lunes, abril 09, 2018

Sudáfrica (3: Pieter Botha, el reformista)

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A pesar del mal cariz que habían adoptado las protestas sociales internas y el debilitamiento del apoyo externo, el gobierno sudafricano sacó como conclusión de los gravísimos conflictos provocados por la muerte de Steve Biko que debía perseverar en la política de lo que ellos llamaban independencia de los negros; política que, en realidad consistía en crear unos mega-ghettos controlados por ellos.


La creación de estos Estados, sin embargo, estaba claramente caracterizada por el egoísmo. En su intento por quedarse siempre las mejores tierras y no ceder nunca la más mínima parte de lo que estuviese ya creado, las naciones o sub-naciones negras ni siquiera tenían, muchas veces, coherencia geográfica. El caso más flagrante era el de Bophuthatswana, una nación creada a partir de diecinueve pequeñas porciones de tierra existentes en tres provincias distintas. En realidad sólo QwaQwa tenía continuidad estricta en su territorio. Todas ellas consistían en territorios muy pobremente dotados de infraestructuras, fuertemente sobrepoblados, y de muy poca productividad. Sin embargo, hay que reconocer, y recordar, que el programa de naciones negras tuvo un apoyo no desdeñable desde algunos de los propios negros. Se trató de los administradores, funcionarios y políticos que a la postre se responsabilizaron de hacer funcionar aquello; personas que eran, de alguna manera, recompensadas con unos salarios y un nivel de vida comparativamente mejor que el de sus hermanos de raza, y que precisamente por ello tendían a colaborar con el sistema e incluso a defenderlo. Ellos eran el pálido reflejo de una especie de clase media negra.

Lo que los jerarcas sudafricanos querían, en todo caso, era echar a aquellos negros de Sudáfrica propiamente dicha. En 1976, por ejemplo, se dio el caso poco frecuente de un país que en unos pocos días,y de forma voluntaria, perdió más del 10% de su población: Sudáfrica, un país de 25 millones de habitantes, repentinamente se declaró un país de 23 millones tras haberle retirado la nacionalidad sudafricana a los tres millones de negros xhosas que eran la población fundamental del Transkei; de paso, los xhosas que, sin residir en Transkei, se situaban en otras zonas del país, también perdieron su condición de sudafricanos. Un año más tarde, a pesar de que los tswana expresaron bien clara su opinión al respecto, ocurrió lo mismo con Bophuthatswana y el país se ahorró casi otros dos millones de ciudadanos. En 1979, Venda “optó” por la independencia; en realidad, el gobierno blanco forzó a los tecnócratas negros a tomar esa decisión en contra de la opinión de la gente, entre otras cosas porque el jefe de gobierno de Venda había ido a unas elecciones con la promesa de declarar la independencia, y las había perdido. En 1981, fue Ciskei quien de independizó, de nuevo en contra de su propia opinión pública. En total, fue un proceso en el que 8 millones de negros perdieron su nacionalidad sudafricana. El gobierno blanco declaró, sin ambages, que su objetivo era que no quedase ni un solo negro con ciudadanía sudafricana.

Hablamos, en todo caso, de un proceso legal. Los políticos, y la verdad es que no necesitan en modo alguno para ello ser fascistas, tienden a pensar que cuando ellos legislan, la realidad, por así decirlo, obedece de forma pastueña a sus deseos normativos. Esto, sin embargo, no es así; y es por esta razón que en los países cuando menos algo avanzados, cuando un político redacta un proyecto de ley se le obliga a redactar también eso que se llama una memoria económica, es decir: un papelito en el que describa cuánto va a costar su ocurrencia, por aquello de ver si hay pasta en la caja para pagarla; porque el político tiende a pensar que su gesto de oficializar el gasto va a provocar que la pasta necesaria aparezca como por arte de magia.

En procesos como el sudafricano, cuya afección llegaba mucho más allá del mero impacto presupuestario, los políticos deberían haber procedido a calcular muchas más cosas que el coste o, si se prefiere, deberían haber estimado otros costes. El gobierno blanco sudafricano estaba diseñando una Sudáfrica que no era la Sudáfrica real ni presente, y lo lógico es que hubiera reflexionado seriamente sobre las consecuencias que podría tener cambiar las cosas de una forma tan sistémica. Pero eso no fue lo que hicieron los afrikaner. Convencidos como estaban de que la verdad, de que Dios mismo, estaba con ellos, apenas reflexionaron sobre las consecuencias que iba a tener un cambio tan radical. Y pagaron las consecuencias.

A lo largo de la década de los setenta del siglo pasado, la economía sudafricana se gripó. Fue un proceso lógico. Para empezar, toda la fuerza laboral no cualificada estaba permanentemente cabreada y montándola. El propio sistema económico era ineficiente. La principal consecuencia económica del odio al negro fue la tecnificación de la economía; pero cuando tecnificas la economía, cada vez necesitas más trabajadores que sepan programar en FORTRAN y COBOL (por citar dos lenguajes de la época); y, la verdad, cuando lo que has montado es un sistema en el que a tu fuerza laboral apenas le enseñan las cuatro letras, puedes darte por jodido. Se podría pensar en la inmigración (blanca) como la solución al problema; pero lo cierto es que la necesidad de puestos de trabajo era tan grande que nunca fue suficiente, ni siquiera en los años en los que todavía los blancos no tenían prurito a la hora de emigrar a un país donde se hostiaba a los negros.

En estas circunstancias, muchos de los empresarios sudafricanos comenzaron a hablar de la necesidad de mejorar la formación de los trabajadores negros. No pocos de ellos añadieron a este discurso más realista la necesidad de mejorar su capacidad de representación sindical. Fue un discurso en parte altruista, puesto que es innegable que en el empresariado sudafricano hubo elementos que tenían muy claro que el apartheid era una burrada, pero que también tuvo elementos de egoísmo. En realidad, la clase empresarial tenía miedo de que las revueltas contra la segregación, que desde los tiempos del primer Mandela habían mostrado una gran capacidad de alianza con el comunismo, se acabasen por convertir, también, en revueltas contra el capitalismo.

Por supuesto, como ya hemos dicho, la revuelta de Soweto en 1976 y, sobre todo, la muerte de Biko, habían cambiado radicalmente el panorama de la posición internacional en torno a Sudáfrica. El dinero, siempre tan prudente, comenzó a pensar en largarse de aquel país que era tan fuertemente criticado. De hecho, muchas multinacionales establecidas en el país comenzaron a experimentar la presión de los grupos anti-apartheid en sus países de origen, con lo que algunos abandonaron el país. Un cambio radical, pues generó una situación en la que, en lugar de ser buen negocio, el apartheid comenzó a ser la ruina para muchos blancos.

Hay que añadir un factor importante más; un factor que demasiado a menudo se olvida cuando se analiza la transición sudafricana, es decir el paso pacífico desde el apartheid hasta una sociedad plenamente igualitaria. Ese algo es el cambio de los blancos.

Para empezar, en Sudáfrica siempre ha habido dos grandes tipos de blancos: los de procedencia inglesa y los de procedencia flamenca. Los blancos británicos no han sido lo que se dice heraldos de la igualdad de los negros (un poquito más al norte del país, fueron ellos los que se dedicaron a sostenella y no enmendalla); pero cabe decir que, probablemente por mantener relaciones más estrechas con su metrópoli, por lo general el sudafricano blanco angloparlante tenía en el siglo pasado una visión diferente respecto de la segregación de la que tenían los grupos boers que tenían el afrikaner por idioma materno. Esta diferencia se hizo especialmente patente en los años setenta del siglo pasado, con la llegada de administraciones blancas que, en la medida de sus posibilidades, eran partidarias de una apertura frente a los negros. El principal de los síntomas en este terreno fue el que dejaron ver los gobiernos locales blancos, con soberanía para legislar la división entre blancos y negros en sus establecimientos públicos o redes de transportes, y que comenzaron a sacar regulaciones mucho más laxas. El más mediático de todos estos gobiernos locales fue el de la ciudad de Johannesburgo, lógicamente; la cual permitió el acceso de los negros a los museos y eliminó los carteles que en sus parques indicaban si un banco era para negros o para blancos. En muchos lugares las oficinas de Correos pasaron a tener una ventanilla en lugar de dos y cada vez se hicieron más fáciles las competiciones deportivas interraciales.

En 1978 llegó a primer ministro del país Pieter Willem Botha (no confundir con Pik Botha). Pieter Botha era un supremacista de la misma naturaleza que lo podrían haber sido sus antecesores en el cargo, pero era lo suficientemente joven como para entender que aquello había que montarlo de una forma más sutil, por así decirlo. Lo que pretendía, por lo tanto, no era tanto eliminar el apartheid como, por así decirlo, construir un apartheid del siglo XXI.

Como consecuencia de estas novedades, la palabra famosa del momento pasó a ser: reforma. Botha decía: si el mundo cambia, nosotros debemos cambiar con él, o desapareceremos. Por ello, dijo, aquellos elementos de la segregación racial que fuesen excesivamente duros deberían eliminarse; y comenzó por anunciar que la prohibición de que negros y blancos pudieran tener sexo o casarse ya no sería considerada una conditio sine qua non del ordenamiento constitucional sudafricano. Asimismo, comenzó a desviar dinero de los presupuestos hacia la mejora de las infraestructuras en las áreas negras de las ciudades blancas, donde incluso se les reconoció el derecho a poseer los inmuebles. Diversas categorías laborales hasta entonces reservadas por ley a los blancos fueron abiertas, y a los negros se les permitió afiliarse a los sindicatos.

Asimismo, el nuevo primer ministro anunció cambios constitucionales más profundos. Buscaba el primer ministro que tanto los mulatos como la numerosa comunidad de origen indio establecida en el país adquiriesen el poder de votar a sus propios representantes parlamentarios; aunque también hay que decir que no todo el monte es orgasmo, puesto que el sistema estaba montado de manera que los blancos retenían el poder de decisión. Además, los negros quedaban fuera; en la visión del gobierno sudafricano, los negros ya tenían suficiente con la política de años anteriores, en la cual se les habían otorgado sus propias naciones.

En suma, las acciones de gobierno que desplegó Pieter Botha se parecen un poco a la acción jurídica de lo que hoy llamamos normalmente el tardofranquismo durante los años sesenta del siglo pasado. Impulsado por una nueva generación de políticos del régimen, más joven y atenta a los estándares internacionales, los llamados tecnócratas, la obsesión del general Franco en aquella década fue convertir a España en un país formalmente presentable ante los usos comunes en los países democráticos. Así las cosas, desarrolló una especie de sistema constitucional, reguló normativamente los derechos básicos de los españoles, redactó una ley de prensa que fue considerada en su momento ultraliberal e, incluso, ya en sus últimas boqueadas incluso se mostró dispuesto a crear un simulacro de pluralidad política y de elección directa (en la persona de los alcaldes). En realidad, todos aquellos cambios venían a sostener una estrategia lampedusiana en la que todo parecía cambiar para que nada cambiase.

Las reformas de Botha tienen el mismo sabor: el sabor de algo que se hace arrastrando bastante los pies, obligado por las necesidades de un sistema económico que se acercaba rápidamente al colapso y, sobre todo, derivado de la conciencia de que el aislamiento del país era, cada vez, más intenso.

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