lunes, diciembre 25, 2017

Isabel (10: Ay, mi Rob... pero mis soldados me la pelan)

Atenta la compañía con:


Para empezar, lo primero que hay que decir de la Isabel de Inglaterra que regresó de Tilbury es que estaba acojonada. Las noticias que le habían llegado sobre la Armada eran las mejores posibles; pero, en verdad, no podía estar segura de que fuesen ciertas. Así pues, con los barcos españoles efectivamente dispersados y regresando a España con el timón entre las piernas, Isabel se parapetó en el castillo de St James como si todavía estuviese en guerra, y allí permaneció hasta principios de octubre, sin fiarse demasiado de que hubiera pasado lo que ahora sabemos sí que había pasado. Sólo entonces regresó a la, digamos, vida oficial en sus habitaciones de Whitehall y Greenwich. De hecho el 17 de noviembre, celebración de su ascensión al trono y que habitualmente se conmemoraba con justas en Whitehall, tuvo aquel año una dimensión especial. Las campanas de Londres sonaron al unísono, y todas las parroquias hasta Nonthumberland les contestaron. El obispo de Winchester organizó una gran misa detrás de la catedral de San Pablo. La reina anunció que asistiría pero, finalmente, cambió de idea.


De todas formas, la principal razón de su ausencia no era la cobardía, sino Leicester. Al parecer, quince días antes, cuando el campamento de Tilbury fue desmantelado, Leicester se fue a su finca de Kenilworth, desde donde pretendía ir a tomar las aguas a la plaza-balneario de Buxton, en Derbyshire. La primera jornada del viaje la terminó en Rycote, Oxfordshire. Desde allí le escribió una breve carta a la reina que ésta llevaría consigo todo el resto de su vida. En efecto, para entonces las tensiones entre ambos habían desaparecido, probablemente disueltas por las urgencias de la invasión.

En medio del estrés de la Armada, las frecuentes migrañas del conde habían regresado, e Isabel le había enviado un médico y una medicina propia. En la carta de Rycote, además de pedirle perdón por haber sido un poco pollas, Leicester le expresaba a la reina su esperanza de que entre la medicina que ella le había dado, que le estaba haciendo ya bien, y los baños, lograría recuperarse.

La carta terminaba con un humilde y humbly kiss your foot. De donde podemos deducir que lo último que, de alguna manera, hizo el conde en su vida fue besar el pie de su reina. Murió seis días después, en Cornbury House, con Lettice Knollys a su vera. Tenía 55 años y el diagnóstico, digamos, oficial, fueron fiebres tercianas; que en aquella época venía a querer decir que no se tenía demasiado clara la razón del óbito.

Leicester, tal y como había deseado, fue enterrado en la capilla Beauchamp de la iglesia de Santa María de Warwick; a su funeral no asistió la reina, pues habría ido en contra del protocolo real. Isabel envió unas cartas de condolencia muy sentidas, en las que, sin embargo, no citaba a Lettice, su rival. Y es que, aun con el cuerpo de su amante caliente, Isabel de Inglaterra habría de hacer exacta ostentación de su personalidad vengativa y extremadamente rencorosa. Contrariamente a lo que muchos habían pensado, la Corona no hizo nada por aliviar las enormes cargas financieras con las que había fallecido el conde de Leicester; más aún, puesto que el principal acreedor del mismo era, digamos, el propio Estado inglés, los abogados de la reina se lanzaron como hienas sobre las propiedades del fallecido, que fueron cayendo una a una. Lettice Knollys perdió, como en una fila de fichas de dominó, primero Kenilworth, después las tierras en Warwickshire, y más tarde otras propiedades de su marido. La casa de Leicester, así llamada Leicester House, en Londres, con unos magníficos jardines que daban al Támesis, fue embargada y todo lo que había dentro, una gran riqueza artística sin ir más lejos, subastado. La Corona incluso ejecutó la hipoteca de Wanstead en Essex y se quedó con la propiedad. La reina dejó conscientemente a la viuda sin pensión ni medio de vida.

Ciertamente, la deuda de Leicester por su aventura holandesa era brutal: unas 50.000 libras, en unos tiempos en los que todas las tierras de posesión real otorgaban una renta anual que apenas llegaba a la mitad de esa cifra. Lettice decidió luchar, y se embarcó en una interminable serie de demandas judiciales contra la Corona que duraron años. Consciente, como otras muchas viudas de alcurnia antes que ella, de que la ley inglesa ponía bastante más difícil actuar contra una mujer re-casada, Lettice se apresuró a contraer nupcias de nuevo. El elegido fue sir Christopher Blount, un commoner que había trabajado para el propio Leicester.

En las semanas inmediatamente posteriores a la muerte de Leicester, la reina se encerró en sus habitaciones. Es evidente que se sentía culpable por haberlo tratado tan mal a su regreso a Inglaterra, así pues el duelo en soledad venía, probablemente, a juntarse con una depresión culposa. Con tanta constancia se negó a salir de sus habitaciones que, finalmente, Burghley y otros miembros de su consejo hubieron de dar la orden de que derribasen las puertas. Quienes la pudieron ver en aquel noviembre de 1588 dijeron que había envejecido a marchas forzadas en apenas unas semanas. Llegaron las navidades y a su palacio fueron cantores y orquestinas para entretenerla, pero ella se mostró muy poco aliviada por ello, ensimismada en sus pensamientos y en sus recuerdos.

No se trataba sólo de amor. Isabel, más que ser jefa de un Estado, era el Estado; y ahora mismo, con su primer baluarte enterrado en Warwick, se sentía a merced de gentes en las que no confiaba plenamente. Una nota al pie para la valoración de los expertos en sicología es que, durante las semanas de aquel duelo, adquirió la obsesión de rodearse de flores recién cortadas y hierbas aromáticas, hasta el punto de generar una factura de floristería que viene a ser casi de 20.000 euros de hoy en día.

Burghley, sin embargo, consiguió convencerla para que estuviese presente en la gran celebración de la victoria sobre la Armada, que debía celebrarse poco después del sermón de St. Paul. En la procesión desde el Strand hasta St Paul, todos pudieron ver justo detrás de Isabel al conde de Essex, Robert Devereux, hijo del primer matrimonio de Lettice, quien meses antes había sido nombrado Master of the Horse de la reina. Recuérdese que Devereux había hecho fama en Holanda, especialmente con su carga de caballería en la batalla de Zutphen; justo después de regresar de Holanda, la reina había comenzado a invitarlo a sus habitaciones para jugar a las cartas, cosa que al parecer hacían hasta el amanecer. Cuando llegó la invasión de la Armada y Leicester hubo de irse a Tilbury, la reina le pidió a Essex que ocupase las habitaciones de éste en palacio para estar cerca de ella.

Esta actividad era anterior a la enfermedad y muerte del conde, quedó suspendida con ésta, pero meses después recomenzó. Así pues, da toda la impresión de que Devereaux fue el clavo que eligió la reina para superar su depresión. Ambos se llevaban la una al otro treinta años, pero pronto desarrollaron una relación muy especial en la que Isabel puso en juego sus habituales dosis de dependencia. Una dependencia diferente, eso es cierto, porque Isabel de Inglaterra y el conde de Essex, muy probablemente, jamás fueron amantes. Más probablemente, ella le veía a él como el hijo que nunca tuvo. Y, por supuesto, como el pálido recuerdo de su amante.

En fin: los ingleses se habían librado de la amenaza de la gran potencia mundial del momento. Pero, como Burghley señalaba amargamente en sus informes, tenían muy poco de lo que felicitarse. El Exchequer estaba exhausto. La situación era tan compleja, que el primer ministro in pectore de aquella Inglaterra tuvo que tomar contacto con Horacio Palavicino, un banquero genovés que había sido el principal prestamista de Leicester, en busca de crédito para el Estado. Burghley le dijo al italiano que estaba dispuesto a pagar incluso un 10% de interés. Pero para pagar esa prima, el Estado debía de hacer alguna guarrada que otra. Los famosos recortes.

El principal frente derivado de los recortes (diríamos hoy) que Burghley se vio obligado a aplicar fue el repugnante trato que recibieron los marineros y soldados que habían muerto, habían sido heridos o habían enfermado parando a la Armada española. El Estado se negó a hacerse cargo de sus pagas. Además, no pocos de ellos, de entre los que no habían muerto en las batallas (que, además, eran relativamente pocos) habían sido víctimas de epidemias, como una de tifus producida en la flota. Las pocas decenas que quedaban de los marineros que habían sufrido esas penalidades en alguno de los barcos licenciados, para entonces, consumían las últimas horas de sus vidas en los albañales de Margate, sin asistencia de nadie. Rule, Britannia!/Britannia, rule de waves!

El lord Almirante, Charles Howard, hizo lo que pudo personalmente por toda aquella gente. Vendió objetos de plata y de oro para pagarle a aquellos pordioseros de la victoria un plato de comida, un vaso de cerveza y alguna ropa. De hecho, advirtió al resto de los miembros del Consejo Privado de la reina que los soldados de la Armada ya no aclamaban a la reina como habían hecho en Tilbury; más al contrario, la odiaban. No habían cobrado sus pagas.

Pero no os preocupéis, que aquí los únicos que han tratado a sus tropas como el culo hemos sido nosotros con los tercios de Flandes. Y tal.

El Consejo Privado pasó de Howard como Belén Esteban de la Crítica de la razón pura. Lo cual movió al lord Almirante a apelar a la reina en persona. El tifus, explicó, estaba además creciendo en los barcos de la flota, amenazando con convertirlos en naves fantasma. Pero la reina también pasó de él. De hecho, dio instrucciones a sus consejeros para que arrestasen y ahorcasen a una compañía de soldados que se había presentado cojeando en Londres para pedir su dinero y la asistencia a la que creían tener derecho tras haberse dejado medias piernas, la salud, la juventud y la vida defendiendo al país de la invasión. Repetimos: los ahorcó.

Como resultado, la inmensa mayoría de quienes tomaron las armas para defender a Inglaterra nunca fueron retribuidos por Inglaterra, la cual los llevó a la muerte, la enfermedad y el paro estructural (at best) por la jeró. El rey español Felipe, por cierto, sí que pagó a sus tropas. En algunos casos tarde y en no pocos muy, muy tarde; pero les pagó.

La situación llegó a ser tan comprometida que Burghley publicó diversos bandos amenazantes, todos ellos consensuados con la reina, que imponían la ley marcial y ordenaban el arresto de todos los soldados, marineros y personas deambulantes que fuesen encontradas en Inglaterra sin rumbo fijo. Todos estos vagabundos, considerados disloyal persons, debían ser punished with all convenient extremity.

Mi experiencia particular es que los pequeños extremos que se han explicado en este post son desconocidos incluso por británicos muy letrados; que, cuando se les explican, los niegan; y que, en los escasos casos en los que el interlocutor es lo suficientemente honesto consigo mismo como para admitir que, como poco, es plausible que ocurriese, aun se escudan en argumentos como que los relatos antiguos son normalmente exagerados y contaminados por la propaganda. Entonces tú les dices: ¿se refiere usted a la Leyenda Negra? Y ellos, con todo su desparpajo, te contestan: no, ésa es verdad, pero verdad de la buena...

En el fondo de esta movida, les guste o no lo a los ingleses, está el hecho de que a finales del siglo XVI la monarquía inglesa era, probablemente, la más anticuada, la más, diríamos, medieval, de todas las grandes monarquías europeas. La reacción de Isabel frente a los veteranos de la Armada, que ciertamente tenía un fondo relativamente lógico (no tenía con qué pagarles; salvo, claro, que dejase de hacer fiestas y se comprase zapatos cada tres o cuatro meses), es la reacción de una monarca absoluta. De una reina que está puesta ahí por Dios y a la que, en consecuencia, ni Dios le puede toser; menos aun unos pringaos que, de hecho, yendo a la guerra no hicieron otra cosa que cumplir con su obligación; así pues, todas las desgracias que esa obligación les pueda comportar son cosas que deben aceptar como quien acepta que llueve o que le duele la cabeza cuando no duerme lo suficiente. Para el rey español, sin embargo, retribuir a sus soldados era un deber moral, lo cual viene a significar que, sin ser ningún diputado de Podemos que digamos, Felipe era un monarca más moderno, más cercano al concepto “yo sirvo” que “ellos me sirven a mí”.


Pero, claro, pedirle a un inglés que señale sus defectos es como pedirle a Pitingo que te toque a Rachmaninov.  

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