enfrentando los problemas del contacto con el Imperio. Muchos de estos refugiados eran tropas militares razonablemente organizadas. Es el caso de Odovácar, hijo de Edeco. Tuvo que ver cómo los amelungos destrozaban la nación de los escirios, tras lo cual volvió grupas con su gente hacia el oeste, y allí ofreció su espada. Ésta es la razón que, en la octava década del siglo V, buena parte del ejército romano regular estuviese formado por godos; eran, mayoritariamente, escirios, herúleos, alanos y torcilingios. El Imperio oriental tampoco se libraba. En el 466, el ejército de obediencia constantinopolitana tuvo que vencer a un grupo de godos al mando de un tal Bigelis, que los invadía. Al mismo tiempo, un huno, Hormidac, había entrado en Dacia, donde fueron derrotados por un general llamado Artemio. Este movimiento es contemporáneo de la batalla en la que Dengizich perdió la vida. Y todo esto coincide con las guerras causadas por los amelungos con todos sus vecinos, pues buscaban la hegemonía en la zona. Asimismo, Valamer había conseguido arrancar a Constantinopla un generoso subsidio de oro.


Pero volvamos a Rávena. En el año 433, Valentiniano III había alcanzado la edad de catorce años, esto es la mayoría de edad legal de la época. Había pasado ocho años siendo emperador occidental, pero, en realidad, bajo la estrecha custodia de su madre, Gala Placidia; y contemplando cómo el gobernador de hecho de su Imperio era Flavio Aecio, quien no sin grandes esfuerzos consiguió mantener en pie buena parte del Imperio. De esta manera, Valentiniano era una mera figura decorativa, que parecía estar ahí simplemente para presidir las grandes ceremonias.
Todo esto, sin embargo, comenzó a cambiar en la segunda mitad del siglo. En el 450, Valentiniano era ya un hombre hecho y derecho y, lo que es más importante, Atila había muerto. El 28 de julio de aquel año 450, el emperador oriental Teodosio II se arreó una hostia tras caerse de su caballo, y la palmó. Valentiniano pertenecía a la dinastía teodosia y, para más inri, estaba casado con Eudoxia, hija del emperador ahora fiambre. De hecho, le debía su púrpura al ejército oriental, como ya hemos leído. Arcadio, el único hijo varón de Teodosio, había muerto antes que su padre. En esas circunstancias, es casi lógico considerar la candidatura de Valentiniano a ser, también, emperador del Oriente. Aecio, sin embargo, rechazaba violentamente la idea.


Aecio, mucho mejor informado que su teórico jefe, sabía que los lobbies y grupos de presión de Constantinopla no veían con buenos ojos la llegada de Valentiniano, entre otras cosas porque traería a su propia Corte. La política constantinopolitana estaba dominada por Pulqueria, la hermana de Teodosio. Pulqueria, consciente de que no podía ser emperatriz por sí misma, se casó con Marciano, un alto militar, que se convirtió así en emperador.
No fue ése el único desacuerdo entre Valentiniano y Aecio. Valentiniano sólo había tenido dos hijas, Eudocia y Placidia. A esas alturas de la película, era ya altamente improbable que el emperador y su mujer fuesen a hacer un bingo masculino, así pues la sucesión en el imperio ravenés se anunciaba jodidilla. Para evitar problemas, lo suyo era casar al menos a una de las hijas de Valentiniano (más o menos lo mismo que había hecho Pulqueria en Constantinopla). Eudocia había sido vinculada en el tratado del 440 a Geiserico, por lo que no podía reclamar el trono (había, por así decirlo, salido de la casa real). Quedaba Placidia; y Aecio la quería casada con su hijo Gaudencio.


Lo más probable es que a Valentiniano este arreglo de cosas nunca le gustase. Pero tras la muerte de Atila, cuando comenzó a pensar que tal vez ya no necesitaba a un buen general que le salvase el culo, su oposición se volvió más dura. Hasta el punto de que decidió complotar contra él.
La caída de Flavio Aecio fue labrada por dos conspiradores fundamentales: el primero era un senador pijo llamado Petronio Máximo, un hombre considerado de total afinidad con el propio Aecio. El segundo conspirador es un clásico: el eunuco jefe de la casa real, primicerius sacri cubiculi o guardián de los dormitorios reales, Heraclio.


Según el relato que nos ha llegado, Aecio estaba presentando ante el emperador un informe presupuestario, cuando éste se levantó de su trono, gritó que no estaba dispuesto a soportar más traiciones, y se lanzó contra él con la espada en la mano. Cerca de Aecio estaba Heraclio, quien asimismo escondía un puñal entre sus ropajes. Entre ambos se lo cargaron; era el 22 de septiembre del año 454.


Como también suele ocurrir muchas veces, la unión entre los conspiradores no duró mucho. Máximo, quien es de suponer tuvo un papel importante a la hora de conseguir que Aecio no se oliese la tostada, reclamó tras su muerte un puesto de cónsul, y, cuando éste se le negase, la condición de patricio. Sin embargo, Valentiniano se lo negó todo, influido por Heraclio, quien le prevenía sobre los peligros de darle poder a alguien ahora que Aecio había desaparecido.
Heraclio no estaba falto de razón. Valentiniano había hecho lo que había hecho, pero no había calculado, o no se había parado a pensar, que había un problema que permanecería incluso después de la muerte de Aecio: el hecho palmario de que la sucesión en el trono estaba por definir. Hombre, es cierto que Valentiniano todavía era joven; pero todos sabemos que esas cosas, con voluntad, se pueden arreglar.


El ambicioso Petronio Máximo, que no olvidemos ya había traicionado a su jefe político de toda la vida, se dio cuenta de que, con una sucesión tan abierta, había mucho que ganar en que Valentiniano desapareciese. Así pues, tiró de chequera y sobornó a dos guardias, llamados Optila y Traustila. El 16 de marzo del 455, Valentiniano decidió ir por ahí a pasearse a caballo al Campo de Marte. Una vez allí, se bajó del caballo para practicar el tiro con arco, momento en el que Optila y algunos soldados a su mando se le echaron encima. Optila se cargó al emperador con dos golpes de espada, mientras Trausila cortaba en pedacitos lo que quedaba del eunuco Heraclio.
Al día siguiente, Petronio Máximo era proclamado emperador.


El 17 de marzo del 455, un día después de haber organizado el magnicidio de Valentiniano III, Petronio Máximo fue, efectivamente, proclamado emperador. Consciente de su escasa fuerza, su primera acción tras vestir la púrpura fue enviar a la Galia una embajada con el objetivo de garantizarse el apoyo de los visigodos aquitanos.
Para tal misión escogió a Eparquio Avito, un alto militar que quizás le había prestado importantes servicios en sus movimientos conspirativos, y que había sido nombrado jefe de las tropas de la Galia, Avito era galo de origen (de la Auvernia, para más datos), y poseía una fortuna respetable. Había ocupado diversos cargos, casi todos relacionados con Galia, entre los que sobresalía, cara a lo que ahora se le pedía, las negociaciones que, en el 451, había conducido para conseguir que los visigodos ayudasen a los romanos a repeler la presión de los hunos en la región. Avito presenta la ventaja para los historiadores modernos de que su yerno, Cayo Solio Modesto Apolinario Sidonio, era poeta, y algunos de sus trabajos, con interesantes informaciones históricas, se nos han conservado.


Avito quería pactar con los visigodos no sólo una alianza política, sino militar, ante los peligros que probablemente ya sabía la inteligencia romana que acechaban, y que pronto se hicieron realidad. De hecho, mientras Avito estaba con los visigodos de Aquitania, una tropa de vándalos al mando todavía de Geiserico realizó una expedición naval desde el norte de África, que desembarcó en Italia y que llegó hasta las cercanías de Roma prácticamente sin ser molestada. Aquella expedición había sido provocada por el gesto de Máximo de dar la mano de Eudocia, princesa de sangre real, a Paladio, su propio hijo. Debemos recordar que, en el marco de la paz africana firmada pocos años antes, esta princesa le había sido otorgada a Hunerico, hijo de Geiserico, motivo por el cual los vándalos se sintieron obviamente engañados. El dato, además, sugiere que los vándalos, claramente, albergaban el plan de jugar un papel importante en la política dinástica romana.


Cuando supo de la llegada de los vándalos, y con su embajada gala todavía pendiente de dar resultados, Máximo se acojonó. Tomó su caballo, y huyó. Ante un gesto tan impropio de un emperador, su guardia pretoriana y su círculo de confianza lo abandonaron. Y no sólo lo abandonaron, sino que comenzaron a hacerle eso que hoy llamaríamos un escrache, por cobarde. Estaba intentando marcharse el emperador cuando le empezaron a tirar piedras, una de las cuales la acertó en el cabolo, y lo mató. El populacho, encantado, cogió el cuerpo, lo desmembró y se dedicó a pasear los trozos por la ciudad, clavados en picas. Esto ocurría el 31 de mayo del año 455; dos meses y medio había sido Petronio Máximo emperador de los romanos.


Roma, por supuesto, fue saqueada, por segunda vez tras el más famoso saco del 410. Aunque hay que decir que si el saqueo de Alarico fue ya meticuloso, el de los vándalos fue total. Entre otras cosas, Geiserico se llevó de Roma, como prisioneros, a la viuda de Valentiniano, sus dos hijas, y a Gaudencio, el hijo de Aecio. Esto es: por no haberle dado a Eudocia, ahora se quedaba con el grupo completo.
Cuando Avito conoció las noticias de lo que había pasado, inmediatamente detectó la posibilidad personal de ser emperador. Todavía estaba en la corte visigoda de Burdeos, pero forzó su declaración formal como emperador de los romanos. El 9 de julio, un grupo de nobles galos ratificaron esta proclamación en Arles.
Al frente de una tropa mayoritariamente visigoda, Avito marchó hacia la península italiana y, una vez allí, inició negociaciones con Constantinopla para obtener el reconocimiento internacional a su nombramiento. La verdad es que no tenía grandes oponentes. Los dos generales de las tropas italianas, Majoriano y Ricimer, sabían que no podían oponerse, puesto que las fuerzas visigodas que obedecían a Avito eran mucho más poderosas.
Aquí, en la proclamación imperial de Avito, es donde, realmente, el Imperio romano cambia y, dirán algunos, desaparece como tal. Hasta ese momento, la política fundamental de ese mismo Imperio era soportar la existencia de los grupos no romanos, muy especialmente los visigodos, pero sin integrarlos en la estructura imperial. Desde Avito, sin embargo, los visigodos no sólo son admitidos en el terreno imperial, sino que son parte de la política del Imperio, su esencia desde muchos puntos de vista. Para cuando se produjeron estas novedades, hacía ya una generación que los visigodos estaban establecidos en la Galia y, sin duda, para un Estado como el Imperio Occidental, en el que el poder se medía por la longitud de la espada, eran una fuerza lo suficientemente poderosa como decantar las cosas de un lado, o de otro. En esta época, de hecho, la literatura latina comienza a describir a los grandes nobles y reyes visigodos otorgándoles las características normalmente atribuidas a los romanos de toda la vida, en una rápida asimilación.
Teoderico II, rey de los visigodos, era de hecho un monarca casi totalmente romanizado. Apoyó sin ambages las ambiciones imperiales de Avito, y esto, con mucha probabilidad, fue así porque, desde el principio, tenía claro el precio que quería cobrar: España.


Como ya hemos visto varias veces, el vacío de poder efectivo creado por la decadencia del Imperio había dejado la península ibérica a merced de quien quisiera invadirla, y ese alguien habían sido los suevos. Teoderico ambicionaba hacer suyo todo ese territorio, y obtuvo de Avito la licencia para poder hacerlo. Lo hizo, eso sí, formalmente como un expedición imperial; pero, en la práctica, ambas partes, Rávena y Aquitania, sabían que aquélla era una expedición totalmente visigoda, realizada a sus propios intereses.
Los visigodos, en efecto, entraron en la península, derrotaron a los suevos, capturaron a su rey, y lo ejecutaron.
Pero no eran las únicas piezas del tablero. Los burgundios, establecidos por Aecio en los alrededores del lago Ginebra, aprovecharon la relativa debilidad del Imperio para ampliar sus posesiones hacia poblaciones como Besançon, le Valais, Grenoble, Autun, Chalon-sur-Saône o incluso Lyon. En paralelo, los vándalos de Geiserico, además de saquear Roma, ampliaron sus posesiones en la Tripolitania, Numidia y Mauritania, además de Sicilia, Córcega y las Baleares. El Imperio, literalmente, se quedaba sin recompensas suficientes para tanta gente como las reclamaba.


A todo esto hay que unir la característica estructural que presenta el Imperio Occidental en aquella época, y que es, a mi modo de ver, una de las principales razones de su decadencia: la incapacidad de presentar unidad en los momentos en que los peligros parecían ser menores. En efecto, conforme se fue haciendo patente que los visigodos iban a estar muy ocupados en España disputándole el terreno a los suevos, Majoriano y Ricimer, los comandantes militares de la península itálica que habían aceptado la púrpura imperial para Avito sin rechistar, decidieron abandonar esa posición. El 17 de octubre del 456, se enfrentaron a las tropas que el emperador había conseguido acopiar en las afueras de la ciudad italiana de Placentia. Avito fue vencido, prendido y apaleado; fue obligado a aceptar la dignidad obispal de la ciudad, y murió extrañamente poco después.
Fue una rebelión, bien que tardía, de la aristocracia senatorial y militar italiana, que reaccionaba contra un poder basado esencialmente en el apoyo bárbaro. Pero, después de que Avito se retiró, forzado por sus enemigos, quedó claro que los conspiradores no es que no tuviesen un plan B, es que no tenían claro ni el plan A. Durante meses, Majoriano y Ricimer no supieron qué hacer, y no fue tras pasar algo de tiempo que decidieron hacer a Majoriano emperador; tal vez porque la rebelión contra Avito, ya lo hemos dicho, era una rebelión fundamentalmente italiana, y Ricimer era muy mal candidato: era nieto de Wallia, el jefe godo al que hemos leído limpiando España para los romanos; y, por parte materna, tenía sangre fundamentalmente sueva (a pesar de lo cual, se desconoce que el nacionalismo gallego lo haya reivindicado nunca como militar Carballeira).


El 1 de abril del 457, Majoriano recibió la púrpura. Pero muy pronto el emperador y Ricimer comenzaron a pelearse. El 2 de agosto del 461, Ricimer de las arregló por montarle al emperador un impeachment en toda regla, y cinco días después lo ejecutó. Entonces, buscó alguien de raíz romana para ser emperador, y encontró a un viejo senador, Livio Severo. Fue entronizado el 19 de noviembre. El nombramiento, sin embargo, no gustó en los ejércitos de la Galia, cuyos comandantes, Egidio y Marcelino, se mostraron prontos a la rebelión.
¿Y Constantinopla? En principio, el Imperio Oriental era diferente del Occidental, pero, en la práctica, la función que cumplía el primero de ellos, contrarrestando las presiones invasoras que llegaban de Asia desde Persia y manteniendo fuertes tropas en Egipto para mantener tranquilos a los vándalos, cuando no interviniendo directamente en la política occidental como en la proclamación de Valentiniano; en la práctica, decimos, tenía como una especie de extraño derecho de veto sobre lo que pasaba en Rávena. El emperador oriental, Marciano, nunca había aceptado la púrpura de Avito, pero sin embargo con Majoriano sí que llegó a acuerdos; de hecho, Majoriano fue proclamado emperador dos veces, y la segunda probablemente lo fue a causa de haber recibido el apoyo explícito de León I de Constantinopla. Sin embargo, esto no ocurrió en el caso de Livio Severo, quien no fue nunca reconocido como emperador por los hermanos orientales, tal vez por ser conscientes de la debilidad de su base.


El problema para el viejo senador es que, si Constantinopla no lo aceptaba como emperador, entonces se convertía en un problema para Ricimer. Así las cosas, en noviembre del 465, Severo murió, y hasta ahí podemos leer.
Muerto Severo, León y Ricimer comenzaron unas largas negociaciones que duraron más de un año hasta que se proclamó un nuevo emperador occidental, el 12 de abril del 467. El elegido fue Antemio, un general oriental, obviamente apoyado por León el emperador constantinopolitano. Antemio tenía un currículo impresionante, tanto por él mismo como por sus antepasados, que habían sido gobernadores del Imperio Oriental o habían servido como comandantes del ejército destinado en Persia. Además, estaba casado con la única hija del emperador Marciano, Elia Marcia Eufemia. Parece ser que a la muerte de Marciano se había quedado a un cortacabeza de ser emperador.
Antemio llegó a Italia en la primavera del 467 al frente de una tropa facilitada por Marcelino, comandante en jefe de las fuerzas de Iliria (magister militum per Illyricum). Ricimer ya no estaba en condiciones de oponerse a dicha llegada, pues le había sido ofrecida la mano de la única hija de Antemio, Alipia.


Antemio, experimentado militar, sabía para qué lo había enviado Constantinopla, esto es, a construir un Imperio suficientemente estable y sostenible. Nada más llegar, se aplicó a normalizar la situación al norte de los Alpes, dado que las tropas del Rhin habían reaccionado a la deposición de Majoriano con la revuelta, y ahora se encontraban concentradas cerca de París. A ello hay que unir que había nuevas revueltas en Britania y que, por primera vez en la Historia, bandas de francos se habían atrevido incluso a entrar en la actual Italia. La estrategia no le fue mal, pero lo cierto es que Antemio sabía que la única forma de consolidar el Imperio de nuevo era reconquistar el norte de África. Esto es algo que ya había intentado Majoriano en el 461. El entonces emperador había acumulado una importante flota de 300 naves en la costa española, entre Cartago Nova (Cartagena) e Illici (Elche), con el objetivo de navegar hacia la Mauritania, para luego marchar hacia las posesiones de los vándalos. Al mismo tiempo, Marcelino movió tropas ilirias hacia Sicilia, echando a los vándalos de lugares en los que se habían establecido. Geiserico, de hecho, pidió negociaciones de paz, pero Majoriano las rechazó. Fue un error, porque Geiserico, quien como vemos no estaba exento de inteligencia estratégica, envió naves a España, consiguió dar él el primer golpe, y destrozó la flota romana. De hecho, todo hace indicar que esta derrota fue la que aportó los argumentos necesarios para deponer a Majoriano, pues fue arrestado por Ricimer cuando regresaba de esta campaña fallida.


A pesar del fracaso, Antemio siguió creyendo que la expedición al norte de África era la llave para conseguir un imperio romano eterno. Además, él disponía de lo que otros no habían tenido en la misma intensidad: el apoyo bizantino.


Visto cómo se desarrollaron las cosas, no es nada aventurado decir que tal vez el emperador León, consciente de que no tenía muchos más méritos que Antemio para ser emperador oriental y que éste tenía un importante predicamento militar, no pactase con él la solución por la que se hizo emperador con sede en Rávena. Y no sería nada extraño considerar que, tal vez, una de las condiciones que puso Antemio para aceptar fue el apoyo de Constantinopla a sus operaciones africanas. Porque el hecho es que el Imperio Oriental se metió en la expedición de hoz y coz, financiándola con auténticos pastones.


Con todo ese dinero, el Estado bizantino acumuló una armada de 1.100 naves, capaces de transportar unos 30.000 combatientes. Además de estas tropas, Marcelino y sus tropas ilirias también se desplazaron hacia el oeste. Primero echaron a los vándalos de Cerdeña, y después procedieron a la ocupación militar de Sicilia. Un tercer ejército financiado por Constantinopla navegó desde Egipto hasta las costas Libias de la Tripolitania, donde desembarcó y se unió a los locales para echar a los bárbaros.


El jefe supremo de todo este ejército de más de 50.000 efectivos era Basilisco, cuñado del emperador León. Un militar de mucho prestigio, puesto que había derrotado a los restos de la gran armada huna en sus últimos intentos por establecerse en los Balcanes.


Los romanos rehuyeron la batalla naval, dado que su prioridad era desembarcar sus tropas; querían realizar una guerra de infantería. Así lo hizo Basilisco, que escogió las fechas más propicias para realizar el traslado (el principio del verano), de modo que apenas tardó un día en navegar desde el sur de Italia hasta el cabo Bon, a unos 60 kilómetros de Cartago. Desde dicha capital salió la flota vándala. Los bárbaros, probablemente marineros más experimentados, fueron los que se lo montaron bien. Sabían que el régimen de vientos de la zona les garantizaba que tendrían la brisa a sus espaldas, mientras que los romanos la tenían de cara, hecho que limitaba su maniobrabilidad. Se ha dicho muchas veces que el ataque de los vándalos aquel lejano 468 se asemejó bastante al que realizaría Francis Drake contra la primera Gran Armada española. Además, completaron su estrategia con un arma que en su época se solía utilizar contra un enemigo naval de poca movilidad: barcos ardientes.


Roma perdió en esa batalla no menos de cien naves y 10.000 hombres. Y lo peor es que no había plan B. Las arcas en Rávena y en Constantinopla estaban vacías, y así seguirían varios años. El Imperio, literalmente, ya no tenía dinero para seguir siéndolo (y carecía de un Banco Central Europeo para que le financiase el momio por la jeró).


De hecho, Antemio y Ricimer no podían considerar, sinceramente, que dominaban un imperio. Para entonces, su control efectivo apenas se limitaba a la península italiana y Sicilia, esto es, más o menos la actual Italia. A fuer de ser sinceros, el ejército romano retenía posiciones de cierta importancia en la Galia; pero el poder de los visigodos y los burgundios, no digamos ya de una eventual confederación de ambos, los sobrepujaba por goleada.


Los godos, por otra parte, no eran tontos. Habían aprendido las sutilezas de la geopolítica imperial, y aspiraban a manejarla. Eurico, rey por entonces de los visigodos, se percató inmediatamente de las consecuencias que tendría la derrota africana de los bizantinos. Eurico era hermano menor de Teodorico II, pero esa pequeña diferencia de años le hacía mucho más clarividente a la hora de valorar que se encontraba ante un cambio sistémico del status quo. Eurico es quien labra el fin del Imperio de alguna manera porque, al contrario que su hermano, ya no aspiraba a lograr para los visigodos un lugar al sol imperial; él pensaba que podía ser el sol en sí mismo.


En el año 465, tal vez harto de los puntos de vista conservadores y vasallos de su hermano, había dirigido un golpe de Estado en el que se hizo con el poder, tras lo cual se apresuró a ejecutar a Teodorico. Inmediatamente tras llegar al poder, envió embajadores a los vándalos y a los suevos, con órdenes de transmitir el mensaje de que, ahora, estaba al frente de los visigodos un tipo que quería ser su amigo, no su enemigo. Cuando Antemio se había presentado en Italia con las impresionantes tropas de Bizancio, Eurico se dio cuenta de que no era momento de andar dando por saco, y mandó llamar de vuelta a los embajadores. Sin embargo, cuando supo de la aplastante derrota de África, dejó de tenerle miedo al inquilino de Rávena. Consideró, y no se equivocaba, que Roma acababa de perder la capacidad de hacer el viaje de Julio, de intervenir al norte de los Alpes; y decidió hacer aquella tierra suya.


En el año 469, Eurico comenzó a lanzar una serie de ataques destinados a hacerse con el control de la Galia. Avanzó hacia el norte para atacar a los bretones del rey Riotamo, aliados del Imperio. La derrota de los bretones extendió la frontera de la nación visigoda hasta las riberas del Loira. Quiso avanzar más, pero se encontró con el ejército romano del norte del Rhin, al mando de un tal conde Pablo, que les detuvo gracias a su alianza con Childerico, rey de los francos salianos.


Con posiciones consolidadas en el norte, al año siguiente Eurico comenzó a moverse hacia el sureste, buscando la frontera del Ródano y su perla, Arles, capital de la Galia. En el 471, prácticamente eliminó el poder imperial en la Galia derrotando al hijo de Antemio, Antemiolo (esta puta familia no tenía imaginación ninguna...), quien además murió en la batalla. Dado que los visigodos no eran demasiado buenos asediando plazas amuralladas, Eurico tardó cinco años más en tomar Arles y Marsella, momento en el cual ya controlaba la Auvernia, que le había sido cedida por Rávena en un vano intento de que se quedase contento y dejase de invadir.


En el 473, el objetivo era España. Bueno: Cataluña. Eurico tomó Tarragona. Luego fue bajando por el arco mediterráneo tomando ciudades y, ya que estaba allí, siguió con el resto de la península, que virtualmente le pertenecía en el 476 (excepción hecha de los suevos Carballeira, que permanecían relapsos en la esquina noroeste libando una cerveza exageradamente buena).


Eurico no era el único bárbaro que estaba en modo destroyer. Los burgundios, establecidos al norte del Ródano, también lucharon durante esos años para consolidar su reino. En realidad, querían Arles, pero una vez que lo tomó Eurico fueron conscientes de que carecían de fuerza para ello. Sin embargo, expansionaron sus tierras entre los Alpes y el Ródano, avanzando hacia el sur incluso hasta Avignon. En el norte de la Galia, por último, comenzaba a oírse hablar de un pueblo que, se decía, quería llegar a ser grande algún día. Los llamaban francos.


Estos francos habían estado mucho tiempo al este del Rhin, bastante divididos en maras y patotas de personal desestructurado. Conforme la fuerza romana se fue debilitando, fueron avanzando hacia el oeste, y conforme tomaban tierras tendían más a la unidad bajo grandes jefes. Poco a poco se fueron uniendo en torno a la figura de Childerico, de modo que en los años setenta del siglo ya controlaban la vieja provincia romana de Belgica Secunda, con capital en Tournai.


Con este panorama, no ha de extrañar que digamos que, en Italia, las cosas estaban confusas que lo flipas.


Por extraño que pueda parecer, ni siquiera en aquella situación, con un Imperio que había perdido casi todas sus fuentes de ingresos fiscales y aparecía amenazado por reinos en realidad mucho más fuertes que él; ni siquiera en aquella situación, digo, dejó la cúpula ravenesa de enfangarse en sus peleas internas.


Recordemos que Ricimer había aceptado el imperio de Antemio porque le convenía. Sin embargo, con la pérdida masiva de territorios, el emperador se había convertido en un tipo que no podía ofrecer gran cosa. Ricimer, pues, concluyó que le era inútil. En el 470, ambos comenzaron a darse de hostias. Ricimer llegó a reclutar un ejército de 6.000 hombres, pero la sangre no llegó al río y al año siguiente ambos llegaron a un pacto. Pero aquel año resultó derrotado Antemiolo y, lo que es peor, su padre, Antemio, perdió a todos los soldados que había enviado a la Galia (que eran casi todos los que tenía). Antemio huyó a Roma, que fue sitiada por Ricimer durante meses, hasta que capituló. El 11 de julio del 472, Antemio fue cazado por las calles de Roma, y asesinado, por el sobrino de Ricimer, un príncipe burgundio llamado Gundobado.


A la muerte de Antemio, los planes del inteligente Geiserico tomaron cuerpo. El líder vándalo llevaba mucho tiempo pensando en asaltar el trono imperial (recuérdese que pactó una boda con princesa imperial para su hijo). Entre otras cosas, había enviado al cuñado de su hijo Hunerico, llamado Olibrio, a Roma. Hunerico estaba llamado a heredar el reino africano de los vándalos, y Olibrio era la apuesta de Geiserico para gobernar en Rávena. Olibrio fue enviado a Constantinopla por Geiserico, y una vez allí, cuando se produjeron los enfrentamientos entre Antemio y Ricimer, el emperador León lo envió a Italia para mediar. Una vez en Italia, jugó bien sus cartas y consiguió arrebatarle a Ricimer la púrpura imperial que éste creía tener segura. Olibrio fue proclamado imperator, o mejor basileus, en abril del 472, esto es, incluso antes de que Antemio fuese asesinado. El 18 de agosto de aquel año murió Ricimer y, para desgracia del Imperio (aunque muchos piensan que en realidad dio igual), el propio Olibrio la cascó en noviembre.


En estas circunstancias, el único hombre de poder que quedó fue Gundobado, que ni puta gana tenía de vestir aquella maloliente púrpura (tan interesado estaba que en el 474, cuando falleció su padre Gundioco, se volvió a la nación burgundia a disputarle el trono a sus hermanos Chilperico, Godigiselo y Gondomar). Así pues, le pasó el marrón a un alto cargo militar llamado Glicerio, que con ese nombre es como para pensar que inventó el supositorio. El 3 de marzo del 473, Glicerio fue proclamado emperador.


La marcha de Gundobado fue la marcha de la única persona que podía convocar tropas y arrear hostias; por tal motivo, la península italiana quedó vacía de poder. En esas circunstancias surge el personaje de Julio Nepo, sobrino del conde Marcelino, que era el gobernador de Dalmacia. A la muerte de Marcelino en el 468, Julio heredó Dalmacia junto con los restos del otrora temible ejército ilírico. En el verano del 474, un año después de la proclamación de Glicerio, Julio se presentó en la boca del Tíber, a tiro de lapo de Roma, con sus tropas. Echó a Glicerio (que ni ademán de resistirse se permitió) y se proclamó él mismo emperador de Occidente (ejem...) Sin embargo, apenas un año después, uno de sus generales, Orestes, tras recibir la orden de pacificar Italia, usó las tropas para volverse contra Nepos. El 28 de agosto del 475, Nepos salió de Rávena y cogió un barco para regresar a Dalmacia.


En Constantinopla, las cosas no iban mejor. Basilisco, a su regreso de la derrota africana, se encontró al emperador León tan cabreado que tuvo que buscar refugio sagrado en Hagia Sofía (o sea, en la que existía entonces, y ardió en el 532) de donde juró que no saldría hasta que el emperador no declarase que lo había perdonado. Cuando murió Antemio, se dieron cuenta de que la única forma de pacificar aquella zona sería pactar con los vándalos. Se negoció con ellos un tratado que se firmó en el 474. Ese pacto venía a significar que Constantinopla se resignaba a la idea de la desaparición del primer Imperio romano, el Occidental.


Aún, sin embargo, el Imperio echó un par de bocanadas más. Orestes, quien como hemos leído echó a Julio Nepos, colocó a su hijo, Rómulo, en el trono. Fue proclamado el 31 de octubre del 475, y es de suponer que no serían pocos los romanos que pensarían que, tal vez, todo aquel sueño había empezado con un Rómulo y, tal vez, iba a terminar con otro. Aunque, en realidad, este Rómulo es más conocido como Augústulo, el pequeño Augusto.


Cuando el poder huno cayó en el este de Europa, algunos de los pueblos germánicos que tenía bajo su bota, como los escirios y los rugios, ahora libres, habían emigrado a Italia, donde Ricimer los reclutó como soldados. Tenían un líder en Odovácar, miembro de la vieja casa real esciria. Odovacar había jugado un papel importante entre Antemio y Ricimer, y también había sido muy bien tratado por Julio Nepos, quien lo hizo patricio.


En aquellos tiempos, puesto que los recursos fiscales del Imperio se habían evaporado, el ejército italiano comenzó a colapsar, especialmente entre los escirios, que eran mercenarios puros y duros. Odovácar no hizo sino capitalizar ese fenómeno. Juntó a esas tropas bajo su mando, el 28 de agosto capturó y mató a Orestes, y el 4 de septiembre a su hermano Pablo, en Rávena. Con estos dos fallecían las últimas eminencias grises del Imperio, puesto que Augústulo era medio gilipollas.


Como Odovácar no podía pagar a las tropas (nadie podía), acudió a la vieja política de Cayo Mario en Numidia: pagar con tierra. Con la ayuda de un senador llamado Liberio, organizó el reparto de más o menos un tercio de Italia entre los bárbaros.


Augústulo seguía siendo emperador, y Odovácar quería resolver eso. Tras consultarlo con el Senado, envió una embajada a Constantinopla, que le propuso al emperador Zenón unificar el Imperio de nuevo, con Odovácar en posición de patricio encargado de preservar la seguridad de Italia. Curiosamente, cuando llegó aquella embajada a la capital oriental, estaba llegando otra de Nepos solicitando ayuda para reconquistar el Imperio. Zenón se lo pensó mucho, y al final llegó a la conclusión de que enough is enough. ¿Para qué financiar el proyecto dalmacio si probablemente en poco tiempo volvería a haber traiciones, capillas, banderías, golpes de Estado? Le contestó a Nepos con una nota amable pero negativa, y aceptó los términos de Odovácar.


Nada más recibir las cartas, Odovácar depuso a Rómulo Augústulo. La cosa estaba ya tan clara que ni siquiera se molestó en asesinarlo; de hecho, le dio una pensión y lo mandó a Campania. Eso sí: se quedó con la capa y la diadema que eran de uso exclusivo del emperador. No hizo el menor gesto de ponérselos. Los metió en un UPS, y los mandó a Constantinopla.


Y así, con un paquetito de mierda, se acabó la Historia de la vieja Roma. Una mujer grande, durante mucho tiempo de pechos nutricios y voz temible que, sin embargo, casi desde el primer día hizo todo lo que pudo por tropezar, cagarla y matarse de cualquier caída tonta.


Yo pienso mucho en esta Roma crepuscular. Desde la primera vez que leí esta historia, que por supuesto se la leí a Gibbon, se me aparecieron delante muchas imágenes que luego he vuelto a ver muchas veces. En puridad, cada vez que he visto a los dirigentes de un partido político menor, de ésos que están en crisis y han perdido el favor del electorado, pelear por esas migajas de mierda de poder que les quedan como si fuesen la Casa Blanca, pienso en esta Roma del siglo V, desordenada, odiosa, maloliente, narcisista y traidora de sí misma.


Cualquier persona que piense que las situaciones de poder son eternas, que hay enemigo pequeño, y que las querellas internas ni dejan huella ni tienen coste, debería leer esta historia. No la que escrito yo, que menuda mierda es; me refiero a la historia de cómo el Imperio más estable y estructurado de la Historia acabó yéndose a la mierda por una serie de presiones exteriores, sí; pero también por su propia torpeza, su propia ceguera.


Sic transit gloria mundi.

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